Susan Mallery

E-Pack HQN Susan Mallery 2


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      –Si yo estuviera en tu lugar, intentaría llevármelo a la cama. El sexo puede ser la única forma de arreglar todo esto.

      Heidi se quedó boquiabierta. Y cerró conscientemente la boca.

      –¿Y no hay un plan B?

      Rafe conducía lentamente por Fool’s Gold, seguido por su madre a una media manzana de distancia. Hacía años que no estaba por allí y podría haberse pasado fácilmente, por no decir felizmente, toda una vida sin volver.

      No era que no le pareciera un lugar atractivo, tenía el encanto y el colorido de las ciudades pequeñas. Los escaparates de las tiendas estaban limpios, las aceras eran anchas. En los escaparates se anunciaban rebajas y fiestas... A pesar de que era un día de entre semana, había mucha gente paseando por las calles. Desde la perspectiva del mundo de los negocios, Fool’s Gold parecía estar floreciendo. Pero para él siempre sería el lugar en el que se había sentido atrapado cuando era un niño, el lugar en el que había tenido que aguantar más de lo que un niño era capaz de soportar.

      Todo era más pequeño de lo que recordaba. Probablemente porque lo veía por primera vez desde la perspectiva de un adulto, se dijo a sí mismo. Reconoció el parque en el que se encontraba con sus amigos las raras tardes que podía escapar de las tareas y de la familia. La carretera de la escuela era la misma de siempre. Vio a tres niños montando en bicicleta en aquella dirección.

      Él también había tenido una bicicleta, recordó. Una bicicleta que le había regalado una mujer. En aquel entonces tenía diez u once años y estaba desesperado por ser como sus amigos. Pero aquella bicicleta la había recibido por caridad y su orgullo había tenido que batallar contra el pragmatismo.

      No podía quejarse. Se habían portado muy bien con ellos. Cada agosto tenían ropa nueva para ir al colegio, zapatos nuevos y mochilas con todo lo necesario para el curso escolar. En verano, recibían cestos con comida y en Navidad regalos. No tenía que pagar la comida en el colegio, algo que siempre le había humillado, aunque los trabajadores del comedor jamás lo habían mencionado. En una ocasión, cuando se dirigía de vuelta hacia su casa, una mujer había detenido el coche, había abierto la puerta y le había tendido una chaqueta. Así de sencillo.

      Era una chaqueta nueva y de abrigo. En uno de los bolsillos había unos guantes y cinco dólares. En aquel entonces, le había parecido una gran cantidad de dinero. Y se había sentido agradecido y furioso al mismo tiempo.

      Aunque apreciaba aquellos gestos y atenciones, odiaba necesitarlos. A veces, durante la semana, se veía obligado a mentir y a decirle a su madre que no tenía hambre para que sus hermanos pudieran cenar. Se iba a la cama decidido a ignorar el vacío que le devoraba el estómago.

      Jamás había comprendido la mezquindad del anciano para el que trabajaba su madre, un hombre que se aseguraba de que nunca le faltara nada, pero que no era capaz de pagarle a su ama de llaves lo suficiente como para que alimentara a sus hijos. Lo único bueno que tenía mirar al pasado era que, mientras que la casa del ama de llaves continuaba en pie, el lugar en el que vivía el anciano había desaparecido.

      Fool’s Gold no tenía la culpa de nada de lo ocurrido, se dijo a sí mismo. Pero aun así, los recuerdos permanecían. Eran cosas que había intentado olvidar, enterrar en el pasado. Él era un hombre poderoso, rico. Podía levantar un teléfono y hablar directamente con un diplomático o un senador. Conocía a los directores ejecutivos de las empresas más importantes de los Estados Unidos. Y aun así, mientras cruzaba Fool’s Gold, volvía a sentirse como aquel niño delgaducho que añoraba saber lo que era sentirse a salvo y seguro. Tener el estómago lleno, juguetes y una madre que no tuviera que esconder su preocupación tras una sonrisa.

      Giró al llegar al Rona’s Lodge, el principal hotel de la ciudad. El Gold Rush Ski Resort estaba demasiado lejos como para que resultara práctico, de modo que se alojaría allí.

      Ronan’s Lodge o, como lo llamaba la gente del pueblo, El Disparate de Ronan, había sido construido durante la fiebre del oro. Aquel edificio de tres plantas era el testimonio de una época en la que hasta el último detalle se hacía a mano. Cuando el conserje corrió a abrirle el coche, Rafe se fijó en las puertas de madera tallada que conducían al interior del edificio.

      Años atrás, cuando todavía era un niño, habría sido incapaz de imaginar que alguna vez en su vida podría entrar en un lugar como aquel. En aquel momento abandonó su vehículo y aceptó el ticket que le tendía el conserje como si fuera algo que hiciera cada día. Y así era, pero nunca acababa de acostumbrarse.

      Sacó la bolsa de cuero en la que llevaba el equipaje y fue a ayudar a su madre. May miraba sonriente hacia el hotel.

      –Me acuerdo de este lugar –le dijo con los ojos brillando de alegría–. Es precioso. ¿De verdad vamos a alojarnos aquí?

      –Es lo más práctico.

      –Necesitas un poco de romanticismo.

      –Ahora ya tienes un proyecto.

      May se echó a reír y le acarició la mejilla.

      –¡Oh, Rafe! Es maravilloso que hayas vuelto. Mientras venía conduciendo por aquí, no sabía adónde mirar. ¿No te encanta todo? Siento que tuviéramos que marcharnos. ¡Fuimos tan felices en este lugar!

      Rafe suponía que sí, que algunos días habían sido felices, pero para él, abandonar Fool’s Gold había sido el objetivo que le devoraba las entrañas. Pero aquella no era una conversación que quisiera tener con su madre, se recordó.

      –Podrás volver a ser feliz otra vez en cuanto tengas el rancho –le dijo mientras la acompañaba al interior del hotel.

      El vestíbulo era enorme. Había paneles tallados en una de las paredes y una lámpara de araña de cristal importado de Irlanda. Rafe no estaba seguro de dónde había sacado aquella información, ni de por qué la recordaba, pero así era.

      Mientras May se detenía con las manos en el pecho y miraba maravillada a su alrededor, Rafe se acercó al mostrador de recepción y se presentó.

      –Tenemos reservadas dos habitaciones –dijo, sabiendo que su siempre eficiente secretaria habría hecho todos los arreglos pertinentes.

      –Sí, señor Stryker, por supuesto. Les hemos reservado una suite a cada uno en el tercer piso.

      La joven, vestida con un traje azul claro le tendió un documento para que lo firmara, le indicó las horas a las que estaba abierto el restaurante y le informó de que el servicio de habitaciones funcionaba las veinticuatro horas del día.

      Pero él estaba más interesado en tomar una copa. Dos quizá. Tras dirigir una breve mirada al bar, agarró a su madre del brazo y la condujo hacia el ascensor.

      –A mí con una habitación pequeña me basta –le advirtió ella cuando bajaron en la tercera planta.

      –Muy bien.

      –Estoy segura de que conseguiré llegar a un acuerdo con Glen y con Heidi y no tendré por qué continuar en el hotel.

      Rafe se detuvo delante de la primera puerta e introdujo la tarjeta en la rendija.

      –Mamá, cuando te conviertas en la propietaria del rancho, ¿de verdad vas a querer vivir allí? Estarás en medio de la nada –aunque su madre todavía era joven, no le gustaba la idea de que estuviera sola en el rancho–. La casa es vieja y no creo que esté particularmente cuidada.

      Pensó en el tejado hundido y en la pintura descolorida y sintió que comenzaba a dolerle la cabeza.

      May le palmeó el brazo.

      –Me gusta que te preocupes por mí, Rafe, pero estaré perfectamente. He estado deseando volver al rancho desde que lo perdimos hace veinte años. Siento que pertenezco a ese lugar. Quiero convertirlo en mi hogar. Y sé que todo va a salir bien. Ya lo verás.

      Rafe estaba seguro de que ganarían el juicio. Dante se encargaría de ello. Pero había una enorme distancia entre ganar un juicio y que las cosas salieran