mundo a vestir como quieran para sentirse guapas porque, ante todo, son ellas las que se tienen que sentir a gusto consigo mismas y no les debe importar en absoluto lo que piensen los hombres. No es culpa nuestra que un pequeño círculo de hombres piensen y se crean con el derecho de atacarnos porque se exciten fácilmente y sean tan retrógrados que le den prioridad a la cabeza que tienen entre sus dos piernas que a la que hay entre los hombros. Nosotras, como mujeres, decidimos cómo vestir y mostrarnos al mundo. Cuando somos jóvenes nos importa gustar físicamente, pero eso no significa que vayamos pidiendo guerra y que seamos unas fulanas porque los hombres piensen que solo lo hacemos para excitarlos. Nada más lejos de nuestras intenciones, a veces. Porque también reconozco que hay mujeres que, sabiendo y conociendo esta debilidad de los hombres, se aprovechan de ella para conseguir sus objetivos como, por ejemplo, un puesto de trabajo. Son ellas también las que consiguen con su forma de actuar que al resto no se nos respete y se nos martirice. Nosotras, como mujeres, somos las únicas que podemos y debemos luchar por nuestros derechos y lo conseguiremos haciéndonos respetar todas juntas, sin flaquear en nuestras decisiones. Tenemos derecho a decidir cómo vestirnos, a dónde ir, qué estudiar y dónde trabajar; a ser tratadas en el ámbito laboral igual que los hombres y cobrar igual que ellos por nuestros servicios, no solo por cargos públicos, sino en la pequeña y mediana empresa privada también. Tenemos derecho a ser madres y a no ser discriminadas laboralmente por ello. Tenemos derecho a ser iguales que los hombres.
Ya no estamos en la prehistoria, cuando era obligación del hombre salir a cazar y traer la presa mientras la mujer se quedaba al cuidado de sus hijos, esperando a que el hombre llegara con la presa cazada para que ella la cocinara. Hoy en día nuestro mayor miedo no es el león ni el tigre de la sabana, sino ese hombre que sigue intentando humillarnos por nuestro género, hundiendo nuestra autoestima para conseguir que sigamos siendo sus criadas y negándonos el derecho de decidir. Aquellos que nos ven como sus obedientes sumisas. Aún queda mucho tiempo, pero sé que algún día no habrá diferencias entre hombres y mujeres. Debemos seguir luchando por nuestras hijas, por que algún día lleguen a conocer un mundo de igualdad. Un día en el que una adolescente no tenga que asistir a clases de defensa personal para poder defenderse ante un hombre en el caso de sentirse agredida. Todas juntas lo conseguiremos. Esta es mi lucha de hoy y hasta que mi corazón deje de latir.
Al final el tiempo todo lo borra y aquel suceso pasó a ser una historia más guardada en el cajón de los desperfectos de mi vida.
Al poco tiempo de estar trabajando en la empresa de transporte internacional de mercancías frigoríficas, decidí solicitar un préstamo para la adquisición de dos cabezas tractoras. Planteé un proyecto, junto con un análisis de probabilidades, para presentarlo en varias entidades bancarias. Debido a mi ambición, en un par de meses me examiné y obtuve la capacitación profesional de transporte internacional. Pensaba contratar a dos conductores profesionales y montar mi pequeña empresa de transporte internacional, paralela a la empresa en la que ejercía como contable. Mi objetivo era prestar servicios de transporte internacional enganchando mis cabezas tractoras a dos de los semirremolques frigoríficos de la empresa donde trabajaba y facturar por kilómetros recorridos a la empresa madre, que sería la que me suministraría los viajes y las cargas.
Cuál fue mi sorpresa cuando los dueños de la sociedad donde trabajaba, tras presentarles mi proyecto con toda mi ilusión, me negaron la colaboración por el sencillo hecho de ser mujer. Me explicaron de forma sarcástica, con palabras sordas y huecas que no me imaginaban cambiando el aceite o los filtros de mis cabezas tractoras ni haciendo un canje de neumáticos, por lo que les iba a acarrear más problemas que beneficios. Consiguieron derrumbarme, sin convencerme, y mis sueños de empresaria se esfumaron rápidamente como el humo de los cigarrillos que nunca me fumé.
A pesar de ello seguí intentando superarme para alcanzar mis metas mientras Raúl, sin embargo, se quedó apalancado. No terminó sus estudios, cada vez estaba más hundido y nuestras ambiciones cabalgaban por sendas opuestas. Mientras yo me dedicaba a ensayar con mi grupo de farándula, él aprovechaba para quedar con sus amistades y celebrar «santa birra»: se dedicaba a beber cerveza y emborracharse con sus contertulios. Siempre había un motivo de festejo para elogiar a «santa birra» (patrona de los borrachos de fines de semana). Nuestra relación cada vez estaba más deteriorada. Seguíamos saliendo juntos, aunque cada vez eran menos frecuentes nuestros encuentros íntimos. Las circunstancias propiciaron que nuestro vínculo evolucionara en sentido contrario y transformáramos nuestro amor y deseo en sencilla amistad. Llevábamos ya cinco años de noviazgo y comenzaba a aburrirme aquella unión estancada. Deseaba abrir mis alas y volar como los gusanos de seda al abandonar su capullo convertidos en mariposa. Todos mis anhelos se apoyaban en el ansia por conocer a gente nueva y cambiar de aires. Comencé a interesarme por otros chicos. Al principio no le di importancia a esas ideas; pensé que eran bobadas hasta que decidí sincerarme conmigo misma, hacer examen de conciencia y ser honesta, porque no era propio de mí el intentar flirtear con otros chicos teniendo novio. Ahí me di cuenta de que aquella relación estaba acabada y, aunque lo intentara, no podría salir a flote porque no se sostenía y pesaba demasiado.
Siempre fui ambiciosa con mis objetivos y metas en la vida, pero Raúl, por el contrario, era un chico bastante conformista. Le bastaba con poco y no tenía aspiraciones. No se interesaba por acabar sus estudios y ni siquiera se planteaba buscar trabajo. Era de esas personas que creían que algún día les tocaría la lotería o que un potentado llamaría a su puerta ofreciéndoles el mejor trabajo del mundo por su cara bonita.
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