Yolanda Veguilla Dávalos

Ave Fénix rumbo a Wall Street


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las Cortes por un conjunto de guardias civiles, dirigidos por el teniente coronel Antonio Tejero.

      Este intento de golpe de Estado venía perpetrándose desde hacía tiempo. Había una tensión permanente en el Gobierno de Adolfo Suárez, que no lograba contener los problemas derivados de la crisis económica, agravados por el crecimiento de la voluntad golpista en sectores del Ejército y de la extrema derecha. Este hecho, junto con las dificultades para articular una nueva organización territorial del Estado, las acciones terroristas protagonizadas por ETA y la resistencia de ciertos sectores del Ejército a aceptar un sistema democrático, sumió a España en una profunda crisis.

      Pronto se entrevió la debilidad creciente de Suárez dentro del propio partido, lo que propició su dimisión como presidente del Gobierno y UCD (Unión de Centro Democrático). Se inició el proceso de sustitución de Suárez y, tras una ronda de contactos con los líderes de los partidos políticos, el rey, Juan Carlos I, designó a Leopoldo Calvo Sotelo como candidato a la presidencia del Gobierno el 10 de febrero de 1981.

      La segunda votación nominal para la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del Gobierno dio comienzo a las seis en punto de la tarde del 23 de febrero de 1981. El primer diputado en emitir su voto fue José Manuel García Margallo, a las 18:23 horas, y tras él el diputado socialista Manuel Núñez Encabo. En ese momento se inició la Operación Duque de Ahumada, en referencia al fundador de la Guardia Civil. Doscientos guardias civiles irrumpieron en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, encabezados por Antonio Tejero, quien gritó desde la tribuna la famosa e histórica frase: «¡Quieto todo el mundo!» y ordenó a todos tirarse al suelo.

      El teniente general del ejército de tierra Gutiérrez Mellado se puso en pie y, dirigiéndose a Tejero, le ordenó que se pusiera firme y le entregase el arma. Tras un momentáneo forcejeo, Tejero disparó al aire y fue seguido de una ráfaga de subfusiles de los asaltantes.

      Gutiérrez Mellado ni se inmutó con el sonido de las armas, mientras que el resto de diputados obedecía las órdenes de Tejero. Tanto el diputado Santiago Carrillo como el presidente Suárez permanecieron sentados en sus escaños. Tejero, al ver la fortaleza de Gutiérrez Mellado, lo zarandeó y golpeó por la espalda, sin conseguir que cayera al suelo. Gutiérrez Mellado, como una lanza, se mantuvo en pie y volvió a su escaño.

      A las 19:40 horas el presidente Suárez fue expulsado del hemiciclo por Tejero y a las 20:00 horas otros cinco diputados fueron separados del resto: el vicepresidente del Gobierno, teniente general Gutiérrez Mellado; el líder de la oposición socialista, Felipe González; el segundo de la lista del PSOE, Alfonso Guerra; el líder del Partido Comunista, Santiago Carrillo; y el ministro de Defensa, Agustín Rodríguez Sahagún.

      Un operador de Televisión Española estuvo grabando el momento en directo, pero las imágenes no fueron transmitidas en directo. Estas tomas fueron transmitidas en diferido y se esperó hasta el total desalojo del Congreso para emitirlas en Televisión Española y más tarde al resto del mundo aportando la noticia.

      Técnicos y cronistas de la Cadena Ser relataron el asalto desde el interior del Congreso y dejaron micrófonos conectados grabando el sonido ambiente.

      Yo recuerdo aquella noche como «la noche de los transistores». Todos los españoles tenían la oreja pegada a la radio, con la tensión recorriéndoles de pies a cabeza por el miedo a un futuro inseguro e impreciso. Pasea por mi mente la imagen de mi madre nerviosa y con miedo y mi padre callado, mudo.

      Todo era temor; para muchos sonaban alarmas del pasado. Se olía el desasosiego en el ambiente. Toda España lloró el intento fallido de golpe de Estado. Yo tenía trece años de edad y también lloré, aunque sin conocimiento de causa, sin ser realmente consciente de la gravedad de lo que estaba sucediendo. Recuerdo que al día siguiente no fuimos al colegio ni mis hermanos ni yo. Algo muy desagradable tenía que estar ocurriendo en España para que mi madre aprobara la decisión de mi padre de que no asistiéramos al colegio.

      Poco después del intento fallido de golpe de Estado, cuando las aguas volvieron a su cauce, mis padres intentaron mudarse a las afueras de Sevilla porque ya éramos cinco hermanos y no había espacio en aquel minúsculo piso de la tercera planta del barrio del Cerro del Águila. Todo el dinero que mi padre ahorraba era para la compra de una casita unifamiliar en Dos Hermanas, un pueblo o ciudad dormitorio en la periferia de Sevilla, que por aquella época estaba en expansión. Se pusieron de moda las urbanizaciones de viviendas unifamiliares pareadas con jardín propio exterior y todo el mundo quería ser propietario de una de ellas, todos los ahorros eran invertidos en la nueva vivienda, así que tuve que comenzar a confeccionar y coserme mi propia ropa porque en casa no había dinero suficiente para comprar ropa confeccionada. En mi caso el aprender a coser fue una necesidad. Nunca me gustó y quizás por ello en la actualidad lo considere una tarea odiosa. Prefiero hacer mil cosas que para otros pudieran resultar desagradables antes que enhebrar una aguja para coser un dobladillo. Fui la única nieta de mi abuela Carmela que aprendió a coser y a la única que permitió utilizar su preciosa máquina de coser, una preciada y valiosa reliquia de su oficio de costurera, que me cedió a su fallecimiento y que aún conservo guardada, a la espera de encontrar al perfecto ebanista que me replique exactamente el mueble de madera que la sostenía comido por las polillas. Tengo en la mente el rincón adecuado de mi casa donde colocarla y que me traerá a la memoria aquellos largos y maravillosos días en casa de mi abuela paterna. No sabría explicar por qué me gustaba tanto estar en su casa. Quizás fuera por la presencia cercana de mis primos hermanos, que vivían en el mismo edificio, un piso más arriba, o porque cuando la visitaba me sentía liberada y única, porque tanto mi abuela como mi tía Concha se esforzaban en hacerme sentir bien y en concederme caprichos que en casa no me permitían.

      Mis padres decidieron que nos mudáramos a Dos Hermanas en la primavera de 1981, poco antes de que yo cumpliera catorce años. Nada cambió. Nunca tuve amigos a los que considerar como tales, por lo que no dejaba nada atrás. No hubo tristes despedidas, por lo que no me dolió aquella mudanza. En nuestra nueva casa conocí a tres niñas vecinas que rondaban mi edad, dos de ellas hermanas, Eva y Marisa, y la tercera era María José. Pronto congeniamos, nos hicimos amigas y comenzamos a salir.

      Mi hermano Agustín se sintió feliz pensando que ahora, al vivir en una casa, no habría obstáculos para adoptar a un perro porque había más espacio y disponíamos de jardín. Una pequeña perrita de raza fox terrier, que llamamos Saray, comenzó a llenar esos huecos áridos y desiertos en el corazón de mi hermano, consiguiendo su actual amor por los animales, que a día de hoy le ha llevado a ser campeón mundial de ornitología por dos años consecutivos, 2017 y 2018, en la especialidad de canario rojo-alas blancas, y campeón nacional en 2018 en la misma especialidad.

      Mi hermano y aquella perrita eran solo uno. Él la adoraba y se desvivía por ella.

      Un día, mientras jugábamos en el jardín todos juntos, mi hermano Juanmi comenzó a llorar repentinamente porque Saray le había arañado la pierna sin intención. Mi padre, al ver a su hijo pequeño llorando, cogió a la perra, la metió en un saco y se la llevó a un campo cercano andando, donde intentó ahorcarla dejándola atada a la rama de un árbol. Mi hermano Agustín lloraba de la rabia e impotencia al ver volver a mi padre sin su perra, pero cuál fue nuestra sorpresa cuando Saray se deshizo de las cuerdas que la ataban y volvió a casa sola. Mi padre, al ver de nuevo a la perra, la volvió a agarrar y esta vez se la llevó acompañado de una pala. Mi hermano Agustín tuvo que hacer de tripas corazón para no enfrentarse a mi padre y forcejear con él hasta arrancarle la cabeza con aquella pala. Saray nunca más volvió a casa. Mi hermano desde ese momento comenzó a odiar a mi padre como nunca antes y jamás se lo perdonó. Yo lo acompañaba en el sentimiento. A raíz de aquella situación la relación con mi padre se hizo más áspera, fría y carente de afecto.

      Por aquel entonces yo disfrutaba de una melena negra, que me llegaba a la cintura. Mis nuevas amigas me tachaban de anticuada. Ansiaba tanto su compañía que no podía defraudarlas y accedí a un cambio de look porque había que ser moderna. La madre de mis amigas Eva y Marisa, que era peluquera, me cortó el pelo y me lo rizó. Había transformado mi físico tipo Penélope Cruz en algo parecido a Michael Jackson de niño con rulos. No me favorecía en absoluto. Lloraba sobre mi almohada todas las noches