Yolanda Veguilla Dávalos

Ave Fénix rumbo a Wall Street


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también socialista, además de masón y homosexual.

      El falangista Pablo Fernández Gómez tuvo un consejo de guerra, en el que fue hallado culpable por el asesinato de mi bisabuelo y fusilado el 27 de junio de 1942 (La justicia de Queipo de Llano (2006), por Francisco Espinosa. Página 180).

      Volviendo a mi novela, he de explicar que tuve una infancia corta, me convertí en la hermana mayor al nacer mi primer hermano, Agustín. Sí, siempre fui la hermana mayor y medio madre de mis cinco hermanos. Mi madre al parecer era muy fértil: se quedaba embarazada con facilidad. Se casó el 8 de diciembre de 1966, con diecinueve añitos. Mi padre era siete años mayor que ella y mi nacimiento no se hizo esperar. Ahí estaba yo, asomando la cabecita el 7 de septiembre de 1967, nueve meses justos desde el día de su boda. Ella se enorgullece cuando me cuenta que llegó al matrimonio virgen. Al detallármelo me hace reír. Me la imagino como a una gitanilla camino al ritual del pañuelo el día de su matrimonio. El acto de dar a luz se convirtió para ella en un suceso rutinario que se producía anualmente, como la ITV de los coches. Menos mal que a partir del tercer parto el tiempo entre embarazos se prolongó en cinco años. Esta dilatación del tiempo entre concepciones la relaciono con la invención de la televisión a color. Pienso que, de no haberse inventado, sería la mayor de una piara de doce churumbeles mocosos. No sé cómo se trataría la planificación familiar en los años 70, pero, visto lo visto, los anticonceptivos estaban restringidos a una pequeña porción de la población.

      Desde muy pequeña descubrí lo tremendamente difícil que es mantenerse estoico en el camino de la vida, ese viaje que para unos pocos es recto y asfaltado y para otros muchos está lleno de baches, charcos e inundado de polvo, hasta tal punto que hay momentos en que hasta lo masticas y lo sientes en tu garganta como el sabor a sangre. Así que, por muy torcida y empedrada que se te presente la senda que recorrer en tu vida, tienes que ser lo suficientemente inteligente para calzar los zapatos adecuados y pisar fuerte sin perder el ritmo, acompañando al unísono a los latidos de tu corazón.

      De vez en cuando mi mente le susurra al pasado y a veces, aún a día de hoy, me da por manosear el libro de fotos de mi vida, que conservo en una de las estanterías de mi pequeña librería, y las repaso una a una, intentando recordar el momento exacto y las circunstancias en que sucedieron. En casi todas ellas aparezco como una niña de aspecto frágil, muy delgada y quebradiza, con cierta tristeza en la mirada y pensativa. Al verme estampada en la foto intento entrar en mí misma a través de mis ojos inocentes del pasado y es inmensa la sensación de pesadumbre, aflicción y pesar que se apodera de mí, sin consuelo, haciendo rodar mis lágrimas por las mejillas, sumiéndome en una profunda congoja.

      Nunca tuve muchos amigos, quizás debido a mi personalidad reservada y distante, que me hacía apartarme, por lo que no solía entremezclarme con las niñas del colegio para bailar sevillanas, saltar la comba, jugar al elástico o a la lima durante el recreo de la escuela. Me aislaba por decisión propia de las niñas de mi entorno porque, por costumbre, se solían reunir en corrillos para cuchichear o criticar a otras compañeras. Aquella actitud me producía malestar y nunca me pareció correcta. Ya desde pequeña asimilé que los niños son crueles por naturaleza y siempre, desde que abrimos los ojos después de ser paridos y el primer rayo de sol se clava en nuestras pupilas, nos precipitamos con decisión al estrellato o al fracaso como las tortugas marinas al salir de sus huevos en la orilla de las playas rumbo al mar.

      Desde nuestra más tierna infancia hemos intentado sobresalir y destacar de entre los demás y ser líderes. Algunos lo consiguen desde muy pequeños y así triunfan, colocándose en el primer puesto del chico más popular de clase. En mi caso los tiros no iban por ahí, ya que por desgracia una de mis hermanas, tres años más pequeña que yo, nació con hipoxia cerebral. Malditas esas vueltas de cordón umbilical en su cuello, maldito aquel día tras un parto muy difícil y complicado. Había nacido muerta, el color de su piel era morado, no respiraba. ¿Por qué? ¿Por qué ella no tendría ni siquiera capacidad para dirigirse a un horizonte o futuro al que poder mirar de frente y preguntarle cara a cara: «¿Por qué a mí?»?

      En nuestra sociedad, y más en aquellos años, lo prioritario para los médicos era la supervivencia, sin importar las consecuencias. Mi madre me cuenta que mientras alumbraba, con sus piernas colgando del potro y aun estando medio sedada por los efectos del goteo, recuerda las malas caras de los médicos, mirándose unos a otros. Sus palabras no eran muy halagüeñas, pero no perdieron los ánimos y, después de varios intentos, consiguieron reanimar a mi hermana recién nacida y devolverla a la vida tras unos minutos interminables. Era una niña preciosa, pero las secuelas no tardaron en aparecer: a los dieciocho meses aún no andaba, ni siquiera lo intentaba, y tardó más tiempo de lo habitual en hablar. Cuando lo hizo, sus palabras eran inconexas e intercambiaba sílabas dentro de la misma palabra (signo evidente de una dislexia severa). Esta disfunción neurológica no visual, junto a una inmadurez cerebral grave, fueron algunas de las secuelas sufridas por la falta de oxígeno en su cerebro, que empeorarían aceleradamente en su pubertad.

      Tras el nacimiento de ésta mi madre ya estaba desbordada de responsabilidades. Era demasiado joven: tenía veintidós años y tres hijos a los que atender, por lo que no daba abasto. Centró su atención en mi hermana pequeña. Sabía que era diferente y se atormentaba por ello. Se sumió en una pequeña depresión y la atención tanto para mi hermano Agustín como para mí pasó a un segundo plano. Nosotros nos bastábamos solos y siempre estábamos juntos, jugando o peleándonos como amigos. Aquellas Navidades los Reyes nos regalaron un caballo balancín, que ambos peleábamos por montar. En uno de los arrebatos mi hermano me tiró del caballo de una sacudida y caí al suelo, apoyándome sobre mi brazo derecho, fracturándome el cúbito y el radio. Me quejé, lloraba; pero mi madre pensó que sería una pataleta más, por lo que no le prestó demasiada atención al incidente. Demasiado tenía encima por las incapacidades psicológicas de mi hermana como para darle importancia a una tonta caída. Al no recibir atención me acostumbré al dolor, inutilicé mi brazo derecho y aprendí a desenvolverme con el izquierdo. Mi madre estaba tan inmersa en sus tareas que no se había percatado de mi minusvalía. Fue a la semana siguiente cuando nos vino a visitar a casa mi tía Concha, la hermana pequeña de mi padre, y alertó a mi madre de que algo me ocurría en el brazo, porque observó que cogía la cuchara para comer con la mano izquierda. Fue entonces cuando me llevaron al hospital y me escayolaron el brazo derecho.

      La verdad es que mi hermano y yo éramos unos perfectos diablillos y mi madre estaba cansada de tanta travesura junta y encadenada. En una ocasión, jugando con legumbres, nos apostamos a ver a cuál de los dos le cabían más garbanzos en los orificios de la nariz. No recuerdo quién ganó la apuesta, pero lo que no olvido es cómo acabamos en urgencias y por poco nos meten en quirófano porque el taponamiento era tal que no había forma de sacar ni con pinzas los dichosos garbanzos, que ya comenzaban a ablandarse y por poco hasta enraízan. No teníamos horas suficientes en el día para ingeniar tantas trastadas. Estábamos muy unidos y así fue como nos convertimos en uña y carne hasta el día de hoy. Sé que siempre nos apoyaremos mutuamente para ayudarnos y en defensa de la verdad por encima de todo.

      A los cinco años mi hermana comenzó su andadura escolar como cualquier niño, pero la diferencia con otros chiquillos era que a ella sus compañeros la maltrataban por ser diferente; se reían de ella porque debido a su dislexia parloteaba palabras con sílabas desordenadas y era causa de mofa. Ella a esa edad aún no era consciente, por lo que no se molestaba y siempre mostraba su preciosa risa, ajena al veneno escupido por aquellos críos insensibles y crueles, bien educados y copias perfectas de sus padres. Para ella tanto la lectura como el cálculo matemático básico eran un reto insuperable y sus maestros tenían por costumbre reprenderla y castigarla arrebatándole el recreo, excusándose y orientando el motivo de sus inhumanas decisiones a no haber leído bien, haber escrito mal el copiado o fallar en el cálculo de las sumas y las restas. Si esa situación se hubiera dado en la actualidad, se diría que sufrió bullying, pero en aquellos años los psicólogos no se dedicaban a estudiar este tipo de acosos. Ni siquiera se pensaba en ello como un hostigamiento ni los maestros tenían la sensibilidad necesaria para poner coto a tales comportamientos e incluso eran partícipes.

      Durante los recreos yo iba en su busca, me colaba sin ser vista en su clase y la ayudaba con las tareas porque no soportaba que se rieran de