que accedí a contarle a un clérigo mis culpas, inventadas o no. Hoy en día, cuando algún acto me hace tanto daño que trastorna mi conciencia, acudo a un psicólogo para que me enseñe a aprender a vivir con mi culpa, perdonarme y aceptarme a mí misma después de haberme dejado la mitad de mi sueldo en su consulta.
Imagino que debe de ser difícil y pesado para un sacerdote tener que cargar a su hombro con el saco de todos los pecados de su comunidad. Allí almacenan todas las infidelidades, lujurias, envidias, egoísmos, avaricias, soberbias, perezas e inocencias infantiles. Son los portadores de muchísimos hechos que a veces son tan dolorosos que supongo la dificultad de su carga bajo el secreto de confesión.
Para mí el misterio de la comunión consistió en tener que inventarme un pecado para contárselo a mi sacerdote y profesor de Religión, don Antonio, que me absolvió de mi mal acto prohibido por la Iglesia y que, como colofón, me hizo abrir la boca para sacar la lengua y recibir la hostia. Esta solemne fiesta era un acto privado de fe, en el que se supone que Jesucristo venía de fuera a tu espíritu y estaba contigo un par de minutos y luego se iba. Hay personas que sienten la fe, creen en Dios y lo utilizan como una tabla salvavidas en momentos de desastres. Los creyentes hablan de una unión con Dios muy especial, comparable al acto de amor que une a dos esposos en una sola vida. Otras personas, sin embargo, no pueden porque, por más que se afanen por encontrarlo, nunca lo vieron ni lo sintieron. No es necesario ofender a nadie por pensar diferente y aún sigo creyendo que lo que para unos es Dios para otros es la grandeza de la bondad y la naturaleza y la fuerza del ser humano por ser solidario y capaz de respetar todas las culturas y creencias en armonía.
El día de la celebración mi madre me vistió con un vestido blanco de comunión, comprado o prestado de una de mis primas (no lo recuerdo bien), y tras la ceremonia religiosa marchamos a casa a comer chocolate con churros y café para los mayores. Éramos felices; todos reíamos en el salón de mi casa con los chistes de mi tío Paco. El mejor recuerdo de aquel día fue la fotografía en la que se nos ve a mi hermano y a mí juntos, de la mano, en el portal de casa, con un vestido blanco impecable y un cardenal que me ocupaba media frente, de color entre verde amarillento y violáceo y que aún parecía más morado en comparación con el blanco inmaculado del vestido. En el momento de sacar la tarta de comunión, pilló a todos por sorpresa la explosión de la cafetera en el fuego de gas, dejando tanto el techo como los azulejos de la cocina todos tiznados de café. Menos mal que no pilló a nadie en la cocina en el momento del reventón.
Agradecí la presencia de mis abuelos paternos en la celebración. Mi abuelo Antonio estaba feliz por la presencia de gran parte de la familia. A Franco le quedaba poca vida y era como si él lo intuyera. Pronto Franco sería historia. En su cabeza rondaba el miedo por un futuro incierto como, imagino, rondaría por la cabeza de todos los españoles.
Por aquellos años, algunos fines de semana mis padres nos llevaban de paseo al parque de María Luisa o a la plaza de España y allí jugábamos con las palomas. Mi madre, al recordármelo, siempre hace referencia a una frase con la que se reía mucho y que mi hermano Agustín repetía constantemente años atrás, tras sus primeros contactos con las palomas a los tres o cuatro años de edad: «Ay, hermana, corre. Corre, que se me caen los saquetines y me pican las palomas». Con los saquetines se refería a sus calcetines, pero debido a su media lengua por su corta edad no lo pronunciaba correctamente. Aprendimos a disfrutar del contacto con las palomas y así comenzó nuestro amor por los animales. De vez en cuando nos llevábamos a casa alguna paloma sin que se percataran los vigilantes y nos contentaba cuidarla en casa. La enjaulábamos en la terraza y le dábamos de comer. Disfrutábamos cuidándola y era nuestro mayor tesoro. Más de una vez, al llegar a casa tras salir del colegio, la paloma había desaparecido. Según mi madre, se había escapado de la jaula y se había ido volando. ¡Qué casualidad que siempre el día que se fugaba una de nuestras palomas había para comer puchero con carne de gallina! A la hora de la comida mi hermano y yo nos mirábamos desconfiados, cómplices, y centrábamos nuestra mirada en la gallina, que adornaba el centro de la mesa como la pringá del puchero. Mi madre nos obligaba a comérnosla, intentando engañarnos, pero nosotros intuíamos que aquella gallina era nuestra paloma y se nos quitaba el hambre por completo. No podíamos comérnosla. Nuestro estómago se encogía y se quejaba de hambre y fatiga. Llorábamos desconsolados y nos retirábamos sin probar bocado porque nos dolía demasiado imaginarnos a nuestra paloma desmembrada y masticada dentro de nuestro estómago. Los dos sufríamos y no llegábamos a entender cómo era posible que nos causara tanto dolor algo que a mis padres les producía risa.
No rieron tanto aquel 20 de noviembre de 1975, cuando se anunció la muerte de Franco. Creo recordar que fue la primera vez en mi vida que noté verdadera preocupación en la cara de mis padres. Ese día no fuimos al colegio. En la primera cadena de TVE se transmitía la capilla ardiente del dictador: un sinfín de personas daban su último adiós al caudillo. Me impactó muchísimo la visión de aquel señor vestido de militar dentro de una caja oscura y abierta, forrada en su interior de satén o seda blanca. Lo comparaba con Drácula. Era la primera vez que veía a un difunto de verdad y no como los de las películas.
Mis padres lo vivieron nerviosos y con miedo, tanto o más que dos años antes, el 20 de diciembre de 1973, cuando se perpetró por parte de ETA el asesinato de Carrero Blanco, en lo que se conoció como Operación Ogro. Aquel asesinato impactó enormemente a la sociedad española, ya que supuso el mayor ataque contra el régimen de Franco desde el final de la guerra civil española, en 1939. El coche del presidente del Gobierno, Carrero Blanco, un Dodge Dart negro sin blindar, saltó por los aires tras una enorme explosión justo debajo del vehículo. Todo el mundo estaba confuso. ¿Una explosión de gas? El automóvil saltó a más de veinte metros de altura y se encontró en la azotea del convento de los jesuitas, donde el presidente aún seguía vivo, muriendo a los pocos minutos en el hospital.
Aquel coche voló literalmente. Aquel espectacular ascenso de un coche oficial hasta una terraza no se había visto nunca antes ni en ninguna película de acción. Fue impactante para la sociedad española.
Tras la muerte del caudillo se produjo la transición española. Fue un periodo en el que se llevó a cabo el proceso en el que el país dejó atrás el régimen dictatorial del general Francisco Franco y pasó a regirse por una constitución, que restauraba la España democrática y que constituía la primera etapa del reinado de Juan Carlos I, designado seis años antes por Franco como su sucesor «a título de rey». Adolfo Suárez, como presidente del Gobierno, sería el encargado de entablar las conversaciones con los principales líderes de los diferentes partidos para instaurar un régimen democrático en España. El 9 de abril de 1977, Adolfo Suárez, en un paso de gigante en el proceso de democratización que había iniciado meses antes, había legalizado el Partido Comunista.
Así fue como mi abuelo me llevó a mi primer mitin político, el 13 de mayo de 1977 en Sevilla (40.000 personas). Allí estaba Santiago Carrillo y lo que le importaba en aquel momento: la consolidación de la democracia y mostrar al PCE (partido comunista español) como democrático, nacional y reconciliador. Disfruté sentada a hombros de mi abuelo, con mi puño derecho levantado y gritando a destajo una y otra vez, como si la vida se me fuera en ello: «Así se ve la fuerza del PCE». Parecía un lorillo, repitiendo una y otra vez lo que oía decir a la multitud sin entender nada de política. Más tarde, con los años, tuve mis diferencias políticas conmigo misma y fui saltando en mi voto de un partido político a otro, determinando en cada momento qué sería más acertado en esa ocasión para España.
Con diez años de edad ya estaba bien aleccionada en política, pero aún no tenía claro el camino a seguir. Nunca fui amiga de discutir de política porque, con mi mayoría de edad, a mis amigos los apreciaba por lo que significaban para mí como personas, sin tener en cuenta a qué partido político votaban. Y así tenía tanto conocidos que se confesaban revolucionarios comunistas, danzaban pintando fachadas con mensajes antifascistas, repartiendo propaganda y pegando carteles comunistas antes de elecciones, como otros amigos, los que asistían los domingos a la iglesia y en Nochebuena no se perdían la misa del gallo, les gustaba vestir de chaqueta y eran seguidores de tradiciones tan nuestras como la Semana Santa de Sevilla o la romería del Rocío.
1981