Yolanda Veguilla Dávalos

Ave Fénix rumbo a Wall Street


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amigas eran niñas felices. Yo notaba la diferencia de sus familias a la mía. Sus padres se preocupaban por su felicidad, hablaban y se reían con ellas, les compraban ropa y zapatos y disfrutaban de una paga mensual para sus gastos de quinientas pesetas y así podían pagar su cuota mensual como socias de la casa de la juventud y les sobraba para tomarse un refresco si les apetecía. Yo, sin embargo, no tenía paga. Mi madre a duras penas conseguía recaudar cien pesetas al mes para mí, para poder pagar la cuota de la casa de la juventud o comprarme algún conjunto de ropa.

      Con mis amigas hice mis primeras incursiones en pandillas adolescentes y lloré mis primeros amores platónicos, tumbada en mi cama con la música y canciones de fondo de Los Pecos, Iván o Pedro Mari Sánchez.

      Poco a poco fui apartándome de ellas porque sentía vergüenza al salir sin dinero, además de que mi padre era el único que nunca estuvo dispuesto a recogernos en coche a la vuelta de nuestras salidas. Por aquel entonces Dos Hermanas no disponía de transporte desde el centro del pueblo hacia las afueras, donde yo vivía, por lo que dependíamos de nuestros padres para poder desplazarnos de noche. Durante el día no había problema, a pie se llegaba a todos sitios, pero de noche siempre acechaba el peligro de agresiones sexuales y los padres se turnaban para recogernos. Excepto el mío.

      Llegué a culparme, pensando que era la causante del distanciamiento de mi padre hacia mí. Más tarde comprendí que sufría algún tipo de trastorno que lo había traumatizado en su infancia de posguerra y que no debía condenarme por ello. Había algo dentro de su cabeza que no terminaba de encajar, como si los engranajes estuvieran oxidados y lo privaran de sentimientos. Mi madre nunca lo asumió y aún a fecha de hoy, que mi padre sufre un avanzado alzhéimer, sigue sin reconocerlo. He intentado hablar con ella en más de una ocasión para explicarle cómo me sentía en aquella época y sigue sin querer escuchar. Hace oídos sordos e intenta que nadie pisotee lo que ella siempre consideró un marido perfecto y padre ejemplar. Jamás tuve una conversación con mi padre. Nunca hablamos de nada. Tenía bien asimilado que su única misión en esta vida era que no nos faltara comida, pero ¿y lo demás?: el amor, el cariño, la confianza. No, no era como otros padres, que disfrutaban con la compañía de sus hijos. A él le molestábamos. Siempre estaba huraño, enfadado, gritando y de mal humor. No le incomodábamos solo nosotros; era su carácter amargado por naturaleza: se irritaba con excesiva facilidad por hechos que no lo merecían, como un portazo por una corriente de aire o el arrastrar una silla por el suelo porque pudiera arañarlo. Le molestaba todo. Se enojaba incluso al rozarnos por el quicio de una puerta porque pudiéramos rayarla. Además, estaba obsesionado con el dinero. Solo quería ahorrar. No disfrutaba viviendo; solo pensaba en guardar dinero para no sé qué. No disfrutaba de los pequeños placeres de la vida. Su principal obstinación consistía en atesorar cada vez más y más dinero por si algún día lo necesitaba.

      Mi madre, después de mudarnos en el verano de 1982, volvió a quedarse embarazada, de su sexto hijo. Este embarazo la disgustó bastante pero no tanto como el anterior, mi cuarta hermana, su quinto hijo, a la que llamó Irene. De este penúltimo embarazo recuerdo que no fue para nada deseado, mi madre no sabía cómo deshacerse de él y en más de una ocasión saltó desde lo alto de una mesa para posibilitar un aborto de forma natural. Aquel embrión estaba bien agarrado y por más que lo intentó, sus artimañas no funcionaron. Recuerdo que mis padres estaban tan desesperados con la idea del nacimiento de mi hermana Irene que incluso pensaron en viajar a Londres donde le podrían practicar un aborto. Al final, creo que por miedo, aquella idea quedó en el olvido. Los familiares la consolaban y tranquilizaban, repitiéndole constantemente: “no hay quinto malo, donde comen cuatro, comen cinco”, así finalmente nació mi hermana Irene. Su sexto y último embarazo aunque tampoco fuera el más deseado, lo vivió de forma diferente, no había tanta presión ya que tras la mudanza había más espacio en casa. A mí la noticia no me sorprendió, ya que aquel era su estado natural desde que tengo uso de razón.

      Durante las vacaciones escolares, decidí pasar el verano con mis primas hermanas de mi edad, ya que me había alejado de mis amigas y no tenía con quién relacionarme porque comenzaron a salir con chicos y yo no encajaba. Me sentía como el Patito Feo de la película. En alguna que otra ocasión salían juntas con sus nuevos amigos y parejas y por supuesto, un número impar, no era un buen aliado en aquella pandilla, así que nuestra relación se fue deteriorando, algo muy normal a esa edad en la que comienzas a descubrir a los chicos y dejas un poco de lado a tus amigas.

      Recuerdo aquel verano como uno de los mejores de mi vida. Mi tía Josefa, hermana de mi madre, me acogió en su casa y me sentía feliz y querida. Siento por ella un amor especial. Mi tía había sufrido mucho, ya que era madre de tres niñas, a las que había sacado adelante ella sola con un jornal de limpiadora porque echó a su marido de casa cuando estaba embarazada de su tercera hija al enterarse de que le era infiel porque tenía una amante.

      Ella no vivía con lujos, pero a sus hijas y a mí no nos faltaba de nada, sobre todo amor. Siempre se acostaba temprano porque al día siguiente tenía que madrugar para trabajar. Nunca hubo diferencias en el trato entre sus hijas y yo. La quiero y respeto como a una madre. Mi madre puede sentirse muy orgullosa de su hermana.

      Vienen a mi memoria recuerdos de aquel verano de 1982, cuando salía por las tardes a pasear con mis primas Loli e Isabelita. No teníamos problemas. Nos dedicábamos a maquillarnos sin saber, hasta que aprendimos; comenzábamos a utilizar las cuchillas de afeitar para acicalar nuestras axilas y nuestras piernas y disfrutábamos de todo. El ambiente era perfecto, siempre rodeado de risas. Era la nueva «chica» del barrio. Todos los chicos acudían como las moscas a la miel para conocer a la nueva prima. Así fue como conocí a mi primer amor, un chico cuatro años mayor que yo. Con Francisco Javier descubrí y despertaron nuevas sensaciones, escondidas y desconocidas hasta entonces para mí. Con solo su mirada y sus palabras conseguía encandilarme casi al extremo de la hipnosis. Sentía, solo con el roce de sus manos en mis manos, un calor interior creciente, que no llegaba a comprender. Así pasé aquel verano, entre sofoco y sofoco, tanto por el calor de Sevilla como por aquel otro fuego de pasión que me quemaba por dentro.

      Casi al terminar el verano nuestros encuentros eran cada vez más íntimos y nuestros deseos, cada vez mayores, pero me negaba a ir más allá de besos o caricias porque a esa edad todavía colgaba de mis espaldas el peso de la cruz de la religión y creía que el solo hecho de besarnos o abrazarnos era pecado y que tarde o temprano deberíamos pagar por ello.

      Un día me propuso ir un poco más allá en el camino de mi inexperta sexualidad, pero por temor y mucho miedo a lo desconocido no accedí. Era pequeña y me fui distanciando, sorprendida y asustada por la reacción de mi cuerpo, que actuaba por instinto, sorprendiéndome y castigándome porque sufría una batalla interior entre lo que dictaba mi cabeza y lo que deseaba mi cuerpo. Me negaba a dar rienda suelta a mis sentimientos porque siempre me gustó llevar el control de todo y si algo escapaba a mi control lo abandonaba. Hoy en día muchas veces siguen machacándome esos recuerdos y pienso: «Fuiste tonta e imbécil; lo deseabas como nunca habías deseado a nadie y lo dejaste marchar por miedo a lo desconocido». El primer amor verdadero es precioso, pero yo lo estropeé por no acceder a mis propios deseos, que aún a día de hoy me siguen quemando, de lo que me arrepentiré hasta el fin de mis días.

      Aquellos temores eran infundados. Desde pequeños, en los colegios de aquella época nos instruían y machacaban haciéndonos creer que el placer sexual era pecado. La religión siempre estuvo presente en todo, incluso en la decisión de mi nombre. Mis padres me bautizaron. Según cuenta mi madre, ella quiso llamarme solo Yolanda, pero la Iglesia no permitía un nombre de mujer no bíblico sin la coletilla de María. Era una obligación en aquellos tiempos, al igual que la asignatura de Religión, que era impartida por sacerdotes, tanto en colegios públicos como privados.

      1986

      Al finalizar el verano de 1982, mi relación con mi primer amor había terminado y en septiembre decidí formarme cursando estudios superiores de Administración y Dirección de Empresas y obtuve algún que otro diploma de Administración Contable y Fiscalidad. Durante mi periodo de estudiante (década de los 80-90), uno de mis profesores, precisamente el que impartía la materia de Economía, de unos treinta y pocos