Alexandre Jollien

¡Viva la libertad!


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proporcionarnos armas renovadas: ¡nos vemos tan desprovistos a la hora de ayudar a las personas que luchan contra las dependencias! La cuestión es saber qué sucedió con anterioridad al cambio, algo que las personas no siempre perciben con claridad. ¿Ha habido un tiempo de incubación, de preparación? ¿Es factible que pueda darse el clic de decirse a sí mismo: «esto no puede continuar así», sin haber hecho ningún esfuerzo previo? ¿O es que viene precedido en general de una incomodidad que ha durado semanas, o meses, y de una progresiva evolución de la conciencia, antes de llegarse al punto de inflexión?

      Matthieu: Según la amiga que me confió su testimonio, ese clic fue el punto culminante de esfuerzos continuados y de momentos progresivos de toma de conciencia, de pequeños pasos que representaron otros tantos minidesapegos con respecto al objeto de adicción. Hay un tiempo de incubación durante el cual la intensidad de la incomodidad aumenta en relación con el placer de la adicción, por atenuado que sea este. Cuando se hace patente que los inconvenientes se han hecho intolerables, se ha alcanzado el punto de inflexión. Pasa un poco como con la fruta madura. Si quieres coger una manzana cuando aún está verde, romperás la rama por una manzana que resulta incomestible. Cuando el fruto está maduro, apenas lo rozas te cae en la mano.

      LA DEPENDENCIA AFECTIVA

      Alexandre: El humano es un ser de vínculos, abierto, sensible, no es causa sui… ¡para bien y para mal! El mal reside quizá en la dependencia, en las carencias afectivas, las proyecciones, los malentendidos, las esperanzas frustradas. Los vínculos con los demás a menudo se agrían. Por no hablar de esas relaciones tóxicas que nos amargan sencillamente la vida. En este terreno, un amigo me proporciona una lección muy valiosa… Cada vez que va a visitar a su madre a una residencia de mayores, se prepara, como él dice, para «descender a la fosa contaminada de Chernóbil». Y añade: «Me espero a recibir en plena cara una montaña de ondas negativas, un cargamento de reproches, una carretada de críticas». Y Dios sabe que él quiere a su madre, razón por la cual hace todo lo que está en su mano por evitar arruinar la relación. Se arriesga a introducir un poco de libertad en el corazón del caos. ¿Cuántas veces en nuestra vida nos apegamos a personas que no nos dan más que migajas de afecto, sin colmar jamás nuestro corazón? Lo que es peor, somos capaces de unirnos, de atarnos a mujeres y a hombres que tiran siempre de nosotros hacia abajo.

      Swami Prajnanpad lo resume así: un perro volverá siempre a su amo con la esperanza de obtener su escudilla de comida, aun si el hombre es un desalmado que le pega. Por fidelidad, por necesidad, el buen animal está dispuesto a encajar los crueles golpes, a volver a recibir una y otra vez las consabidas palizas, a encadenarse a su verdugo. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a soportar para satisfacer nuestras necesidades y obtener por fin esa ración que tanto necesitamos? A falta de un amor incondicional que nos colme, podemos apostar que hay muchas personas dispuestas, y yo la primera, a arrastrarse para recoger unas pocas migajas. De ahí el serio peligro de la dependencia, de la alienación.

      Por fortuna, hay mil y un caminos que nos liberan de esta prisión. ¿Por qué habríamos de otorgar a nadie el derecho de vida o muerte sobre nuestra alegría? ¿Quién nos manda delegar nuestra paz interior? Spinoza, una vez más, nos aleja de todo tipo de charlatanería. Es gracias a un afecto mayor, escribe, como conseguimos vencer una pasión triste. Sí, para desactivar un apego nocivo, sin agotarse en la lucha, lo mejor es abrazar una aspiración mayor, más extensa: el deseo de rodearse de amigos, de salir adelante, de entablar relaciones auténticas, de caminar hacia el Despertar, por ejemplo. Esta ascesis gozosa nos saca, poco o mucho, de todo eso que tú tan bien has explicado, Matthieu, del deseo por el deseo, de esos esquemas que se convierten en bucles.

      La relación con el cuerpo es crucial. Si no podemos tragarnos, si nos odiamos a nosotros mismos, ¿cómo no echarse en brazos del primero que llega, buscando en él una especie de dispensador automático de recompensas, de apósitos? Y ya no es a esa otra persona a la que quiero, sino una imagen idealizada de ella, un fantasma.

      A propósito de escudillas y de migajas, no puedo silenciar en este punto un episodio gracioso de mi vida, que ya he contado en un libro (La Sagesse espiègle: «La sabiduría traviesa»). Al volver de Corea, me encapriché con un buen hombre, al extremo de perder hasta el último gramo de libertad. Todos los días, cuando daban las tres de la tarde, me mandaba un aviso por Skype. Era mi ración, mi dosis. Quería convertirme en ese hombre, robarle su silueta, su figura tan ligera, tan hermosa, tan bien formada. En la misma exacta medida en que me despreciaba a mí mismo, adoraba a mi ídolo. Completamente desorientado, sin saber hacia quién volverme, tuve que apelar a no pocos recursos para apartarme de aquella pertinaz adicción. Acompañado de los escritos de Chögyam Trungpa, intenté adoptar la postura del mecánico y analizar aquel completo desmán sin hacer de ello un drama, sin hundirme por entero en la culpabilidad, ni pensar que estaba condenado para siempre, acabado. También fue gracias a ti, querido Matthieu, como pude mirar cara a cara aquel vínculo que ya no me proporcionaba ningún placer, que secaba y corrompía el corazón de mi vida cotidiana. Con el fin de recobrar una salud duradera, tuve que probar finalmente numerosas vías, tomar diferentes caminos para acabar con aquel monopolio afectivo y descubrir una gaya ciencia, la capacidad de decir sí a un cuerpo discapacitado, al elemento trágico de la existencia, a optar con valentía por un amor incondicional que me permitiera recoger y dar afecto en todo lugar. Sí, hay mil y una maneras de liberarse, de escapar de nuestras prisiones. Y la herida jamás es vergonzosa.

      Matthieu: Es fundamental no estigmatizar los trastornos psíquicos, la adicción y la depresión en particular, como taras o faltas de las que nosotros fuéramos enteros responsables, sino que hay que abordarlos como enfermedades, o como disfuncionamientos ligados a innumerables factores —sociales, ambientales, genéticos, psicológicos y cerebrales— que participan activamente en la formación de nuestras disposiciones. «Es una enfermedad», escribía mi padre, que sufría de una dependencia al alcohol, «cuyos estragos hay que aprender a mantener a raya por medio de toda una batería de estratagemas». El contrapeso más eficaz, proseguía, es «cultivar un deseo más fuerte que el del alcohol, e incompatible con él». En su caso, era el deseo de escribir. El discernimiento y la voluntad de utilizar con perseverancia nuestro potencial de transformación son elementos claves para liberarnos de estos males.

      Christophe: Las dependencias afectivas no son raras: se manifiestan por la necesidad de un contacto permanente (llamadas SMS), por una hipervigilancia a cualquier atisbo de alejamiento o de toma de distancia, por la intolerancia a toda crítica, por la angustia a ser abandonado y por una sobreexigencia de muestras de afecto o de amor, que deben renovarse sin cesar. Como todas las dependencias, las dependencias afectivas radican en necesidades normales, cuyo control perdemos.

      Porque no hay nadie que sea perfecta y totalmente autónomo e independiente en el plano afectivo. Esto no existe en la especie humana: el ser humano es un animal social, que no puede sobrevivir convenientemente en solitario y que debe tejer con su entorno un gran número de vínculos. Todos somos dependientes unos de otros; somos todos codependientes. ¡Pero de una manera adaptada!

      Tenemos necesidad de vínculos afectivos fuertes con nuestro entorno, vínculos que nos proporcionan seguridad, pero estas dependencias son parciales, y no totales: no podemos exigir compartirlo todo con una única persona; son dependencias flexibles, y no rígidas: tenemos que poder soportar períodos transitorios de alejamiento afectivo, sin sentirnos angustiados o en peligro; y sobre todo, estas dependencias son múltiples: no podemos hacer descansar el peso enorme de todas nuestras esperanzas sobre los hombros de una sola persona, sino que debemos disponer de numerosas figuras con las que relacionarnos.

      Escribía Rousseau en Emilio: «Todo apego es una señal de insuficiencia: si ninguno de nosotros tuviera necesidad alguna de los demás, ni siquiera se nos ocurriría relacionarnos con ellos». De modo que somos dependientes porque somos insuficientes. Es por ello por lo que debemos amarnos y ayudarnos los unos a los otros. Pero no asfixiarnos los unos a los otros… como en el caso de las dependencias afectivas, en que el fantasma de la persona afectada se convierte en la fusión, en la satisfacción permanente de las necesidades afectivas propias.

      La