Liliana Chacón Jaramillo

Competitividad e innovación


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en la producción, pero considerando aspectos ambientales y sociales (Porter, 1998). En particular, la vinculación de factores ambientales y sociales requiere de una nueva visión en materia de diseño, evaluación y posicionamiento de la innovación, es decir, si bien debe contribuir a generar dinero en efectivo, también se debe enmarcar en una eficiencia ambiental y de justicia social (Elkington, 1999).

      Con frecuencia, la innovación se reconoce por su papel central en la creación de valor y en el sostenimiento de una ventaja competitiva. Zahra y Covin (1994) la describen como la “sangre” de la sobrevivencia y el crecimiento corporativo; para Thompson (1965), es la generación, aceptación e implementación de nuevos procesos, ideas, productos o servicios.

      La innovación hace referencia a la aplicación práctica y la comercialización de ideas o invenciones. La ecuación de la innovación tiene tres componentes: concepción teórica, invención técnica y explotación comercial (Trott, 2008). Así, la innovación ha sido definida de modo simple como nuevas ideas para el trabajo (Mungan, 2015). Con esta última definición surge la innovación social, entendida como nuevas ideas para el trabajo orientado hacia alcanzar metas sociales, con lo que se convierte en el vehículo que crea cambios sociales relacionados con una mejor calidad de vida y el desarrollo de soluciones y enfoques para varios problemas de la sociedad.

      Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE, 2010), la innovación social no se define por la introducción de nuevos tipos de producción ni por la explotación de los mercados, sino que incluye nuevas necesidades cubiertas por los mercados tradicionales, la creación de mercados y la concepción de formas más satisfactorias de darle a la gente un lugar o papel en la cadena de producción.

      La prosperidad económica, la calidad del ambiente y la justicia social deben ir de la mano en cualquier proceso de innovación; sin embargo, por lo general, la métrica de cada uno de sus componentes y su integración revela que se encuentran en un proceso de continua evolución en términos del control social, de los indicadores de comportamiento, de la auditoría tecnológica y de la evaluación de su eficiencia, mediante procesos de benchmarking. Elkington (1999) plantea cuatro escenarios para la integración:

      1 Estable: la sociedad depende de la economía y esta, a su vez, del ecosistema global, donde la salud es el fin esencial y primario del proceso, es decir, el resultado final.

      2 No estable: existen flujos de materia y energía inconstantes, debido a presiones, ciclos y conflictos sociales, políticos, económicos, ambientales.

      3 De placa continental: los movimientos se realizan de modo independiente. La gente olvida su dependencia de la creación de riqueza y la mayoría de los actores ignora el papel de su impacto sobre el resultado final.

      4 Las placas se mueven una por encima o por debajo de otra o contra otra u otras: surgen varias estructuras emergentes discontinuas, en las cuales lo social, lo económico y lo ecológico equivalen a la presencia de temblores y terremotos en el planeta.

      En la zona de confluencia de lo económico y lo ambiental se promociona la ecoeficiencia, con grandes retos relacionados con la economía ambiental el control social, los precios sombra de los insumos y los productos, y las reformas tributarias de carácter ecológico. Por otro lado, en la zona de confluencia de lo social y lo ambiental los negocios de la agricultura trabajan sobre el denominado alfabetismo ambiental y el entrenamiento y aprendizaje de las empresas, pero con nuevos desafíos enmarcados en problemáticas de justicia ambiental, refugiados ambientales y equidad intergeneracional.

      Innovación en agrociencias: cambiar para mejorar

      La innovación en agricultura comenzó con la revolución verde (entre 1960 y 1980), en la cual el modelo lineal se diseñó y desarrolló en el contexto de una innovación abierta, sin derechos de propiedad intelectual, es decir, disponible para cualquier persona y fundamentada en la creación de variedades de cereales e híbridos comerciales que demandaban un alto uso de fertilizantes y pesticidas (Borlaugh, 2000). Este modelo de oferta se caracterizó por la carencia de un proceso de retroalimentación e influencia social para su consolidación.

      En la actualidad, en la agricultura coexisten las dos tipologías de innovación: abierta y cerrada. La primera se basa en el privilegio de los productores por poseer un material genético (vegetal y animal) con importantes rasgos y características naturales, que tienen una expresión estratégica en contextos específicos de producción y no demandan inversiones costosas para su diseño y desarrollo. La segunda está restringida por la baja disponibilidad de material genético libre con variaciones basadas fundamentalmente en la modificación genética, la cual prevé procesos de desaceleración hacia la obtención de variedades óptimas para contextos específicos.

      La coexistencia de ambas tipologías ha producido un efecto negativo en relación con el desarrollo sostenible de la agricultura y la seguridad alimentaria en el ámbito mundial. Al respecto, Jacobsen y Schouten (2009) plantean la necesidad de encontrar un camino satisfactorio que permita consolidar los aspectos benéficos de ambas tipologías, partiendo de un compromiso de protección, bajo las condiciones y el razonable licenciamiento del material genético por parte de los productores.

      En este contexto, la innovación en agrociencias es un proceso complejo que se lleva a cabo con productos específicos, escala de negocios y sectores de la producción; en este, se combinan elementos de carácter técnico, social y económico. Leeuwis et al. (2006) exponen que la innovación debe estar constituida por diferentes elementos lógicos (ware): hardware, relacionado con el material de innovación; software, que hace referencia a nuevos conocimientos y habilidades usados en el diseño y desarrollo de la innovación, incluido el conocimiento tácito; y orgware, que tiene como marco referencial las condiciones organizacionales e institucionales que influyen en el desarrollo y funcionalidad del proceso de innovación; en este también se incluyen los esquemas regulatorios, los modos de operación con respecto a la propiedad intelectual, el papel e influencia de las comunidades y del público general, entre otros aspectos (Smits, 2002).

      Como se observa, la innovación en agrociencias trasciende el impacto operacional en materia de eficiencia, eficacia y efectividad de la producción en el ámbito de las fincas, con el fin de entender y orientar la innovación (productos, procesos, contextos) hacia cómo hacer mejores cosas desde lo táctico y lo estratégico (Smits y Kuhlman, 2004). Así, se da una jerarquización que permite cambiar de manera estructural la producción tradicional de la agricultura con nuevos imaginarios de formas de producción de alimentos, cuyo objetivo fundamental es mantener un equilibrio entre el recurso natural y la capacidad de resiliencia de los sistemas sociales y socioecológicos presentes en los ámbitos local y regional, dirigidos a la transformación y consolidación del tejido social (Grin et al., 2010).

      En las agrociencias, la gestión del conocimiento se proyecta más allá de la información y, con frecuencia, está constituida por datos de flujos o procesos que se dan a diario en las unidades y cadenas de producción de alimentos, así como en su proceso de integración a los mercados (Hekkert et al., 2007). De esta forma, un ciclo de conocimiento hace referencia al desarrollo de nuevos productos, cuyas expresiones guían el crecimiento futuro de la agricultura a través de la innovación. Este proceso de cadena de oferta para nuevos productos requiere de una estrecha coordinación de la entrada intelectual (diseño) con elementos físicos de entrada (componentes, prototipos, estudios de mercado, canales de distribución y similares). El capital intelectual generado por la academia se reconoce como un elemento vital para cubrir la fase de comercialización de los bienes y servicios que soportan el modelo de producción (Ayers, 2006).

      Los modelos de negocio en la agricultura deben ser incluyentes para brindar nuevas oportunidades de cara a una producción responsable con valores agregados económicos y sociales. Quienes viven en condiciones de pobreza se tienen que incluir en la demanda como clientes y consumidores; además, desde el punto de vista de la oferta, se deben concebir como empleados, productores y propietarios de sus propias cadenas de valor.

      La revolución verde se diseñó para incrementar la oferta global de alimentos, no para mejorar los ingresos de los productores rurales de escasos recursos, de tal forma que el impacto de este paradigma no fue erradicar la pobreza o el hambre. Sobre