William Plata

Resistir a la violencia y construir desde la fe


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Historia que nos invita a creer y a tener esperanza en el futuro de nuestro país.

      26 de octubre de 2003. Los paramilitares del bloque Central Bolívar, presentes desde hace cinco años en el sur del departamento de Bolívar, en el Magdalena Medio, han llegado a Simití. Uno de estos grupos está comandado por alias Don Pedro, cuyo nombre verdadero es Manuel Enrique Barreto, antiguo presunto narcotraficante que ya había hecho presencia en la región en los años 80. Cunde el rumor de que viene a tomarse las que considera sus tierras y a expulsar a las gentes que las habitan. Salvador Alcántara, pastor de la Iglesia Cuadrangular de El Garzal, corregimiento de Simití, y quien en otro tiempo había tenido relación con Barreto, sobreponiéndose a su temor, decide buscarlo para hablar con él y preguntarle sobre la realidad del rumor. Tras varios intentos, por fin lo halla en la puerta de entrada del hospital de Simití. El diálogo fue directo y emotivo:

      —BARRETO: Yo sí voy a entrar y voy a recuperar todas esas tierras (…). Ahorita nosotros lo que estamos haciendo es retirando al enemigo, sí, alejando al enemigo, para después de que alejemos al enemigo, sí, vamos para allá (…).

      —SALVADOR: ¿Pero cómo es posible que usted va a entrar y va a recuperar todas las tierras, si cuando usted llegó ya los campesinos estaban y la gente de la parte de El Garzal o del corregimiento ya estaba cuando usted llegó?

      —B.: Todo eso es mío, y dígale a la gente que yo voy a entrar en el 2004, en enero, y no quiero encontrar a nadie. ¡Todo mundo tiene que irse! ¡Dígales que se vayan!

      —S.: ¿Pero por qué usted no va y habla con la gente?, ¡dialogue con ellos! Concierte con la gente, o sea, ¡hay que negociar!

      —B.: ¡Yo no voy a hablar con nadie! Yo no le voy a dar el patrimonio de mis hijos a gente que no me ha dado nada, ¡y lo que hay ahí son puros guerrilleros!

      —S: ¡Que yo sepa, ahí nadie es guerrillero! ¡Yo conozco la gente del pueblo de El Garzal! (…) Pues si usted está acusando a la gente de guerrillera, ¡acuérdese de que cuando usted estaba ahí, la guerrilla se la pasaba en La Carolina y en La Socumbeza! Entonces, ¡usted también es guerrillero!

      —B.: ¡A mí me tocaba!, pero ¡toda esa gente que está ahí en El Garzal es guerrillera! (…) ¡Dígale a la gente que se vaya!

      —S.: ¡Mire! ¿Sabe qué? ¡Vaya usted mismo y le dice a la gente que se vaya, porque yo no me voy a prestar para eso! ¿Sabe una cosa? Lo que usted va a hacer es un desplazamiento masivo, y ese desplazamiento va a cruzar fronteras, porque allí en esas tierras hay más de 350 familias, ¡y eso es mucha gente! ¿Usted está dispuesto a asumir ese costo político?

      Al oír eso, Salvador le recuerda a Barreto su condición, sus principios, su historia y hasta su antigua amistad:

      —Mire: usted me conoció con unos principios, y hoy esos principios los tengo más claros. Si yo estuviera dispuesto a pelear, yo no estuviera aquí concertando con usted, y pidiéndole que esa gente no salga de la manera como usted piensa sacarla. Dese cuenta de que esa es una gente que puede sembrar una mata de plátano, una mata de yuca; sufre, padece necesidad, y de la manera como usted la va a sacar, esa gente va a salir con las manos cruzadas, ¿de qué van a vivir?

      Y la respuesta del paramilitar fue seca:

      Salvador se da cuenta de la gravedad de la situación, e intenta disuadirlo, bajando el tono, pero argumentando, como en otras ocasiones ya lo había hecho, hablando de otros temas. Finalmente, Barreto le hace una propuesta:

      Salvador se sorprende y se incomoda. Armándose de valor, le responde:

      Al darse cuenta de que Barreto no estaba dispuesto a ceder y la única opción que daba era dejarse sobornar, Salvador no insiste más, y el diálogo finaliza así:

      —¡Mire!, ¡yo no le voy a decir a la gente! Es necesario que usted mismo vaya y le diga a la gente que se vaya, ¡pero yo no me voy a prestar para eso!

      Se despidieron. Salvador había dado la vuelta y se había alejado un poco cuando sintió que Barreto lo llamaba. Alcanzó a pensar que, de pronto, sus palabras lo habían hecho reflexionar.

      Y se marchó. Salvador entendió que Barreto no quería tocar de nuevo el tema, que el asunto estaba zanjado, que su corazón era muy duro y no entendía de razones ni de argumentos; que solo reconocía a los suyos.

      Ocho días después tienen un nuevo encuentro, en inmediaciones de El Cerro, corregimiento de Simití. Salvador ve al presunto paramilitar acercarse en una chalupa. Piensa en retirarse, pero, armándose de valor, decide esperarlo.

      —¡Hola, Salvador! ¿Cómo está? ¡Cuénteme!, ¿ya le dio la razón a la gente?

      —El día que hablamos, usted me dijo que el próximo encuentro de usted conmigo debía ser más placentero. Yo entendí eso como una amenaza, y al mismo tiempo lo que usted me dijo era que no, que no quería hablar más del tema. Entonces, ¿por qué usted me está tocando el tema? Yo le fui claro y le dije que usted mismo fuera y le dijera a la gente, así que usted no tiene por qué estar preguntándome eso (…) ¡Usted es testigo de que cuando usted llegó la gente estaba ahí; ¡usted sabe que la gente lleva muchos años de estar ahí!, y por los años que la gente lleva ahí usted sabe que eso le pertenece a la gente!, ¡eso es de la gente!

      —¿Ah? ¿Es que usted está defendiendo a la gente?

      Salvador estaba muy angustiado. Aunque le dijo a Barreto que no iba a transmitir ningún recado suyo a la comunidad, sentía que no podía dejar las cosas así. Por ello, decide reunir a los líderes de la comunidad. Muchos de ellos eran miembros de la Iglesia Cristiana Cuadrangular, presente allí desde 20 años atrás. Clamarían a Dios y Él los escucharía, les diría qué hacer y los protegería. Estaban dispuestos a resistir. Pero el miedo era grande y de momento no sabían cómo hacerlo.

      Esta actitud parece extraña en una tradición religiosa caracterizada por separar lo mundano de lo espiritual, lo perteneciente al mundo de aquello divino. Y es que el pentecostalismo en Colombia y en América Latina suele identificarse con una acción cristiana que privilegia el cambio personal e individual sobre el social, y que de hecho suele oponerse a la acción de transformación social, al cambio sociopolítico, calificándolo de ajeno al ser del cristianismo. Corriente que, si decide participar en política lo hace sin oponerse al sistema, sin criticar las problemáticas sociales y políticas y defendiendo las autoridades constituidas, interpretando el pasaje evangélico de «Dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César» (Lc.