manera pacífica, pero si no piensa entregarlo o lo piensa hacer violentamente nosotros lo tomaremos violentamente. Mi convicción es la de que el pueblo tiene suficiente justificación para una vía violenta30.
Según Martínez Morales «es en la tradición cristiana y católica en que Camilo encuentra su justificación de la violencia, acogiendo de manera fiel el legado de su Iglesia en lo tocante a las tesis de la guerra justa y de la legitimidad de la insurrección contra la tiranía. En este sentido, es claro suponer, dado el desenlace de los hechos, que la decisión por la lucha armada que vinculó a Camilo con la lucha guerrillera fue más acorde con la doctrina eclesial católica que con el legado evangélico»31. Camilo no estaba solo. En esos años causó mucho revuelo la constitución del llamado grupo sacerdotal Golconda, que, bajo el liderazgo del obispo Gerardo Valencia Cano, se declaró dispuesto a trabajar por el cambio –revolucionario– de las estructuras político-sociales que generaban dominación y exclusión32. Algunos de sus miembros, como los curas españoles Domingo Laín y Manuel Pérez Martínez, ingresaron al ELN, llegando a ser comandantes de esta organización. Otros clérigos fueron colaboradores de las FARC, aunque esta última, de línea comunista-leninista, solía despreciar a la religión, considerándola como el “opio del pueblo”. Según el sacerdote Jorge Eliécer Soto, testigo de estos acontecimientos, en los años 60, 70 y 80 ocurrió que tanto las fuerzas insurgentes como el mismo ejército buscaron tener “de su lado” a los clérigos, por su alto valor simbólico en sus propósitos:
Lo que sí es cierto, insisto, es que tanto guerrilla como ejercito entendían que el valor, el carácter de la religión como institución era importante en la línea de poder tener control sobre el pueblo. Por tanto, ellos entendían que por vía de la religión también debían manejar el tema, primero, de la ideologización y el adoctrinamiento del pueblo; segundo, de la penetración y control de las poblaciones. Por eso insisto, era muy fuerte la penetración el intento de reclutar curas para la guerrilla, como lo fue también para el paramilitarismo y para el ejército, para las fuerzas del Estado. O sea, el gobierno esperaba que los curas fuéramos los primeros informantes del ejército, que fuéramos los primeros en pasarle información a inteligencia militar. La guerrilla esperaba curas guerrilleros y el paramilitarismo esperaba curas que les guardaran las guacas, que les guardaran la plata, que les guardaran las armas en sus parroquias33.
La debilidad misma de las guerrillas y de las fuerzas militares provocó que el conflicto armado se extendiera indefinidamente. Luego, acciones de las guerrillas contra ganaderos y terratenientes (secuestros, amenazas, robo de ganado y propiedades, extorsiones) y la impotencia que mostraba el Estado para protegerlos, hizo que a comienzos de los años 80 se organizaran grupos de autodefensas privadas que pronto se independizaron de sus gestores y se convirtieron en ejércitos contrainsurgentes paramilitares.
El conflicto armado se agudizó a partir de los años 80, cuando surgieron los grandes carteles del narcotráfico (Cali, Medellín y Valle) que inundaron el país de dólares, que armaron ejércitos privados y que pronto se enfrentaron al Estado, el cual, presionado por Estados Unidos, les declaraba la guerra. Los años 80 son recordados en Colombia por el secuestro y asesinato de políticos, jueces, magistrados, periodistas y, luego, por las explosiones de bombas en varias ciudades del país, que sembraron el terror en la población. Las ciudades, que antes “protegían” de una guerra que solo afectaba a los campesinos, dejaban de ser “seguras”. Por primera vez la violencia tocaba a las altas esferas del poder y a todos los sectores de la población.
La guerra de los carteles contra el Estado finalizó con el aparente triunfo de este último. Los grandes capos fueron asesinados o capturados y extraditados a los Estados Unidos. Al tiempo, éxitos procesos de paz con algunas guerrillas (el M-19, el EPL y el Quintín Lame) hacían pensar en que la “oscura noche” se iba y un nuevo amanecer se vislumbraba. El país aprovechó para expedir una nueva constitución política (1991) incluyente, democrática, pluralista en materia religiosa y cultural y llena de otros buenos propósitos difíciles de cumplir por un Estado que seguía siendo débil y corrupto.
Mientras tanto, la jerarquía eclesiástica, liderada por el entonces arzobispo de Medellín, cardenal Alfonso López Trujillo, se alineaba con el gobierno en contra de los grupos armados de izquierda, que eran, por otra parte, apoyados por algunas bases cristianas, al tiempo que desde Roma se lanzaba un fuerte cuestionamiento a la Teología de la Liberación, a la cual se le equiparó de marxista y materialista, promotora de conflicto y odio y por tanto incompatible con el catolicismo. La censura a teólogos de esta línea no se hizo esperar y las divergencias internas generaron una crisis en el movimiento34 que en Colombia nunca llegó a ser fuerte, a diferencia de otros países del continente35. El miedo a la “sociologización” de la acción pastoral, como la llamaban los obispos, conllevó una reacción en torno a reafirmar su autoridad y evitar avanzar en el análisis de la realidad colombiana, al punto que aún en 1986 los documentos de la Conferencia Episcopal, bajo el liderazgo del cardenal López Trujillo, consideraban al “peligro comunista” como causa principal de la crisis de la sociedad colombiana. Al tiempo, ofrecían discursos en pro de la tolerancia y la paz, pero en un plano meramente abstracto36.
Las posiciones del episcopado se vieron claramente durante el fallido proceso de paz con las FARC en 1984: una parte de los obispos, aunque apoyaron el Proceso de Paz, privilegiaron explícitamente el diálogo con la guerrilla; otro grupo advirtió a la opinión pública sobre la doble estrategia de los grupos guerrilleros –negociar en apariencia, para así fortalecer sus intereses –, y criticó desde un comienzo todo esfuerzo encaminado a facilitar el acercamiento entre el Gobierno y los alzados en armas37.
En cuanto a las iglesias cristianas de origen protestante –mayoritariamente pentecostales– estas asumieron principalmente una posición de neutralidad y de no involucramiento en el conflicto armado. Esta posición se basaba en una particular interpretación del Evangelio y su predicación, basada en la conversión individual y el correspondiente cambio de vida, que evitaba tratar asuntos políticos e involucrarse en el mundo político. Pronto empezaron a ser considerados por la guerrilla –especialmente por las FARC– como promotores del statu quo y en varios lugares se atacaron iglesias38. En otras zonas estas iglesias fueron bien vistas por los paramilitares, que las consideraban focos espiritualistas que apaciguaban a la población e impedían que participara en movimientos sociales, organizaciones de izquierda y en la guerrilla misma. Además, eran consideradas como elementos de “protección” mágico-religiosa para los combatientes39.
Pero la desaparición de los grandes carteles a comienzos de la década de 1990 y la pérdida de las fuentes de financiamiento de las guerrillas (con la caída del bloque socialista) hizo que la guerra tomara otro rumbo. El narcotráfico dejó de estar controlado por pocos grupos y se convirtió en el principal combustible –y al parecer inagotable – del conflicto armado. Las guerrillas sobrevivientes, especialmente las FARC, adquirieron un nuevo poderío, en gran medida, gracias a este dinero. Los paramilitares, por su parte, integrados desde 1995 en una federación (las Autodefensas Unidas de Colombia) también ganaron un poder sin precedentes, amparados y hasta protegidos por sectores de las Fuerzas Militares oficiales. Los años 90 y comienzos de los 2000 experimentaron entonces un embate, por una parte, de las FARC, que amenazaron por primera vez con poner en jaque a la capital y a otras grandes ciudades del país, y de los paramilitares, que asumieron el control de varias zonas estratégicas. La población civil que quedaba en medio del conflicto, o era masacrada sin piedad, o debía huir a las ciudades, generando un nuevo éxodo campo-ciudad. Las tierras que dejaban eran despojadas y acaparadas por terratenientes, paramilitares y guerrilleros que con sus armas y los dólares provenientes del narcotráfico intimidaban y corrompían la administración estatal regional.
Es en este contexto que parte de la jerarquía eclesiástica católica decidió dar un viro en su política frente a los grupos insurgentes y los paramilitares, y varios obispos, apoyados por el presidente de la Conferencia Episcopal, Pedro Rubiano Sáenz, empezaron una labor de diálogo y de mediación con los grupos armados ilegales, adoptando una actitud de defensa de los derechos humanos. En tal cambio, sin duda, influyó la caída del bloque soviético –que difuminó los viejos temores del comunismo–, la salida del país de algunos personajes muy reaccionarios –como el