Un día después, el 27 de octubre, les delegades y referentes de las organizaciones visitaron los terrenos asignados al alojamiento de transición. Se estableció un circuito de validación del acuerdo en las asambleas de cada barrio; la propuesta del gobierno provincial comprendía diferentes tipos de respuestas que, en conjunto, implicaban una solución habitacional para todos los barrios. La construcción de este acuerdo, asamblea por asamblea y con la amenaza cercana del desalojo, era de por sí compleja, pero avanzaba. El 28, este proceso se interrumpió cuando el gobierno sostuvo que no podía ofrecer garantías de que no hubiera un desalojo, mientras continuaba el trabajoso proceso de establecer acuerdos en cada asamblea. El fiscal, que ya había coordinado los preparativos del operativo policial, presionó para concretar el desalojo en el plazo dispuesto por el juez Rizzo y el gobierno no pidió más tiempo. No resulta posible dar una única explicación de por qué no prosperaron el diálogo y la posibilidad de una solución política. Lo que sí puede afirmarse es que el desalojo ocurrió cuando todavía estaba en tratativas una salida acordada del predio.
Implacable
El llamado “operativo implacable” arrancó el 28 de octubre por la noche, con movimientos de patrullas, micros, ambulancias y agentes alrededor de la Escuela de Policía Juan Vucetich en Ezeiza. Cuatro mil efectivos bonaerenses al mando del ministro de Seguridad provincial, Sergio Berni, se trasladaron esa madrugada y a las cinco ya se encontraban en el predio. Cortaron el tendido de luz precario. A media luz, sin mediación ni aviso previo, comenzaron la represión. Incendiaron las instalaciones de la toma. Primero, las comunitarias: las postas de salud, un comedor, la escuelita. Dispararon munición de goma con armas largas y gases lacrimógenos. Cuando les ocupantes escapaban por el predio embarrado debido a la tormenta de los últimos días, la policía prendió fuego a muchas casillas con las pertenencias que habían tenido que dejar atrás.
La primera línea del despliegue fue de efectivos de la policía con la cara cubierta, sin identificación visible y pesadamente armados. Un avance propio de una fuerza antimotines y no de un operativo que busca intervenir sobre una población vulnerabilizada. Algunas autoridades señalaron que la gran dimensión del operativo tuvo que ver con ganar en número como forma de prevenir una intervención más violenta y que se tomaron recaudos para que fuera menos lesivo; por ejemplo, se habían previsto corredores abiertos fuera del predio para que las personas desalojadas no quedaran acorraladas. Sin embargo, el despliegue careció de medidas para minimizar el padecimiento en esa situación extrema, que constan en diversos protocolos. Los testimonios describen que las personas desalojadas de sus casillas corrían en medio del barro y la oscuridad, huyendo de las balas, los gases tóxicos, el fuego, el humo, los cuatriciclos, los helicópteros y las topadoras. Las imágenes son contundentes respecto de la desproporción en el uso de la fuerza.
Las familias que no llegaron a escapar resistían a los gritos y cubrían a les niñes con el cuerpo, para que no les llegaran las balas y para aliviarles el efecto de los gases. En defensa del operativo, les funcionaries dijeron después que casi no había familias y que no había niñes durante el desalojo, que solo quedaban grupos organizados para resistir, con los que se produjo el enfrentamiento. Es verdad que muches no pasaban la noche en la toma en estas fechas críticas, aunque permanecían allí numerosas familias. Si había menos chiques que en los días previos fue porque la organización de la toma les resguardó cuando se acercaban las jornadas más riesgosas. Algunes integrantes del Serpaj intentaron mediar para reducir la violencia, pero terminaron escapando de las balas y de los cuatriciclos policiales que aterrorizaban el predio y los alrededores. Les vecines de la zona también recibieron gases tóxicos y amenazas cuando intentaron asistir o resguardar en sus casas a quienes huían. Les herides, muches por balas de goma, fueron atendides por ambulancias y por las comisiones de salud de las organizaciones reprimidas. También hubo cuarenta y seis detenciones por resistencia y atentado a la autoridad.
Siempre hemos considerado que la presencia de la autoridad política y de funcionaries judiciales en los operativos puede limitar la arbitrariedad policial y reducir la violencia. Sin embargo, esas prácticas no tienen un sentido intrínseco de protección de derechos si la voluntad política es sacar un rédito de la represión. En este caso, que el ministro Berni y el fiscal Condomí Alcorta estuvieran presentes contribuyó a enfatizar la violencia. El fiscal incluso responsabilizó a las familias por la quema de sus propias casas y pertenencias: “Si se prendió fuego a algo fue por el propio accionar de las personas que estaban ahí adentro, que encima tiraban bombas molotov. Tuvo que ver con las gomas que pusieron en todos lados los propios ocupantes”. No hay que ser experte en análisis del discurso para captar la intención estigmatizante de las referencias a las molotov y las gomas. Horas después de iniciado el desalojo, se viralizó una selfie del fiscal junto a dos colaboradores: el paisaje de las casas quemadas, la luz del sol recién salido y un gesto dudoso de sonrisa sintetizaron la crueldad desplegada.
Tres puntos
Como ocurre con este tipo de acontecimientos, en los días siguientes se disputó la descripción y la evaluación política de los hechos. El gobernador de la provincia Axel Kicillof calificó el operativo como un éxito. Describió que la apuesta de su gobierno había sido disponer una respuesta integral para que el desalojo se desarrollara “voluntaria y pacíficamente”, pero que con la orden de desalojo fechada y ante la intransigencia de algunes referentes, más allá de las prórrogas, no fue posible alcanzar un acuerdo.
Destacamos tres puntos centrales en su valoración de la intervención y del operativo de desalojo: 1) como no hubo personas muertas, no hubo represión ni violencia; 2) la toma de tierras −sin distinciones− “no es la solución”, y 3) si no se llegó a un acuerdo, no fue por responsabilidad del gobierno. Tomamos estos argumentos del gobernador por ser la máxima autoridad de la provincia y porque estas ideas fueron ampliamente reiteradas para defender, e incluso reivindicar, el desalojo.
El primer punto reenvía con fuerza a un aspecto central del ciclo de gobiernos kirchneristas, que se conoce como “la política de no represión”. Pocos meses después de diciembre de 2001 y de la masacre de Avellaneda, la cuestión de cómo el Estado debía responder a la protesta social se volvió crucial. La posición general que construyó el gobierno desde 2003 −con marcadas variaciones a lo largo de los tres períodos kirchneristas− fue que la gestión de los conflictos sociales debía ser no violenta y eminentemente política. Es decir, había que restringir y regular el uso de la fuerza policial, y la presencia del Estado en la gestión de los conflictos debía involucrar a las áreas que podían responder de manera efectiva a los reclamos de fondo. Además, el gobierno y el control de los operativos policiales debían estar a cargo de la autoridad política y no ser delegados en las policías. De estas definiciones se desprendían dos consecuencias centrales. Una, la preponderancia del dispositivo político frente a la lógica policial y de seguridad para no reprimir los conflictos sociales. Y en los casos de intervención policial, el diseño de los operativos por parte de la autoridad política para evitar situaciones críticas de violencia. Esta segunda cuestión consideró la regulación del uso de la fuerza como un aspecto crítico y complejo que implicó una diversidad de normativas sobre la actuación policial: los avisos previos al uso de la fuerza, la obligatoriedad de usar uniforme y tener identificación visible, de registrar las armas utilizadas y de regular el uso de las llamadas “armas menos letales”, el modo de realizar las detenciones y muchos otros aspectos orientados a modelar operativos. En el momento de máxima controversia sobre cómo lidiar con la protesta, en 2004 la discusión se centró en un aspecto muy específico: la prohibición de portar armas de fuego en los operativos ante multitudes. Con la memoria social y política reciente de los homicidios de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, evitar muertes en las protestas sociales se volvió un imperativo y un objetivo central del gobierno nacional, que pudo sostenerse hasta fines de 2010. Ese año, en octubre, Mariano Ferreyra fue asesinado durante una manifestación, y en diciembre tuvieron lugar los homicidios de Bernardo Salgueiro, Rossemary Chura Puña y Emiliano Canaviri Álvarez durante los intentos de desalojo de la toma del Parque Indoamericano. Estos conflictos de 2010 tenían actores y lógicas muy diferentes de aquellos cortes de ruta y de calle para los que se había diseñado la política. Ahora bien, si el imperativo de “no matar” manifestantes fue una síntesis social y política de