Centro de Estudios Legales y Sociales

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exitoso un operativo cargado de violencia y crueldad con el argumento de que nadie murió allí es un umbral demasiado bajo para un gobierno que quiere inscribirse en la historia política de la no represión.

      En un extremo del discurso oficial se colocó un spot del Ministerio de Seguridad, con sello de la provincia, que expone una marcada jactancia sobre la violencia desplegada. Ni siquiera justifica la represión como un mal inevitable, sino que en medio de una arenga militarista ostenta la vista aérea de las casillas ardientes de Guernica como prueba de una ejecutividad deseable. La idea central es que se necesitó un “operativo implacable” para defender “la vida, la libertad y la propiedad privada”, una apropiación perversa del discurso de derechos que pretende equiparar esos términos solo para reivindicar la propiedad a cualquier costo. Leído entre líneas, el énfasis del video sobre el entrenamiento previo y la “planificación al detalle” desmiente el discurso del gobernador de que se jugaron por la salida política hasta que se les impuso el plazo judicial, que no tenían más opción que acatar.

      Es claro que la afirmación de que “las tomas no son la solución” niega legitimidad a esta acción colectiva. Esta posición, formulada como una generalidad sin matices, desconoce procesos nodales de nuestra democracia y de la movilización en nuestro país. Las tomas colectivas de tierra surgieron de la democracia en la década del ochenta. Decimos “de” la democracia porque tuvieron el sistema político de la posdictadura como condición de posibilidad y porque sus referentes provenían de trayectorias políticas colectivas de los años setenta. A diferencia de otras estrategias populares de acceso a la ciudad que tienen origen en el siglo XX, como las villas y los loteos populares, los asentamientos tienen como rasgo específico la organización social previa que planifica una toma colectiva y simultánea. Una vez realizada, la gestión del asentamiento, la resistencia al desalojo y la reivindicación del reconocimiento del nuevo barrio como parte de la “ciudad formal” también fueron procesos colectivos. Así, a lo largo de la democracia, la organización social dio forma al territorio y el territorio modeló la acción colectiva, ya que esos barrios populares fueron la base territorial del movimiento de desocupados bonaerense en los años noventa. Las tomas no son un hecho excepcional sino, por el contrario, la mayor modalidad de acceso popular a la tierra en democracia. Cuando se dice que “no son la solución” como argumento a favor del desalojo, se ignora esta historia y se vacía esta acción de su contenido reivindicatorio: ocupar tierra es parte del repertorio de la movilización social en todo el mundo y, de forma muy particular, en la Argentina. Como tal, le corresponden el reconocimiento y las protecciones de las otras modalidades de la protesta social.

      Esta negación de la organización colectiva no solo marcó el discurso de autojustificación oficial, sino también, en buena medida, su praxis a lo largo del conflicto: la demora en ofrecer una salida colectiva, la preferencia por la negociación caso a caso, la interpelación por familia, el cuestionamiento y la desconfianza hacia algunas organizaciones y delegades, a quienes se señaló como obstáculos del acuerdo colectivo y hasta responsables del desenlace. Guernica se destacó en la historia reciente de las tomas por su capacidad y modalidad organizativas. En los últimos años habíamos visto cómo varias tomas oscilaban entre una organización débil y el poderío creciente de bandas –con connivencias varias– que lucraban con el mercado ilegal de tierras y otros negocios montados sobre la clandestinidad y generaban niveles de violencia elevados. Esas transformaciones en las dinámicas y los actores de las tomas se presentaron como una dificultad para la gestión política que diferentes funcionaries identificaron como causa de intervenciones fallidas. Desde ya que, para toda aspiración emancipatoria de construir ciudad por fuera del mercado y del Estado, esa nueva realidad resultó aplastante. El gobierno señaló en los medios que en la toma había “un esquema delictivo, con bandas pesadas que, se presumía, podían estar con armas de fuego”, pero justamente Guernica se distinguió de esa lógica por su calidad organizativa, de modo que caracterizar a esa comunidad a partir de otras situaciones resulta estigmatizante.

      Otras dos críticas apuntan a los modos de organización. Muchas personas que participan de una toma no pasan la noche en el asentamiento. Son, no obstante, parte del reclamo y sostienen su participación de diversas formas. Cuando el gobierno minimiza el volumen del conflicto porque hay personas que no duermen allí, descalifica estas formas de organización colectiva típicas de las tomas, en que “el aguante” de los terrenos se organiza y sostiene de maneras variadas. La otra crítica se dirigió a la presencia de referentes, a quienes se descalificó por intervenir “por motivos políticos y no por una necesidad habitacional propia”, como si eso volviera ilegítima su participación.

      Esta toma tuvo un tejido asambleario muy rico, organización entre familias, designación de manzanas, sectores, barrios, delegades; además, sus reivindicaciones ligadas a la “tierra para vivir”, la impronta feminista y sus modalidades de construcción atentas al cuidado mutuo configuran una novedad esperanzadora, aunque esta vez el gobierno no haya valorado la oportunidad que presentaban.

      El tercer punto remite al compromiso del gobierno con el resultado alcanzado con respecto al problema de vivienda de miles de personas, que reconoció como legítimo y, como está claro, no es solo un “problema habitacional” sino de precarización integral de la vida. La ajenidad con la que el gobierno se presenta en relación con la frustración de los acuerdos no solo se explica por la negación de la praxis social y colectiva. La lógica de la negociación quedó condicionada por la resistencia del municipio a encarar una solución y por la demora de casi dos meses de la provincia en asumir el liderazgo para encontrar una solución política al reclamo, todo bajo la presión del proceso penal y de un desalojo decidido y programado. El gobierno mantuvo sus sospechas sobre algunas organizaciones. Tampoco se pudo despejar la desconfianza de les ocupantes, agudizada por el uso penal de los datos del primer censo. Ese antecedente hizo que, cuando el nuevo dispositivo interministerial organizó el segundo censo, primaran las sospechas sobre su finalidad y premura. Sin recibir información respecto de las alternativas y los instrumentos de intervención que manejaba el gobierno, las organizaciones, les delegades y las familias brindaron los datos que permitieron el primer relevamiento serio sobre las características y magnitud de la toma, y con esto se logró postergar la fecha del desalojo. Sin embargo, cuando semanas después las familias empezaron a recibir llamados dirigidos a establecer “soluciones individuales”, se reavivó la desconfianza por el uso de los datos censales. Recién cuando se coordinó el tercer censo, con participación de todas las partes y con veedores, se disiparon las desconfianzas y se estuvo más cerca de trazar un acuerdo.

      En los años noventa, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas dictó una regla que pocas veces se aplicó: cuando les afectades por un desalojo no disponen de recursos, el Estado debe adoptar todas las medidas necesarias, en la mayor medida que permitan sus recursos, para que se les proporcione otra vivienda, reasentamiento o acceso a tierras productivas. En otras palabras, sin relocalización no debe haber desocupación; no puede haber un desalojo si no se garantiza una solución habitacional. Por eso, la demanda de “tierra por tierra”, no aceptar irse sin tener un lugar adonde ir, era el mejor norte para orientar un acuerdo. Hubo una constante pulseada entre esta visión de habitar la tierra o tener la certeza de alojarse en otra por parte de organizaciones, delegades y familias y la prioridad por desocupar el predio por parte del sistema judicial, el municipio y el gobierno provincial. Las posibilidades de zanjar estas diferencias estaban en manos de la política, pero quedaron muy atrás en una carrera marcada por los tiempos y la lógica penal.

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