grupo descanse claramente sobre lo que se ha llamado la tradición posdurkheimiana (Alexander, 1988a), incluso los estudios específicos acometidos por aquellos asociados a este grupo han asumido una variedad de formas, desde la lingüística e histórica hasta la neofuncionalista.
En el corazón de nuestra visión conjunta se anuncia un compromiso con “la autonomía relativa de la cultura” (Alexander, 1990; Kane, 1991). Esta posición orientativa general se define a partir de un modelo que insiste en que la preocupación por lo sagrado y lo profano continúa organizando la vida cultural, una posición que se ha visto enriquecida por pensadores de tan alto reconocimiento como Mircea Eliade, Eduard Shils, Roger Caillois y, más recientemente, por la economía cultural de Viviana Zelizer. Subrayamos, de igual modo, el carácter nuclear de los sentimientos solidarios y los procesos rituales, y más extensamente, siguiendo la estela de Parsons y Habermas, la importancia de la sociedad civil y la comunicación de la vida social contemporánea. La abertura de la esfera civil hace posible que los procesos de comunicación puedan dirigirse a la metafísica y a la moralidad, al sentimiento público y a la significación personal, y a lo que facilita que los procesos culturales se conviertan en rasgos específicos de la vida política contemporánea.
Inspirado en la interpretación que Paul Ricoeur efectúa del método hermenéutico, nuestra aproximación construye el objeto de las investigaciones empíricas como el mundo significativo del “texto social”. Sirviéndonos de un acto de interpretación, nuestra tentativa pasa por leer este texto de las “estructuras culturales”, insistiendo en que sin la previa reconstrucción del significado todo intento de explicación está condenado al fracaso. No defendemos, por supuesto, que la explicación, por sí misma, consista únicamente en rastrear los efectos de las estructuras culturales; estas últimas tienen autonomía analítica, interactúan, en cualquier situación histórica concreta, con otro tipo de estructuras de modo aperturista y multidimensional. Insistiremos, sin embargo, en que estas “otras estructuras” —ya sean económicas, políticas o demográficas— no pueden considerarse, por sí mismas, como exteriores a los actores sobre quienes ellas ejercen su fuerza. La atención debe recaer sobre la dimensión del significado.
Si, en cuanto analistas culturales, nuestro método central es interpretativo, y nuestro fin consiste en recobrar el significado del texto social, es importante retener el adjetivo social en la mente. Nuestro propósito es reconstruir la conciencia colectiva desde sus fragmentos documentales y desde las estructuras constrictivas que ella implica. Para desenterrar las estructuras que componen la conciencia colectiva —que en francés, hay que recordarlo, implica tanto la “consciencia” como la “conciencia” emocional y moral—, aderezamos nuestro esfuerzo interpretativo con una sensibilidad ecuménica que persigue el discernimiento de una variedad de disciplinas.
Nuestros trabajos han echado a andar siguiendo diferentes trayectorias, no solo la de los escritos sociológicos de Durkheim, Max Weber y Parsons, y su elaboración en el trabajo de contemporáneos señeros como Bellah, Shils y Eisenstadt, sino también a partir de la semiótica de Roland Barthes, Umberto Eco y Marshall Sahlins; el posestructuralismo de Foucault; la antropología simbólica de Geertz, Victor Turner y Mary Douglas; las teorías narrativas de Northrop Frye y sus continuadores literarios como Hayden White y Fredric Jameson; y la teología existencial de Ricoeur. En el marco de la sociología contemporánea, los estudios que consideramos informados por el mismo mundo-de-la-vida teórico y por particularidades similares a las nuestras incluyen los de Zelizer, Steven Seidman, Robin Wagner-Pacifici, Wendy Griswold, Eviatar Zerubavel, Barry Schwartz, Elihu Katz y Daniel Dayan. Además, encontramos aspectos paralelos evidenciados en el trabajo reciente de Craig Calhoun sobre la sociedad civil y la identidad social, y en el de Margaret Somers sobre narrativa.
En la medida en que nuestra postura reconoce la autenticidad “causal” y la eficacia de los sentimientos colectivos y sus parámetros simbólicos en el tejido de la vida social, nuestros desacuerdos teoréticos con las posturas neomarxistas, posestructuralistas y etnometodológicas respecto al significado también incluyen divergencias metodológicas. Incluso, en los mejores ejemplos de estos planteamientos, la interpretación se considera como algo que ocurre “a espaldas de los actores” que, en lo sucesivo, se definen como sujetos que emplean el significado estratégicamente para lograr sus objetivos en estrecha relación con otros actores y las instituciones omniabarcantes. Estas posturas hacen abstracción de los propios sentimientos existenciales del analista. En cuanto respuestas emocionales de los actores se tratan como residuos de cierto interés estratégico, de modo y manera que las emociones del analista se consideran como una categoría contaminante que amenaza con pervertir la pureza de la meditación científica racional.
Los neomarxistas, por ejemplo, siempre han sospechado de las emociones al considerarlas como elementos vulnerables a la manipulación capitalista, algo que se ejemplificó en los estudios de la Escuela de Frankfurt de la así llamada “industria cultural”. Este recelo relativo a las emociones se ha visto complementado con la inquebrantable autoconcepción del marxismo como una ciencia del materialismo histórico. Este compromiso teórico con la primacía causal de la esfera material hace que el recubrimiento del sentimiento estructurado parezca estrictamente “formalista” —una actividad redundante, regresiva frente al proyecto progresivamente desplegado de la explicación social.
En el posestructuralismo foucaultiano se encuentra una teoría y método diferentes pero, desde nuestra perspectiva cultural, con resultados similares. Aparece el intento de ofrecer una mirada irónica y desapasionada que objetiviza sin evaluar y mapifica sin implicación. En el nivel metateórico, un compromiso con la “voluntad de poder”, como el motivo causal de la acción humana, reduce, una vez más, el sentimiento a la categoría de una variable superflua.
Las “teorías prácticas”, a nuestro entender, han sufrido un debilitamiento similar. A pesar de su inclinación hacia el habitus
Con la posible excepción de ciertas corrientes del trabajo del interaccionismo simbólico (p. ej., Internados de Ervinf Goffman), las aproximaciones microsociológicas han acentuado, por su parte, la cognición por encima de la moralidad y el sentimiento, y han desatendido, como resultado, el significado. La moral y el compromiso emocional se excluyen, por parte del analista, en favor del principio de la “indiferencia metodológica”, una reformulación escéptica americana del concepto formalístico de epoche auspiciado por Edmund Husserl. Frente al carácter dado-por-supuesto que tiene la realidad para el actor, Husserl sostenía que, para describir los actuales procedimientos de la cognición intuitiva, el analista debe abstraerse de la intuición global a través del proceso de “reducción fenomenológica”.
Pero sobre la naturaleza de la realidad a la que la disposición de los procedimientos intuitivos del actor confiere acceso —las estructuras morales, emocionales y cognitivas que dan a la realidad una organización interna por sí misma— Husserl y sus discípulos tienen poco que decir. Lo que tienden a apuntar, más bien, es que esa realidad emerge de los propios procedimientos. Considérese, por ejemplo, los “análisis de conversación”, uno de los elementos vanguardistas de la microsociología contemporánea. El único programa de investigación reconocido de la etnometodología, el análisis de conversación (CA), ofrece un tipo de pragmatis giganticus, un método que, mientras ilumina poderosamente la técnica de la interacción verbal, aporta poca claridad en lo que se refiere a lo que los interlocutores quieren decir cuando hablan. Influidos por una lectura parcial de la ambigua intuición wittgeinsteniana “uso=significado”, estos estudios basados en