real.
En contraste con esta visión deshumanizada, nosotros reconocemos, no solo la existencia, sino la eficacia causal del sentimiento, la creencia y la emoción en la vida social. Como intérpretes, consideramos nuestras propias respuestas emocionales como un recurso, no como un obstáculo, tal y como encontramos el texto social. Al examinar los acontecimientos contemporáneos, sentimos la pasión desmedida y el ardor de la acción humana que, a menudo, también se malogran en el rigor congelante de los controles científicos. Por esto es importante destacar que los rituales, la contaminación y la purificación solo pueden entenderse si los profundos afectos que hacen tan convincentes estas categorías primordiales son abiertamente reconocidas por el intérprete. Solo manteniendo el compromiso con el mundo podemos tener acceso a las emociones y a las metafísicas que alteran la acción social: y solo podemos interpretarlas satisfactoriamente desde un punto de vista hermenéutico.
Planteamos un acercamiento que puede denominarse “hermenéutica reflexiva”. A partir del legado de los románticos de los siglos XVIII y XIX como Wordsworth y Goethe y de hermeneutas orientados-hacia-el-significado como Dilthey, Heidegger y Gadamer, observamos nuestras reflexiones emocionales y morales como la base de una intersubjetividad establecida. Habida cuenta que enfatizamos, no la objetivación, sino la comprensión, nuestra respuesta subjetiva aporta el sustento para una Bildungsprozess. Al mismo tiempo, debido a la naturaleza descentrada de la tradición teorética dentro de la que trabajamos y pensamos, podemos acceder a nuestras emociones y dar salida a la posibilidad de reflexividad moral y cognitiva. Toda vez que trabajamos dentro de una tradición reflexiva, podemos poner distancia de por medio respecto a nuestra propia experiencia y la experiencia de los otros, incluso nos podemos abrir a sus emociones y a las nuestras, y hacemos de la experiencia, en sí misma, la base de nuestro viraje interpretativo.
Nuestros estudios de la vida política pueden emplearse para ejemplificar someramente este acercamiento. A partir de la comprensión de los asombrosos virajes culturales que conllevó el final de la guerra fría (Alexander y Sherwood en prensa-b), comenzamos a obtener cierto esclarecimiento comentando nuestras propias experiencias de euforia y esperanza. A través de conversaciones casuales y de nuestra propia exposición al influjo de los mass-media globales, parecería obvio que quienes nos rodeaban habrían de compartir estos sentimientos —no solo nosotros, sino muchos otros afectos al líder soviético Gorbachov—. Por primera vez en muchos años nos sentimos ansiosos de leer artículos relativos a las diabólicas complejidades de la política del Kremlin y, por primera vez, en la actualidad “tomamos partido” en las luchas por el poder dentro del Politburó. Evidentemente, algo se ha transformado aquí; no solo en la Unión Soviética, sino también dentro de la conciencia nacional americana. Como sociólogos culturales, respondemos intentando comprender estos sentimientos en el contexto de la teoría social y cultural. Comenzamos con la sociología religiosa de Durkheim y la teoría del carisma de Weber. Sin embargo, como revelaban los datos relativos a la complejidad y a lo delicado del asunto, avanzamos haciendo uso de la teoría de los códigos binarios de la sociedad civil y de la teoría desarrollada de la narrativa social. Descubrimos que nosotros, y buena parte de los americanos, se habían “enamorado” de Gorbachov debido a que se ajustaba al arquetipo cultural y al imaginario simbólico del “héroe americano” democrático (Sherwood, 1993).
Durante los periodos de profundo conflicto internacional, especialmente la guerra (Smith, 1993, 1991; Alexander y Sherwood, en prensa-a), experimentamos emociones que se extendían desde la agitación visceral tumultuosa y alborotada hasta la inquietud y la desazón. También observábamos los cambios en el comportamiento, p. ej., los que vimos la CNN bien entrada la noche y nos ocupábamos de los acalorados argumentos de las personas con las que nosotros, por otra parte, estábamos de acuerdo. Siguiendo el flujo del mundo-de-la-vida reflexionábamos, sobre todo, como prueba palpable de lo que Durkheim denominó “efervescencia colectiva”. Hicimos una breve y mesurada incursión en diferentes aspectos del combate, en el alcance de la guerra, en los esfuerzos por la legitimación y en el desacuerdo con lo que aprobábamos y con aquello que desaprobábamos. ¿Por qué, nos preguntábamos, veneramos, odiamos o admiramos a George Bush, Margaret Thatcher o Saddam Hussein, sentimos piedad por las víctimas del bombardeo del búnker Amiriya, el hundimiento del General Belgrano o las masacres del Kurdistán, o nos sentimos horrorizados por el poder de las armas modernas? Pronto pareció constatarse que existían continuidades y parámetros que relacionaban esos sentimientos con los símbolos que estaban siendo empleados para comprender los acontecimientos por los mass-media y por los amigos y vecinos, y por nosotros mismos. Las interpretaciones posteriores del texto social fueron corregidas, no solo por las preocupaciones teoréticas (teoría semiótica o narrativa, teoría de los mass media, teoría durkheimiana, etcétera), sino por las comparaciones supervisadas entre guerras, grupos de opinión y también entre diferentes periodos del mismo acontecimiento. Los resultados mostraban que los símbolos sagrados y profanos, y su incorporación a las narrativas de acontecimientos heroicos, trágicos o apocalípticos, habían creado estas respuestas emocionales.
Los estudios sobre el Watergate y la tecnología informática —las investigaciones iniciadas en este programa de teoría e investigación— comenzaron de modo similar. La implicación emocional y moral en los procesos colectivos apuntaban a la cuestión de las fuerzas modeladoras en funcionamiento. Si nos sentíamos a nosotros mismos exaltados y purificados durante las convulsiones que marcaron el Watergate (Alexander, 1988b; cf., Alexander y Sherwood, 1991, y Alexander y Smith, 1993), nos llenábamos de asombro cuando estos sentimientos fueron compartidos en el exterior por grupos pequeños y aislados. Si nos sentíamos horrorizados por el proyecto “La guerra de las galaxias” de Reagan nos sorprendía por qué muchos americanos sentían exactamente lo contrario. En cada caso, nos disponíamos a examinar en nuestra experiencia inmediata si “los otros”, como aquellos ajenos a nuestro mundo intersubjetivo, evidenciaban reacciones similares o semejantes. Si este análisis confirmaba nuestras experiencias de convulsión moral, encontrábamos que los materiales massmediáticos que documentaban la realidad social de nuestras propias experiencias podrían suministrar un recurso concreto para la investigación del código supraindividual y de los marcos narrativos que autorizaban estas representaciones colectivas en lo sucesivo. El mundo interior de la emoción y el significado, el sí-mismo (self) clarificado a través de la teoría social, nos anunció dónde comenzar a investigar con el objeto de visualizar la imaginación social en curso. A través de esta mediación entre lo personal y lo impersonal, podríamos construir los parámetros invisibles del ideal visible y claro.
“Ni una sola palabra de todo lo que he dicho o intentado advertir ha surgido del conocimiento ajeno, frío y objetivo; late dentro de mí, se constituye a mi través.” En el más puro estilo del novelista adscrito a la tradición germana, Thomas Mann fue capaz de hacer de esta afirmación una legítima manifestación metodológica. Como sociólogos no podemos hacer esto. Nuestros compromisos científicos requieren que nos apeemos del mundo, de la vida, antes de ponernos a escribir. Es necesario comparar los datos con la teoría, someter a prueba las hipótesis y considerar la evidencia de un modo palpable.
Con todo, afirmaríamos, de igual modo, que es un error negar la realidad de nuestras propias experiencias interiores de significado, emoción y moralidad al hacer valer la imaginación social a través de la cual el mundo se remistifica. Empleamos la palabra “negar” deliberadamente porque ¿de qué otra manera, sino a través de esa negación, pueden los sociólogos comprometerse con el proyecto objetivista y continuar existiendo como seres espirituales y juiciosos? Seguramente no ocurre que los “sociólogos culturales” más objetivistas se sienten a sí mismos impulsados, quiérase o no, solo por fuerzas materiales, sean las víctimas mudas de una teología dominante, o los ejecutores de acciones únicamente egoístas y estratégicas. Integrar la vida de esta forma supondría participar de experiencias vaciadas de significado y apuntaría a una invitación al suicido. Concluimos, por ello, que los sociólogos objetivistas también viven, aman y experimentan el fervor dimanado de los símbolos saturados de pasión, emociones y relaciones entretejidas en el mundo social.
Esta conclusión convierte a la cuestión en más convincente. ¿Por qué estos analistas imponen formas objetivistas y degradadas de explicación de los otros? Pueden privilegiar este doble estándar únicamente porque