Jeffrey C. Alexander

Sociología cultural


Скачать книгу

se funden en poder/conocimiento. El resultado es una línea reduccionista de razonamiento análoga a la del funcionalismo (Brenner, 1994) donde los discursos presentan analogías con las instituciones, flujos de poder y tecnologías. La contingencia se concreta en el nivel de la historia, en el nivel de las colisiones y rupturas, no en el nivel del dispositif. Parece haber un pequeño espacio para una contingencia sincrónicamente organizada que pudiera comprender las fracturas entre las culturas y las instituciones, entre el poder y sus fundamentos simbólicos textuales, entre los textos y las interpretaciones que los actores efectúan de esos textos. Este vínculo del discurso con la estructura social en el dispositif no deja espacio para la comprensión de cómo un ámbito cultural autónomo puede apoyar al actor en la formulación de sus juicios, crítica o provisión de objetivos trascendentales que ofrece la textura de la vida social. El mundo de Foucault es aquel donde la cárcel del lenguaje de Nietzsche encuentra su expresión material con fuerza tal que no ha quedado espacio alguno para la autonomía cultural y, por extensión, para la autonomía de la acción. En respuesta a este tipo de criticismo, Foucault intentó pensar la resistencia en la última parte de su obra. Sin embargo, lo hizo bajo una forma ad hoc, que contempla los actos de resistencia como disfunciones azarosas (Brenner, 1994: 68) en detrimento de un estudio de los marcos culturales que podrían permitir a los “intrusos” generar y mantener la oposición al poder.

      En la corriente investigadora actual más influyente que procede del legado foucaultiano podemos ver que la tensión latente entre el Foucault de la Arqueología y su avatar genealógico se resuelve decisivamente en favor de una configuración anticultural de la teoría. El trabajo sobre la “mentalidad gubernamental” se centra en el control de las poblaciones (Miller y Rose, 1990; Rose, 1993), a través de las técnicas administrativas y los sistemas expertos. Sin duda alguna, hay un reconocimiento de que el “lenguaje” es importante, que el gobierno tiene un “carácter discursivo”. Esto suena convincente, pero después de un examen riguroso encontramos que el “lenguaje” queda simplificado a los modos de discurso a través de los cuales los discursos técnicos e inexpresivos (gráficos, estadísticos, informativos, etc.) operan como tecnologías para permitir la “evaluación, el cálculo y la intervención” a distancia (Miller y Rose, 1990: 7). Hay aquí un pequeño esfuerzo por recuperar la naturaleza textual de los discursos políticos. Ningún esfuerzo por rebasar una “descripción tenue” e identificar las poderosas resonancias simbólicas, los apasionados y afectivos criterios por medio de los cuales las políticas de control y coordinación se valoran del mismo modo por ciudadanos y élites.

      Hacia un programa fuerte

      Considerado todo esto, conviene decir que la investigación sociológica de la cultura permanece dominada por “programas débiles” caracterizados por una inadecuación hermenéutica y una ambivalencia respecto a la autonomía cultural y por mecanismos abstractos pobremente especificados para fundamentar la cultura en procesos concretos. En esta sección final, pretendemos traer a colación tendencias actuales en la sociología cultural en las que se adivinan signos de los que pudiera brotar, finalmente, un programa fuerte auténtico.

      Con el paso de los ochenta a los noventa, vimos el resurgimiento de la “cultura” en la sociología americana y el ocaso del prestigio de las formas anticulturales del pensamiento macro y micro. Esta línea de trabajo, con sus características de un programa fuerte en desarrollo, ofrece la mejor expectativa de una verdadera sociología cultural que, finalmente, pudiera constituirse como una gran tradición de investigación. Con toda seguridad, un buen número de tradiciones organizadas en torno a la “sociología de la cultura” disponen de un poder considerable en el contexto de Estados Unidos. Uno piensa, en concreto, en los estudios de producción, consumo y distribución de la cultura que se detiene en los contextos organizacionales más que en el contenido y en los significados (p. ej. Blau, 1989; Peterson, 1985). Uno también piensa en el trabajo inspirado por la tradición marxista occidental que pretende vincular el cambio cultural con el funcionamiento del capital, especialmente en el contexto de la forma urbana (p. ej., Davis, 1992; Gottdeiner, 1995). Los neoinstitucionalistas (véase DiMaggio y Powell, 1991) ven la cultura como significante, pero solo como fuerza legitimadora, solo como un entorno externo de acción, no como un texto vivido. Y, por supuesto, existen numerosos apóstoles norteamericanos de los Estudios Culturales Británicos (p. ej., Fiske, 1987) que combinan con mucho virtuosismo las lecturas hermenéuticas con reduccionismos cuasi materialistas. Con todo, es igualmente importante reconocer que ha surgido una corriente de trabajo que concede un lugar mucho más destacado a los textos saturados de significado y autónomos (véase Smith, 1998). Estos sociólogos contemporáneos son los “hijos” de la primera generación de pensadores culturalistas —Geertz, Bellah, Turner y Sahlins son los principales entre ellos—, quienes escribieron contra la corriente reduccionista de los sesenta y setenta e intentaron poner de relieve la textualidad de la vida social y la autonomía necesaria de las formas culturales. En la intelectualidad contemporánea constatamos esfuerzos para alinear estos dos axiomas de un programa fuerte con el tercero, que identifica los mecanismos concretos a través de los cuales la cultura labra su obra.

      No se han hecho esperar las respuestas a la cuestión de los mecanismos de transmisión, en una dirección positiva, gracias al pragmatismo americano y las tradiciones empiristas. La influencia de la lingüística estructural sobre la intelectualidad europea sanciona un tipo de teoría cultural que puso la atención en la relación entre cultura y acción (cuando no fue atemperada por los discursos “peligrosamente humanistas” del existencialismo o la fenomenología). Simultáneamente, la formación filosófica de pensadores como Althusser y Foucault dio pie a un denso y tortuoso tipo de escritura, donde las cuestiones de causalidad y autonomía podían girar en torno a infinitas y esquivas espirales de palabras. Por el contrario, el pragmatismo americano ha suministrado el suelo fértil de un discurso donde se premia la claridad, donde rige la creencia de que los juegos del lenguaje complejo pueden reducirse a afirmaciones simples, donde arraiga la idea de que los actores deben jugar algún papel en la traducción de las estructuras culturales a las acciones concretas e instituciones. Entretanto, la influencia del pragmatismo puede encontrarse en la obra de Ann Swilder (1986), William Sewell (1992) o Gary Alan Fine (1987), en la que se realizan esfuerzos por vincular la cultura con la acción sin recurrir al reduccionismo materialista de la teoría de la praxis de Bourdieu.

      Otras fuerzas también han jugado un importante papel en el surgimiento del programa fuerte emergente en la sociología cultural americana. Posiblemente lo más sorprendente de estas ha sido una vigorosa apreciación del trabajo del último Durkheim, con su insistencia en los orígenes culturales más que estructurales de la solidaridad (para una consulta de esta literatura véanse Emirbayer, 1996; Smith y Alexander, 1996; Alexander, 1986b). Un atinado acoplamiento entre la oposición durkheiminiana de lo sagrado y lo profano y las teorías estructuralistas de los sistemas de signos ha hecho posible que reflexiones de la teoría francesa pudieran traducirse en un discurso y tradición sociológica diferenciada, muy implicada con el impacto de los códigos y codificaciones culturales. Numerosos estudios sobre la preservación del límite, por ejemplo, reflejan esta tendencia (véase Lamont y Fournier, 1993) y es instructivo contrastarles con las alternativas de un programa débil reduccionista respecto a los procesos de la “alteridad”.

      Las nuevas inspiraciones del programa fuerte son más interdisciplinares. De manera más evidente ha crecido el interés en antropólogos culturales como Mary Douglas, Victor Turner y Marshall Sahlins. Posmodernos y posestructuralistas también han jugado su papel, pero con un mayor sesgo de optimismo. El nudo entre poder y conocimiento, que ha atrofiado los programas débiles europeos, ha sido destacado por teóricos americanos como Steven Seidman (1988). Para teóricos como Richard Rorty, el lenguaje tiende a considerarse más como una fuerza creativa para el imaginario social que como una cárcel. Como resultado, los discursos y los actores están provistos de una gran autonomía respecto al poder en la construcción de las identidades. Estas tendencias interdisciplinares son de sobra conocidas. Pero también existe un caballo negro de la interdisciplinariedad al que nos gustaría prestar atención. El aumento del interés en la teoría sobre la narrativa y el género sugiere que esta pudiera convertirse en una fuerza decisiva en el periodo de la segunda tentativa. Sociólogos culturales como Robin