maravillosos laberintos que había en los jardines del palacio de Agon.
Los violinistas estaba alineados entre bastidores y el resto de los músicos estaban en el patio de butacas. Él también estaría en la primera fila de ese patio de butacas si las obras en la calle no hubieran obligado al conductor a dejarle en la puerta trasera del teatro.
Tenía la cabeza llena con una docena de cosas y tenía que ocuparse de esa, que había tenido abandonada durante los dos últimos meses. Era un abogado experto que supervisaba todas las ventas, fusiones y compras del imperio empresarial que había levantado con sus dos hermanos, aunque no siempre empleaba sus conocimientos legales para salirse con la suya.
Teseo, el hermano mediano, había encontrado una empresa nueva de Internet que buscaba financiación. Si las previsiones eran acertadas, cuadriplicarían la inversión en menos de dos meses. Él sin embargo, recelaba de los propietarios…
Sus pensamientos sobre empresarios tecnológicos sin escrúpulos se vieron interrumpidos por un sonido muy delicado que le llegaba por una puerta que tenía a la izquierda.
Levantó una mano para pedir silencio, aguzó el oído y pegó la oreja a la puerta. Era la única pieza de música clásica que conocía por su nombre.
Se le formó un nudo en la garganta, un nudo que iba creciendo con cada compás.
Como quería oírlo mejor sin molestar al violinista, abrió la puerta con muchísimo cuidado. Bastaron un par de centímetros para que esa música, solemne e inquietante a la vez, cobrara vida.
Unos recuerdos agridulces se adueñaron de él.
Tenía siete años cuando murieron sus padres y las noches siguientes, las que pasaron hasta que sus hermanos volvieron del internado en Inglaterra, le habían dejado inconsolable. Su adorada abuela, la reina Rhea Kalliakis, lo había tranquilizado de la única forma que sabía. Había ido a su cuarto, se había sentado en el borde de la cama y había tocado Méditation de la ópera Thaïs de Jules Massenet. Llevaba más de veinticinco años sin pensar en esa pieza musical.
El tempo era algo más lento que el que empleaba su abuela, pero el efecto era el mismo, doloroso y apaciguador, como un ungüento que entraba en una herida y la curaba de dentro afuera.
La interpretación tenía «eso» tan especial y al alcance de muy pocas personas.
–Ese es el que quiero.
Talos se dirigió a los directores de la orquesta y el intérprete se lo tradujo al francés. La mujer con rostro afilado que tenía a la izquierda lo miró con los ojos entrecerrados como si quisiera adivinar si hablaba en serio, hasta que se le iluminó la expresión y abrió la puerta de par en par.
Allí, en un rincón, había una chica… una mujer alta y esbelta que todavía tenía el violín debajo de la barbilla, pero que sujetaba el arco en el aire con la mano derecha. Parecía un conejo paralizado por los faros de un coche a toda velocidad.
Fueron aquellos ojos.
No había visto nunca algo parecido, tan intenso. Los tenía clavados en ella como rayos láser que la atrapaban.
Se estremeció al pensar en ellos y volvió a estremecerse cuando salió del teatro y entró en un aparcamiento nevado. Agarraba con fuerza el estuche del violín con una mano y se tapó las orejas con el gorro de rayas grises y rojas con la otra. Entonces, un coche negro muy largo y con los cristales oscuros entró en el aparcamiento y se paró al lado de ella.
Se abrió una de las puertas traseras y salió un gigante.
Su cerebro tardó un momento en comprender que no era un gigante, que era Talos Kalliakis.
Esos ojos intensos y penetrantes se clavaron en ella por segunda vez en una hora… y el efecto fue igual de aterrador y vertiginoso.
Cuando se abrió la puerta de la sala de ensayos y vio todas esas caras que la miraban fijamente, quiso que se la tragara la tierra. No se había presentado a la audición, pero le habían dicho que tenía que ir por si se necesitaba toda la orquesta. Se había encerrado en esa sala detrás del patio de butacas, estaba, pero no se la veía.
Esos ojos…
La habían mirado tanto tiempo que se había sentido como aislada de todo. Hasta que dejó de mirarla y desapareció sin saludarla ni despedirse. No tuvo tiempo para apreciar el verdadero tamaño de ese hombre.
Era alta para ser mujer, medía algo más de un metro setenta, pero Talos era mucho más alto, como una masa de músculos y estatura que no podía disimular ni la vestimenta invernal.
Se le secó la boca.
Llevaba el pelo, moreno y tupido, un poco largo, revuelto por delante y con unos rizos por detrás que le llegaban hasta el cuello del abrigo negro. La barba incipiente, también espesa, le cubría la mandíbula cuadrada.
A pesar de la ropa exclusiva y de los zapatos hechos a mano, tenía algo primitivo, como si pudiera estar en una selva, colgado de una liana y dándose golpes en el pecho. Parecía peligroso y la cicatriz que le dividía en dos la ceja derecha confirmaba esa sensación.
También parecía tener las ideas muy claras.
Dio un par de zancadas y se acercó a ella con una mano tendida y la cara seria.
–Amalie Cartwright, encantado de conocerle –le saludó él en un inglés perfecto.
Había estado segura de que era bilingüe. Además, era enorme, tenía que medir cerca de los dos metros.
Amalie tragó saliva para humedecerse la boca, se pasó el estuche del violín a la mano izquierda y tendió la derecha. Él la tomó inmediatamente con su mano fuerte y bronceada. Fue como si se la hubiese tragado una zarpa gigante. Ella, a pesar de los guantes de lana, notó la calidez de su mano desnuda.
–Monsieur Kalliakis… –murmuró ella.
Se soltó la mano y también agarró con ella el estuche del violín.
–Le ruego su atención. Por favor, móntese en el coche.
¿Le ruego su atención? Si no hubiese estado tan alterada por él y por su voz, una voz grave y gutural que encajaba perfectamente con su aspecto, se habría reído ante ese formalismo.
Entonces, se acordó de que era un príncipe, de la realeza. ¿Tenía que hacer una reverencia o algo así? Él había desaparecido de la sala de ensayos antes de que los hubiesen presentado.
Se aclaró la garganta y retrocedió un pasito.
–Lo siento, monsieur, pero creo que no tenemos nada de qué hablar.
–Yo le aseguro que sí. Móntese en el coche. Hace demasiado frío para tener una conversación aquí.
Él hablaba como solo hablaría un hombre muy acostumbrado a imponerse.
–¿Se trata del solo? Ya le expliqué a su ayudante que tengo un compromiso previo para el fin de semana de la gala y que no voy a poder asistir. Lo siento si no le ha llegado el mensaje.
El ayudante, un hombre de mediana edad con aire implacable, no pudo disimular su asombro cuando ella le dijo que no podía hacerlo. Los directores de orquesta se limitaron a mirarla con ojos suplicantes.
–El mensaje me ha llegado y por eso he vuelto desde el aeropuerto, para hablarlo con usted en persona.
El fastidio era evidente, como si ella tuviera la culpa de que sus planes se hubiesen frustrado.
–Tendrá que cancelar ese compromiso. Quiero que toque en la gala por mi abuelo.
–A mí también me encantaría –mintió ella, que estaba acostumbrada a tratar con personas autoritarias, y ninguna como su madre–, pero no puedo cancelarlo.
Él frunció el ceño como si jamás hubiera oído la palabra «no».
–¿Sabe quién es mi abuelo y la oportunidad que supondría para su carrera profesional?
–Sí,