se mordió la lengua e hizo un esfuerzo para conservar la calma. Él pánico no la llevaría a ninguna parte.
–Es mi casa y usted ha entrado sin permiso. Váyase o llamaré a la policía.
Él sabía casi con toda certeza que su teléfono móvil estaría en la mesilla de noche.
–Llámela –él encogió sus inmensos hombros–. Para cuando lleguen, habremos terminado nuestra conversación.
Ella lo miró con cautela para no parpadear, se frotó los brazos con las manos y retrocedió hasta que se topó contra la pared. ¿Qué podría utilizar como arma?
Ese hombre era un desconocido y el hombre más imponente, físicamente, que había visto en su vida. La cicatriz que le partía la ceja solo terminaba de completar le sensación de peligro que transmitía. Si él fuera a… Ella no podría defenderse solo con su propia fuerza, sería como un ratoncillo campestre contra una pantera.
Él esbozó una sonrisa de desagrado.
–No tiene nada que temer, no soy un animal. He venido para hablar con usted, no para… atacarla.
¿Acaso le diría la pantera al ratoncillo campestre que pensaba comérselo? Claro que no. Repetiría una y otra vez que era lo último que haría y entonces, cuando el ratoncillo se hubiera acercado lo bastante… ¡Zas!
Miró sus impresionantes ojos y vio que aunque eran fríos, no eran amenazantes. Se desvaneció una parte minúscula de su miedo. Ese hombre no le haría daño, al menos, físicamente. Bajó la mirada y se frotó los ojos, que le escocían de no parpadear.
–De acuerdo. Diez minutos, pero debería haber llamado antes. No puede irrumpir en mi casa cuando estaba dormida.
Entonces, cayó en la cuenta de que él estaba recién duchado, afeitado y vestido y ella llevaba un pijama viejo de algodón y una bata, además de estar despeinada y recién levantada de la cama. Se sentía en franca desventaja.
–Son las diez –comentó él mirando el reloj–. Una hora muy prudencial para visitar a alguien un lunes por la mañana.
Para colmo, ella sentía el calor en la piel. No era asunto de él que ella casi no hubiese dormido, pero sí era su culpa. Daba igual lo mucho que hubiese intentado alejarlo de su cabeza, él aparecía cada vez que cerraba los ojos. Había pasado dos noches con su arrogante rostro pegado detrás de los párpados, su arrogante y atractivo rostro. Asombrosa y perversamente atractivo.
–Es mi día libre, monsieur. Es asunto mío lo que hago o no hago –se le había secado tanto la boca que las palabras le salieron como un graznido–. Necesito un café.
–Yo tomaré el mío solo.
Ella no replicó, cruzó la cocina y apretó el botón de una cafetera que había dejado preparada la noche anterior.
–¿Ha vuelto a pensar en mi oferta? –preguntó él mientras ella sacaba dos tazas.
–Ya sé lo dije; no tengo nada que pensar. Estoy ocupada ese fin de semana.
Ella vació una cucharada de azúcar en una de las tazas.
–Me temía que esa sería su respuesta.
El agua empezó a caer, gota a gota, a través del filtro y se olió el aroma a café recién hecho.
–Voy a apelar a sus mejores instintos –siguió Talos mirando fijamente a Amalie, quien estaba observando el goteo del café–. Mi abuela era música y compositora.
–¡Rhea Kalliakis! –exclamó ella después de una breve pausa.
–¿La conoce?
–No creo que haya ningún violinista vivo que no la conozca. Compuso unas piezas preciosas.
Talos sintió una punzada de orgullo al saber que esa mujer apreciaba los talentos de su abuela. Amalie no podía saberlo, pero que los apreciara solo servía para confirmar su decisión de que era la violinista perfecta para ese cometido, de que era la única violinista.
–Terminó su última composición dos días antes de que muriera.
Ella se dio la vuelta para mirarlo.
Amalie Cartwright tenía unos ojos almendrados preciosos, y no era la primera vez que se fijaba. El color le recordaba al anillo de zafiro verde que había llevado su madre. En ese momento, ese anillo estaba a buen recaudo en la caja fuerte del palacio de Agon y esperaba a que Helios eligiera una esposa adecuada que lo custodiara. Después del diagnóstico de su abuelo, ese día tendría que llegar antes de lo que Helios había deseado o esperado. Helios tenía que casarse y engendrar un heredero.
La última vez que él había visto ese anillo, su madre había estado peleándose con su padre y dos horas después, estaban muertos.
Dejó a un lado aquella noche catastrófica y volvió al presente. Volvió a Amalie Cartwright, la única persona que podía hacer justicia a la última composición de Rhea Kalliakis y, además, reconfortar a un hombre moribundo, a un rey moribundo.
–¿Es la pieza que quieres que se interprete en el homenaje a tu abuelo?
–Sí. Durante los cinco años que han pasado desde su muerte, hemos mantenido a salvo la partitura y no hemos permitido que nadie la interprete. Nosotros, mis hermanos y yo, creemos que ese es el momento adecuado para que todo el mundo la oiga. ¿Qué momento iba a ser mejor que el cincuentenario de mi abuelo? Además, creo que usted es la persona idónea para que la interprete.
Él, intencionadamente, no dijo nada sobre el diagnóstico de su abuelo. No se había comunicado nada sobre su estado y no se haría hasta después de la gala por decisión de su abuelo, el rey Astraeus.
Amalie sirvió las tazas con el café recién hecho y añadió leche a la suya, las llevó a la mesa y se sentó enfrente de él.
–Creo que lo que están haciendo es maravilloso –comentó ella en un tono mesurado–. A cualquier violinista la perecería un honor ser el elegido, pero, desgraciadamente, ese violinista no puedo ser yo, monsieur.
–¿Por qué?
–Ya se lo he dicho. Tengo un compromiso previo.
–Duplicaré lo que vayan a pagarle –replicó él mirándola fijamente–. Veinte mil euros.
–No.
–Cincuenta mil. Es mi última oferta.
–No.
Talos sabía que su mirada podía ser intimidante, tanto o más que su imponente físico. Había puesto esa mirada infinidad de veces delante de un espejo para ver lo que veían los demás, pero no lo había distinguido. Fuera lo que fuese, le bastaba con esa mirada para salirse con la suya. Las únicas personas inmunes eran sus hermanos y sus abuelos. Su abuela, cuando le había visto poner esa cara, como lo había llamado ella, le había dado un cachete.
La echaba de menos todos los días.
Sin embargo, aparte de esos familiares, nunca se había encontrado con nadie inmune a esa mirada, hasta ese momento.
Amalie ni parpadeó, negó con la cabeza y su melena, que necesitaba con urgencia que la peinaran, le cayó sobre los ojos antes de que ella se la apartara.
Talos suspiró, sacudió la cabeza y se frotó la barbilla para mostrar su decepción.
Ella tomó la taza con las dos manos y dio un sorbo de café con la esperanza de que su penetrante mirada no captara sus nervios.
Toda su vida había tenido que lidiar con personalidades descomunales y vanidades mayores todavía. Eso le había enseñado lo importante que era enmascarar sus emociones. Si un enemigo percibía su debilidad, se abalanzaría sobre ella, y podía notar que Talos era un enemigo en ese momento. No había que ponérselo fácil, no había que darle ventaja.
Nunca le había costado tanto quedarse de brazos cruzados. Jamás desde que