Мишель Смарт

En la encrucijada


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asistirán…

      –Sin embargo, hay muchos violinistas en esta orquesta –siguió ella como si él no le hubiese interrumpido–. Si los escucha, como había pensado hacer, comprobará que la mayoría tiene más talento que yo.

      Claro que sabía el acontecimiento que iba a ser esa gala. Sus compañeros de orquesta no habían hablado de otra cosa desde hacía semanas. Se había avisado a todas las orquestas de Europa de que el príncipe Talos Kalliakis estaba buscando un violinista solista. El día anterior, cuando se confirmó que iba a hacer una audición de violinistas de la Orquesta Nacional de París, todas las músicas de la orquesta salieron corriendo a los salones de belleza para que las acicalaran.

      Los tres príncipes de Agon estaban considerados los solteros más codiciados de Europa, y los más guapos.

      Ella había sabido que no iba a presentarse a la audición y no había tenido que salir corriendo a ningún lado. Si hubiese sospechado siquiera que él iba a estar escuchando detrás de la puerta de la sala de ensayos, habría dado mal todas las notas que hubiese podido sin llegar a sonar como el maullido de un gato. Era imposible, completamente imposible, que pudiera salir al escenario de la gala del cincuentenario y tocar para todo el mundo. Le entraban sudores fríos solo de pensarlo.

      Empezaba a notar el viento gélido y la nieve estaba filtrándose por las finas costuras de las botas y estaba mojándole los calcetines. El asiento trasero del coche de Talos parecía cómodo y cálido, aunque no iba a comprobarlo en su propio cuerpo. Los ojos gélidos de él no desentonaban en el clima que los azotaba.

      –Lo siento, monsieur, pero tengo que irme a casa. Esta noche tenemos un concierto y tengo que volver dentro de unas horas. Le deseo suerte y que encuentre el solista que busca.

      Sus rasgos se suavizaron levísimamente, pero sus ojos, que eran de un marrón casi transparente, se mantuvieron inflexibles.

      –Volveremos a hablar el lunes, despinis. Hasta entonces, le aconsejo que piense bien a lo que renuncia si no acepta la oferta.

      –El lunes es nuestro día libre. Vendré el martes si quiere hablar conmigo, pero no tendremos nada de qué hablar.

      –Lo veremos –él ladeó la cabeza–. Por cierto, la próxima vez que nos reunamos puede emplear el tratamiento que me corresponde: alteza.

      Ella esbozó una sonrisa sin poder evitarlo.

      –Pero, monsieur, estamos en Francia, en una república. Incluso cuando teníamos una familia real, los herederos al trono recibían el tratamiento de «monsieur», así que estoy dirigiéndome correctamente a usted. Además, creo que debería recordarle lo que les pasó a quienes presumían de tener sangre real: les cortaron la cabeza…

      Amalie ocupó su sitio en el escenario, en la segunda fila empezando por detrás, cómodamente rodeada por los demás violines segundos. Justo donde quería estar, alejada de los focos.

      Mientras esperaba a que Sebastien Cassel, el director invitado, les diera la entrada, notó un cosquilleo en la piel. Miró al patio de butacas y comprobó que las previsiones habían sido acertadas, que estaba medio vacío.

      ¿Hasta cuándo podía durar eso?

      París era una ciudad que había aplaudido a sus orquestas durante siglos, pero las otras orquestas no tenían la sede en un agujero lleno de pulgas como el Théâtre de la Musique, una sala de conciertos que tuvo su momento de esplendor, pero que años de abandono y de falta de inversión la habían dejado al borde de la ruina.

      Una figura enorme en un palco de la derecha, donde estaban las localidades más caras, hizo que parpadeara y lo mirara fijamente. Aunque entrecerró los ojos para enfocar mejor, los latidos acelerados del corazón le dijeron quién era y comprendió el cosquilleo en la piel.

      Pensó inmediatamente en el príncipe Talos. Ese hombre, y el peligro que transmitía, tenían algo que hacía que quisiera salir corriendo más deprisa que si hubiesen dirigido cien focos hacia ella. Su imponente físico, el rostro maravilloso con la cicatriz que le cruzaba la ceja, la voz que había hecho que la sangre le hirviera como si fuera lava…

      Juliette, la violinista que tenía al lado, le dio un codazo en las costillas. Sebastien estaba mirándolas con la batuta en alto. Amalie miró la partitura, se colocó en posición y rezó para que los dedos le respondieran.

      Estar sentada detrás de unos ochenta músicos solía hacer que se sintiera invisible, solo era una cabeza más dentro de esa multitud y alejada de los focos. No podía soportar tener un foco apuntado hacia ella y los había evitado por todos los medios desde que tenía doce años.

      No podía verlo con claridad, ni siquiera sabía con certeza que fuese él quien estaba en el palco, pero no podía evitar la sensación de que había alguien entre el público que tenía los ojos clavados en ella.

      Talos observó cómo transcurría la velada. La orquesta era un grupo profesional que tocaba con una elegancia que hasta el más inculto, en el sentido musical, podía apreciar. Sin embargo, no había ido para escucharla.

      Una vez que hubiese terminado el concierto, tenía una cita con el propietario de ese destartalado edificio. En un principio, había pensado tomar el avión para volver a Agon y visitar a su abuelo con el alivio de haber dado por terminados esos dos meses buscando un violinista. Sin embargo, la obstinación de Amalie había tirado por tierra sus planes.

      Al mirarla en ese momento, cuando los dedos de la mano izquierda volaban sobre las cuerdas del violín, no podía creerse que hubiese sido tan descarada. Su cara afilada y con pecas en la nariz daba la impresión de que era alguien frágil y delicado, una imagen completada por un cuerpo tan esbelto que cualquiera podría pensar que iba a llevársela una ráfaga de viento. Tenía esa elegancia que parecía natural en muchas mujeres parisinas. Lo había percibido antes, aunque hubiese tenido el precioso pelo castaño oculto bajo un gorro de lana que se había puesto para protegerse del frío.

      Sin embargo, las apariencias podían engañar.

      Se había negado a tocar en la gala de su abuelo y, por extensión, había ofendido al apellido Kalliakis. Además, se había pasado de la raya con la burla sobre la decapitación de la familia real francesa.

      Amalie Cartwright tocaría de solista. Él se ocuparía de que lo hiciera. Talos Kalliakis siempre conseguía lo que quería.

      Capítulo 2

      AMALIE se tapó la cabeza con la almohada y no hizo caso del timbre de la puerta. No esperaba visitas ni ninguna entrega. Su madre, francesa, no se presentaría sin avisar a esa hora de la mañana, ella opinaba que cualquier hora antes de mediodía era plena noche, y su padre, inglés, estaba de viaje en Sudamérica. Fuera quien fuese, podría volver en otro momento, aunque estaba claro que fuera quien fuese no tenía intención de volver en otro momento.

      Siguieron llamando al timbre y empezaron a aporrear la puerta.

      Se levantó de la cama entre maldiciones, se puso una bata y bajó las escaleras para abrir.

      –Buenos días, despinis.

      Dicho lo cual, Talos Kalliakis se metió en su casa.

      –¿Puede saberse…? Disculpe, pero no puede entrar en mi casa sin más.

      Ella lo siguió apresuradamente mientras él recorría su estrecha casa como si le perteneciera.

      –Le dije que hoy hablaría con usted.

      Él lo dijo sin inmutarse, como si la furia y el asombro de ella le dieran igual.

      –Y yo le dije que hoy es mi día libre. Me gustaría que se marchara.

      –Cuando hayamos hablado –replicó él entrando en la cocina.

      Para que no cupiera duda, dejó el maletín en el suelo, se quitó el abrigo negro, lo dejó en el respaldo de una silla y se sentó a la pequeña mesa de cocina.

      –¿Qué hace?