a protestar por ello. De hecho, aquella oferta era un salvavidas, especialmente si era cierto que Hillier y Jones estaban pasando por un mal momento. Sin embargo, la confundía no haber oído rumores al respecto.
El principal problema era el propio Luciano Segurini. Aquel hombre ponía todos sus mecanismos de autoprotección en estado de alerta. Presentía que aquel hombre podría infiltrarse entre sus defensas casi sin que ella se diera cuenta.
Tal vez se estuviera preocupando por nada. Nunca había tenido mucha relación con Howard Hillier, el director de la agencia en la que estaba trabajando, así que podría ser que tampoco la tuviera con aquel hombre. Resultaría ridículo rechazar una oferta tan excepcional simplemente porque tenía miedo de un hombre tan carismático y de lo que él podría hacer con sus sentimientos. Sin embargo, no podía dejar de pensar que había algo más, algo que él le estaba ocultando, una razón más que de la simplemente necesitar una buena publicista.
Diez minutos nunca habían pasado más rápidamente para Celena. En el instante en el que él regresó, el despacho volvió a cargarse de electricidad… y lo peor era que ella todavía no se había decidido.
—¿Qué has decidido, Celena?
Aquella fue la primera vez que él la tuteó, pero Celena no estaba segura de que le gustara aquella familiaridad. En realidad, nadie la llamaba así, ya que todos lo hacían con un diminutivo, Lena.
No volvió a sentarse en el sillón, sino que lo hizo sobre el escritorio, apoyado en él con las piernas estiradas y las manos a ambos lados. Estaba tan cerca de ella que Celena olía la loción para después del afeitado que él se había puesto, un aroma que parecía abotargarle los sentidos aún más. Ningún hombre le había afectado de aquella manera antes, tan repentinamente y en contra de su voluntad. Ni siquiera Andrew, del que había creído estar enamorada.
—Yo… No puedo aceptar este trabajo, señor Segurini.
—¿Por qué no, Celena? —preguntó él, con un gesto que revelaba el enojo que le producía aquella respuesta.
—Antes, necesito descubrir si es cierto lo que ha dicho sobre Hillier y Jones.
—Y cuando compruebes que es así, ¿qué excusa utilizarás entonces?
—Todo esto es muy irregular, señor Segurini. No puedo evitar tener sospechas.
—¿Me estás diciendo que el dinero extra no te vendría bien? —preguntó él, con una voz profunda y desconcertante, que le produjo una incómoda sensación en la boca del estómago.
—El dinero siempre es útil, pero no siempre es la respuesta.
Entonces, él se apartó del escritorio y fue a colocarse detrás del respaldo de la silla. Luego, se inclinó sobre ella, tanto que le acercó la boca a la oreja.
—Eres una mujer sorprendente, Celena Coulsden.
Aquellas palabras vibraron dentro de ella, a través de cada uno de sus nervios. Celena sabía lo que él estaba haciendo. Estaba utilizando su sensualidad, seguro de que así conseguiría hacerla ceder.
El miedo se apoderó de ella. Él no podía haber adivinado lo que ella estaba sintiendo. Estaba segura de que no había sido así. Simplemente estaba jugando con ella, seguro de que al final acabaría ganando.
—Esta es una entrevista muy poco ortodoxa, señor Segurini —dijo ella, poniéndose rápidamente de pie y apartándose de él.
—Yo soy un hombre poco ortodoxo —respondió él, con voz profunda.
—¿Utiliza siempre su sex appeal para conseguir lo que quiere? —preguntó ella, con voz fría.
Desde que había terminado con Andrew, había tenido muchas oportunidades para poner en práctica sus cualidades para apartar a los hombres. Tenía un rostro de una belleza clásica, con pómulos prominentes, ojos almendrados y una boca muy generosa. Todo aquello, combinado con su esbelta figura y la bonita melena castaña, la convertía en el blanco de las atenciones de los hombres. Se había acostumbrado a frenar sus insinuaciones con la misma mirada que le estaba lanzando en aquellos momentos a Luciano Segurini.
—¿Era eso lo que estaba yo haciendo? —preguntó él, frunciendo los labios.
—A mí me pareció que así era.
—No me había dado cuenta.
—¿De verdad?
—Creo que tienes la imaginación algo desbocada —dijo él, sentándose en la silla que ella había dejado vacía y apoyando los pies en una esquina del escritorio—. Sin embargo, si estoy consiguiendo persuadirte de que nos harías a ambos un favor, si aceptaras este trabajo, no me parece nada malo.
—No está consiguiendo convencerme —replicó Celena con frialdad—. De hecho, su comportamiento me está convenciendo de que cometería un error fatal si aceptara su oferta.
Él frunció el ceño y se puso de pie como movido por un resorte.
—Mis sinceras disculpas, señorita Coulsden. Pensé que la informalidad ayudaría. Evidentemente, me equivoqué —dijo él, volviendo rápidamente a su sitio, detrás del escritorio.
—Y también se equivocó al dar por sentado que yo me aferraría a esta oportunidad —añadió ella—. Creo que ya no tenemos nada que decir. Buenos días, señor Segurini.
A pesar de que sabía que más tarde lamentaría haber rechazado aquella oferta, Celena no cambió de opinión. Además, para su sorpresa, él la dejó marchar sin decir otra palabra. Cuando ella regresó a su despacho, hizo unas pesquisas y descubrió que todo lo que Luciano Segurini le había dicho sobre el estado de su agencia era cierto. Parecía que se iba a quedar sin trabajo y que Davina tendría que dejar el internado sin remedio. Aquel pensamiento la entristeció y la inquietó a la vez.
Aquella tarde, cuando llegó a casa, Celena tenía un enorme ramo de flores esperándola. Cuando las recogió con curiosidad del umbral de su puerta, miró con atención la tarjeta.
Para la mujer más sorprendente que he conocido. Si cambias de opinión, la oferta sigue en pie. Me mantendré en contacto.
La tarjeta no estaba firmada, pero no era necesario. A pesar de que, económicamente, Celena se sentía aliviada de que pudiera optar todavía a aquel trabajo, tenía miedo de volver a enfrentarse con el hombre más sorprendente que ella había conocido. No le había hablado a nadie de aquella entrevista, ya que había utilizado la excusa de una cita con el dentista para explicar su ausencia en el trabajo.
Tras abrir la puerta, entró en su casa. A la muerte de sus padres, Celena había vendido la casa que tenían en Norfolk y se había mudado más cerca de Londres y de su trabajo. Aquella nueva casa era perfecta para ella. Si no hubiera sido por el internado de Davina, hubiera vivido más que cómodamente.
Dejó las flores en la encimera de la cocina, pensándose muy seriamente si tirarlas o no a la basura. Si las colocaba en un jarrón, serían un recordatorio constante del hombre que había dejado una huella tan profunda en ella en un espacio de tiempo tan breve. Tras tomar una ducha, se puso un cómodo mono de seda verde.
A continuación, se preparó la cena con un poco de pollo frío y una ensalada. Las rosas seguían todavía en el lugar en el que ella las había dejado. Acababa de terminar de cenar cuando sonó el timbre. Como siempre había alguien que llamaba a la puerta, Celena sintió la tentación de no abrir. Sin embargo, al ver que el timbre volvía a sonar, fue a ver quién era. Y se quedó boquiabierta.
—¡Señor Segurini! ¿Qué está haciendo aquí?
—He venido a comprobar que mis flores han llegado sin novedad.
—Una llamada de teléfono hubiera sido más que suficiente. Y sí, han llegado. Muchas gracias, aunque no se me ocurre por qué las ha enviado.
—Espero que le gusten las rosas blancas —dijo él, mientras la examinaba de arriba abajo, subiendo la mirada lentamente. Tras detenerse brevemente