Margaret Mayo

Persuasión


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qué, qué?

      —¿Por qué debería llamarle Luciano cuando usted es el dueño de la empresa para la que trabajo? Creo que no estaría bien que yo le llamara por su nombre cuando soy solo una recién llegada a su equipo y, especialmente, siendo este un viaje de negocios.

      —De negocios y de placer. Es siempre un placer estar con mi familia.

      —¿Y es siempre un placer llevarse a una chica?

      —No. Nunca he llevado una chica a mi casa.

      —¿Es que nunca ha ido en serio con nadie?

      —Sí, claro que sí, pero no salió bien. Preferiría no hablar de eso. ¿Has terminado? Quiero empezar cuanto antes.

      Celena se dio cuenta de que, sin quererlo, había dado con un punto débil. Aunque sentía curiosidad por conocer algo más, sabía perfectamente que no sería adecuado. Tal vez más adelante, cuando le conociera mejor, descubriría algo más sobre aquella mujer que había dejado una huella tan profunda en él. Evidentemente, ella era la razón por la que no se había casado.

      Su cita era con una firma de coches muy conocida y resultó muy emocionante. Celena se sintió honrada de haber podido participar en aquello.

      Algo más que tenía en su favor era que hablaba italiano. Sin duda, Luciano había sabido también eso cuando le ofreció aquel puesto. Seguramente, era eso a lo que se refería cuando le había dicho que estaba doblemente cualificada. Aunque el dialecto siciliano era algo diferente, lo entendía perfectamente. Hasta los propios sicilianos se quedaron impresionados con el conocimiento que tenía de su lengua.

      Después, almorzaron en un restaurante a las afueras de Palermo y Luciano la elogió profusamente, pero no se detuvieron más de la cuenta. Resultaba evidente que estaba deseando ver a su familia y en particular a su bisabuela. Hablaba de ella sin parar, dejando claro que existía un fuerte vínculo entre ellos.

      Luciano dirigió el coche por la autopista que rodeaba la costa. Luego, giraron hacia el sur, hacia el centro de la isla. Las montañas eran altas y el paisaje dramático. La autopista seguía el valle del río Hymera, por la falda de las montañas Madonie y llegaba por fin a la ciudad amurallada de Enna, con su castillo y la leyenda de Deméter y Perséfone.

      Finalmente, Luciano se detuvo delante de un viejo palazzo a las afueras de la ciudad. Celena contempló asombrada la magnífica mansión de piedra con sus arcos y pilares. Resultaba evidente que, en el pasado, había sido muy hermosa. En aquellos momentos tenía un aire decadente que, a pesar de todo, le impresionó mucho. Nunca antes había visto nada tan grandioso como aquello.

      La puerta se abrió lentamente a media que ellos se acercaban. Una mujer joven, vestida de negro, sonreía tímidamente a Luciano mientras miraba con curiosidad a Celena.

      —Buon giorno, Francesca —dijo él—. ¿Está mi bisabuela esperándonos? —añadió, también en italiano.

      Francesca asintió, sonriendo abiertamente. Después de presentar a Celena, la condujo hacía una impresionante escalera, que, formando una curva, llevaba hasta el piso superior. Allí, una vidriera dejaba pasar la luz del sol, convirtiéndola en una miríada de colores.

      Avanzaron a lo largo de un pasillo, a través de una puerta y luego a través de otro pasillo. Todo estaba profusamente decorado con escayola y del techo colgaban hermosas arañas de cristal. De repente, se encontraron frente a una pesada puerta de madera. Luciano llamó, sin atreverse a entrar sin permiso.

      —Avanti!

      Celena había esperado escuchar una voz frágil y temblorosa, pero aquella palabra sonó con fuerza y autoridad. Al entrar en la habitación, iluminada por una luz tenue, vieron a la bisabuela Segurini. Era una mujer diminuta y estaba sentada, muy erguida, sobre una butaca de terciopelo. Iba toda vestida de negro, con un encaje también negro sobre el pelo blanco. Tenía los ojos hundidos, pero todavía conservaban una fuerza que decía que ella seguía siendo la matriarca de la familia. Al ver a su bisnieto, se iluminaron y él se acercó rápidamente a darle un beso y un abrazo.

      —Por fin has llegado —dijo la mujer, en italiano—. Llevo tanto tiempo esperando tu visita, Luciano. ¿Y esta es Celena? Acercate, jovencita. Déjame mirarte —añadió la anciana, refiriéndose a ella. A pesar de que la sorprendió que Luciano ya la hubiera mencionado, Celena se acercó obedientemente—. ¡Dios mío! Eres más hermosa que en la fotografía.

      ¿Fotografía? ¿De qué estaba hablando aquella mujer? Celena miró a Luciano y frunció el ceño. Sin embargo, él sacudió la cabeza, haciéndole un gesto para que no dijera nada. Ella decidió que la fotografía de la que hablaba la anciana debía de haber sido de su anterior novia y que Luciano no quería avergonzar a su bisabuela mencionándolo. Probablemente, la ex novia de Luciano y ella se parecían mucho y de ahí el error.

      Poco a poco los ojos de Celena fueron acostumbrándose más a la poca luz y pudo ver más claramente a Giacoma Segurini. Era muy delgada. Las manos, con los dedos muy nudosos, estaban adornadas de diamantes y granates, al igual que las orejas y garganta. Parecía una reina sentada en su trono y Celena no tuvo duda alguna de que así era como su familia la consideraba. Sin embargo, a pesar de su porte erguido y su aire totalitario, parecía frágil y estaba muy pálida, como si el hilo que le unía a la vida fuera muy débil.

      La anciana extendió las manos. Celena las tomó entre las suyas y recibió un beso en cada mejilla.

      —Luciano ha elegido bien —dijo, sonriendo—. Todo el mundo está muy ansioso por conocerte.

      —Pero yo no soy quien… —empezó Celena, deseando aclararlo todo.

      Por el rabillo del ojo, vio que Luciano se ponía muy tenso, pero no le importó. No estaba bien que engañara a su bisabuela. Sin embargo, la anciana siguió hablando, sin prestar atención a la frase que Celena había dejado a medias.

      —Supongo que te habrá dicho que es mi bisnieto mayor y mi favorito.

      —Sí —admitió ella—, pero tengo que…

      —Sin embargo, me ha desilusionado mucho no casándose antes. ¡Treinta y siete! —exclamó, escandalizada—. Mi marido tenía veintidós cuando me casé con él. Yo tenía veinte. Cuando él tenía la edad de Luciano, nuestro hijo mayor ya tenía catorce años y teníamos, además, otros tres hijos. ¿Cuantos años tienes, Celena?

      —Veintiocho —respondió ella, de mala gana.

      —La gente de hoy en día… ¿qué os pasa? ¿Qué ha pasado con el amor y el romance? No hacéis más que trabajar y trabajar. Os pasáis la vida trabajando en vez de tener una familia. No lo entiendo.

      —Las cosas han cambiado, bisnonna —dijo Luciano.

      —Tal vez, pero no me gusta. Y no lo apruebo. Al menos ahora, tú has recobrado la cordura y has elegido a una hermosa mujer. Déjanos a solas, Luciano. Me gustaría hablar con ella.

      —Ahora no, bisnonna —respondió él, para disgusto de Celena. Hubiera aprovechado la oportunidad para decirle a la anciana quién era—. Nos hemos levantado muy temprano y hemos tenido un día muy agitado. Celena necesita descansar.

      —Entonces, más tarde —concedió la mujer.

      Cuando salieron de la habitación, Celena se encaró furiosa con Luciano.

      —¿A qué demonios estás jugando, haciéndole creer a tu bisabuela que soy tu novia?

      —Es solo una mentira piadosa. No hará daño alguno.

      —No estoy de acuerdo en eso —replicó ella—. La mujer está en su elemento. ¿Cómo va a sentirse cuando descubra que no soy nada más que una empleada? Tiene un aspecto tan frágil que el susto probablemente la matará.

      —Entonces, tal vez no deberíamos decirle nada.

      —Espero que no estés hablando en serio.

      —Totalmente.

      —Esto