Jill Shalvis

E-Pack HQN Jill Shalvis 1


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      –Para empezar, dejar que te marcharas anoche.

      –¿Por qué?

      Él se quedó confundido al oír su pregunta.

      –¿Que por qué?

      –Sí. ¿Por qué querías que me quedara, si no nos hemos visto casi nunca fuera del trabajo?

      –Porque me he dado cuenta de una cosa –dijo él, y, sin dejar de mirarla a los ojos, se inclinó hacia ella y le rozó la boca con los labios. Unos labios cálidos y preciosos. Aunque Kylie se quedó paralizada al notar el contacto, su cerebro, no.

      ¡Gib la estaba besando!

      Todavía estaba anonadada cuando él se retiró y le sonrió.

      –Piénsalo –le dijo.

      Y, cuando él se alejó, se quedó mirándolo fijamente.

      Gib le había hecho una proposición real.

      Y ella debería estar haciendo cabriolas. ¿Por qué no estaba dando saltos de alegría? Cerró la tienda y se marchó. Se sentía más desconcertada que nunca. Pensó en sentarse en uno de los bancos que había junto a la fuente del patio, para poder ver el segundo piso y la entrada de Investigaciones Hunt. Así, podría esperar a que Joe saliera de la oficina y abordarlo. Sin embargo, cuando llevaba cinco minutos esperando, recibió un mensaje de Molly:

      Se va a retrasar treinta minutos porque tiene una reunión con Archer.

      Vaya. Kylie se dirigió al pub para tomar algo. Se acercó a la barra y se sentó al lado de Sadie.

      Sadie sonrió distraídamente, pero no dijo nada.

      –¿Estás bien? –le preguntó Kylie.

      –Buena pregunta –comentó Sean, desde el otro lado de la barra–. Acabo de hacérsela yo también.

      –¿Y? –preguntó Kylie.

      Sean miró a Sadie.

      –Me ha dicho que no malinterprete su silencio, que no lo tome como una muestra de debilidad, porque nadie planea un asesinato en voz alta.

      Kylie se echó a reír.

      Sadie, no.

      –Bueno, está bien. ¿A quién estás pensando en asesinar? –le preguntó Kylie cuando Sean se alejó.

      –Todavía no lo tengo claro –dijo Sadie, y le acarició la cabecita a Vinnie, que se había asomado por el bolsillo del jersey de Kylie–. Voy a decidirlo ahora, mientras como.

      –¿Qué estás tomando?

      –Una macedonia.

      –Vaya, pues a mí me parece una sangría.

      –Ah, sí –dijo Sadie, y le dio un sorbito a su macedonia.

      Kylie se echó a reír.

      –Bueno, entonces, tú también has tenido un mal día –dijo con un suspiro–. Nunca me pareció que ser adulto fuera tan difícil, cuando estaba al otro lado.

      –No es culpa nuestra –dijo Sadie–. Es culpa del Monopoly, y de todas las falsas esperanzas que crea. ¿Por qué no puedo comprarme una casa? ¿Dónde está la carta que te libra de la cárcel? ¿Dónde está mi bono de doscientos dólares? –preguntó, mientras le daba un trocito de pretzel a Vinnie.

      A Vinnie le encantaban los pretzels. En realidad, le encantaba toda la comida, salvo los pepinillos. Eso era algo que Kylie había descubierto por casualidad, el otro día, cuando Vinnie se había zampado su sándwich de la comida; todo, salvo los pepinillos, que había dejado esparcidos cuidadosamente por el suelo para que ella pudiera pisotearlos sin darse cuenta al pasar.

      Entró un hombre al pub. Iba hablando por el teléfono móvil. Era un tipo alto, delgado y fuerte, y llevaba un traje estupendo. Kylie sabía cómo se llamaba: Caleb. Era el socio de Spence y, a veces, también trabajaba en Investigaciones Hunt. Siempre estaba muy serio, pero, aparte de eso, era guapísimo.

      –Relájate, Susan –dijo él, al teléfono, mientras se acercaba a la barra–. No voy a llegar tarde. Estoy en el coche en este momento, de camino.

      –¡No es verdad, Susan! –gritó Sadie–. ¡Está en un bar!

      Caleb la fulminó con la mirada.

      –Disculpa, trajecitos –le dijo ella, sin atisbo de arrepentimiento, y le dio otro sorbo a su macedonia–. Nadie le miente a Susan delante de mí.

      Caleb entrecerró los ojos. Sadie sonrió sin mostrar los dientes. Él la señaló con un dedo y, después, se alejó de ellas.

      –¿Trajecitos? –le preguntó Kylie a Sadie.

      Sadie se encogió de hombros.

      –Lleva más dinero en ropa de lo que yo he ganado en todo el año. Es muy molesto.

      –Aquí pasa algo –dijo Kylie–. Cuéntamelo.

      –Es demasiado estirado –repitió Sadie–. Además, a mí me gusta estar soltera. Me he hecho egoísta con mi tiempo y mi espacio personal. Puedo dejar abierto el tubo de la pasta de dientes y dormir como si fuera una estrella de mar.

      Todo eso era cierto.

      Cuando, por fin, Molly le envió un mensaje para avisarla de que Joe estaba a punto de marcharse de la oficina, Kylie salió del pub y se dirigió al aparcamiento. Joe había dejado allí su furgoneta, y ella estaba apoyada en el vehículo cuando él apareció, cinco minutos después. Iba vestido de trabajo, con unos pantalones oscuros de loneta y una camiseta de manga larga, y Dios sabía con cuántas armas que ella no podía ver. Llevaba una bolsa grande colgada del hombro, e iba hablando por teléfono.

      A pesar de que tenía puestas las gafas de sol, ella sabía que la estaba mirando. Terminó de hablar por el teléfono móvil, colgó y se lo guardó en uno de los bolsillos del pantalón.

      –¿Qué te ha pasado en la mano? –le preguntó.

      Ella se miró la venda.

      –Una astilla.

      –¿Te la has sacado?

      –Me la ha sacado Haley.

      –¿Y te la has limpiado bien?

      –Haley.

      Él asintió y la miró.

      –Bueno…

      –Bueno… –repitió Kylie, y se mordió el labio.

      Él enarcó una ceja.

      –¿Qué estás haciendo aquí, Kylie?

      –Esperar a que me lleven.

      Aunque él no había sonreído al saludarla a ella, sí sonrió al acariciar con afecto a Vinnie, que había asomado la cabecita otra vez.

      –¿Y adónde quieres que te lleven? –le preguntó.

      –Adonde tú vayas. Supongo que irás a ver a alguien de la lista, ¿no?

      Él no suspiró. No delataba sus emociones con tanta facilidad. No obstante, ella notó su exasperación cuando él le hizo la última caricia a Vinnie y abrió su coche con el mando a distancia. Kylie se sentó en el asiento del pasajero antes de que él pudiera echarla.

      Joe se puso al volante con una expresión de tirantez. No estaba contento. A ella no se le escapó la ironía de la situación. Después de una eternidad, la habían besado dos hombres aquella semana: uno que quería estar con ella, y otro que no.

      Y allí estaba, sentada con el hombre que no quería. Claramente, ella necesitaba ayuda. Mientras se abrochaba el cinturón de seguridad, pensó que se sentía doblemente agradecida por el hecho de que Joe no la hubiera llamado después del beso, porque, ¿en serio? ¿Se había emborrachado un