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en ebanista después de trabajar casi toda la vida de carpintero. Ella lo saludó.

      –Hola, señor Gonzales. ¿Se acuerda de mí? Fue usted el primer aprendiz de mi abuelo. Yo era muy pequeña, creo que debía de tener unos cinco años.

      –Me acuerdo de ti –dijo él, mirándola a través de las gafas–. Siempre tenías la nariz llena de mocos y eras una delgaducha que montaba en bicicleta por todo el taller y me tirabas el trabajo al suelo.

      Y él era un cascarrabias ya entonces, pero ella no dijo nada.

      –No había vuelto a verte desde que murió tu abuelo –dijo él, en un tono más suave–. Fue horrible lo que pasó. Lo que os pasó a los dos.

      Ella notó que Joe la miraba, pero mantuvo la cara girada, porque tenía el corazón encogido.

      –Nos preguntábamos si sigue haciendo trabajos de ebanistería –dijo Joe.

      El señor Gonzales se echó a reír con tantas ganas, que se habría caído al suelo si Joe no lo hubiera sujetado.

      –Hace varios años que no salgo de este apartamento. Lo único que hago con la madera es hurgarme los dientes con un palillo. Ni siquiera puedo cagar en condiciones –dijo, y señaló una bolsa que llevaba atada a la cadera.

      Joe hizo un gesto de comprensión, y asintió.

      –Gracias por atendernos, señor Gonzales.

      –Sí, sí. Si volvéis por aquí, traedme un poco de comida de esa grasienta que sirven en el deli de la esquina.

      –De acuerdo –dijo Joe.

      El señor Gonzales les cerró la puerta en las narices.

      –¿A qué se refería con lo de que sentía mucho lo que os ocurrió a los dos? Tú dijiste que no habías salido herida del incendio.

      Kylie no quería hablar de aquello con él. Nunca. Solo con pensar en aquel espantoso incendio de la nave donde su abuelo tenía el taller, tenía pesadillas, aunque hubieran pasado tantos años.

      –No, no me ocurrió nada –dijo, y empezó a caminar–. Seguro que se refería a que sentía mucho la muerte de mi abuelo, mi pérdida. Ya te dije que era mayor, y que no era necesario investigarlo.

      Joe no se disculpó.

      –A mí no me gusta dejar cabos sueltos.

      –Y, claramente, ya habías investigado sobre él. Sabías que tiene doscientos años, y por eso me has dejado que viniera.

      –Para ser justos, nunca he dicho que pudieras venir. He dicho que no iba a impedírtelo.

      –¡Lo que sea! –le espetó ella.

      Así que Joe solo había fingido que pensaba que ella pudiera cuidarse sola. Tenía que haberse dado cuenta. Sin dejar de cabecear, se dirigió hacia las escaleras. No estaba dispuesta a entrar de nuevo en aquel ascensor.

      –¿Tienes miedo de que nos quedemos encerrados de nuevo, o de que no puedas controlarte y vuelvas a abalanzarte sobre mí? –le preguntó Joe.

      Ella lo ignoró. Cosa que, verdaderamente, cada vez le estaba resultando más difícil.

      #ADondeVamosNoNecesitamosCarreteras

      A las seis de la tarde del día siguiente, Joe estaba agotado, porque llevaba catorce horas trabajando. Sin embargo, se reunió con Kylie en el patio, tal y como ella le había pedido en un mensaje.

      Ella llevaba su enorme bolso al hombro, y a Vinnie en brazos. Al verlo, el perro ladró de alegría. Era, más o menos, lo que quería hacer él al ver a Kylie, pero se conformó con acariciarle la cabecita a Vinnie.

      –Eh, pequeñajo. ¿Qué tal?

      –Ha estado muy ocupado –le dijo Kylie–. Se ha comido uno de mis calcetines y, claro, ahora está estreñido.

      Para confirmar la noticia, Vinnie se tiró un pedo muy sonoro.

      –Bien hecho –le dijo Joe, riéndose–. Seguro que ahora te sientes mejor.

      –Lo siento –dijo Kylie, con un mohín, y abanicó el aire con la mano–. No me atrevo a dejarlo solo en casa. ¿Cuál es nuestro plan?

      Joe hizo caso omiso de la palabra «nuestro».

      –Tengo una pista sobre un par de aprendices. Jayden y Jamal Williams.

      –Sí, son hermanos –dijo ella–. Son los que viven fuera del país. Se fueron a Inglaterra hace unos cuantos años.

      –Volvieron y tienen una empresa juntos, aquí, en San Francisco. Voy a ver su nave.

      Ella se quedó sorprendida, pero asintió.

      –Pues vamos.

      Él le puso una mano en el brazo para detenerla.

      –No, yo voy a ir. Vinnie y tú podéis esperar cómodamente en tu casa y…

      –No se me da bien esperar, Joe. Creo que debería habértelo advertido antes.

      Él no se molestó en suspirar. Tampoco intentó detenerla cuando se encaminó hacia el callejón. Allí, se detuvo para hablar con el viejo Eddie, el hombre sin hogar que estaba sentado en una caja de madera, junto al contenedor de basura.

      Era un verdadero hippie, y se parecía al personaje de Doc de Regreso al Futuro. Llevaba una camiseta tie-dye y unos pantalones cortos que, seguramente, tenía desde los años sesenta. Llevaba toda la vida en aquel callejón y, a pesar de todos los intentos que había hecho mucha gente por darle un techo, él se había mantenido firme.

      Decía que estaba hecho para vivir al aire libre.

      Estaba jugando a un juego del teléfono móvil que su nieto, Spence, le había comprado el año anterior, y le había obligado a tener consigo. Alzó la vista y le guiñó un ojo a Kylie.

      –Hola, cariño.

      –¿Cómo estás? ¿No pasas frío? Ha estado haciendo mucho frío por las noches.

      –Bueno, no me vendría mal tener dinero para comprarme un jersey nuevo –dijo Eddie con melancolía.

      Kylie le dio una palmadita en la mano a Eddie y, con una sonrisa dulce, se puso a rebuscar en su bolso. Joe iba a advertirle a aquella preciosa incauta que no le diera el dinero que tanto le costaba ganar, porque sabía que Spence se ocupaba de que Eddie tuviera todo lo que podía necesitar y porque Eddie utilizaba el dinero que les sacaba con su encanto a las mujeres para comprar marihuana y hacer brownies.

      Sin embargo, Kylie les dio una sorpresa a los dos, porque dijo:

      –Te di veinte dólares la semana pasada, pero tú y yo sabemos que te los gastaste en marihuana, así que esta vez tengo algo mejor que el dinero…

      Sacó una sudadera negra con capucha de su bolsa. Tenía un símbolo de la paz en la pechera.

      –Es de tu talla.

      Vaya, así que era muy dulce y preciosa, pero no era una incauta. Joe cabeceó; se había quedado impresionado.

      Eddie se puso la sudadera y se levantó para darle a Kylie un beso en la mejilla.

      –Gracias, guapa. Ven esta semana otra vez. Ya tendré mis paquetitos con muérdago en rebajas, porque la temporada ha terminado.

      Sí, claro, muérdago. Joe sabía perfectamente que en esos saquitos había marihuana.

      Kylie empezó a caminar de nuevo. Cuando llegaron al coche, sacó una peluca del bolso, que parecía no tener fondo, y se la puso. De repente, tenía una melena morena y ondulada.

      –Bueno –dijo–. Ya estoy preparada.

      Joe se quedó mirándola mientras ella se ponía un brillo oscuro