Alberto S. Santos

Amantes de Buenos Aires


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       Recordaba perfectamente el asombro y el estremecimiento con que ella había recibido aquel insólito beso, después de tantas charlas y de los largos paseos hasta la Torre de Hércules, que habían ido entretejiendo ambos corazones sin que ninguno de los dos lo percibiera. Pero al final del día fueron corriendo a la playa del Orzán y la revelación nació con el ocaso. A partir de entonces, del mundo que imaginaron y del pacto que celebraron, nunca más volvieron a ser los mismos.

      

       Este libro es un homenaje al coraje, la osadía y el sufrimiento de tantas mujeres omitidas por la historia. Como fue el caso de las maestras gallegas Elisa Sánchez y Marcela Gracia Ibeas, y también el de miles de jóvenes europeas arteramente traficadas como esclavas a los prostíbulos de América Latina. Todas ellas son las grandes protagonistas de esta novela.

       1

      Buenos Aires, 2009

      Siempre que podía, Raquel Contreras se encerraba en su oficina para revisar las novedades. Era un ritual que repetía desde el primer día en que la habían tomado como vendedora en la librería El Ateneo Grand Splendid.

      Cada vez que llegaba algún título nuevo de sus autores preferidos, se emocionaba. Acariciaba la tapa, recorría con la vista la sinopsis y abría una página al azar. La leía y se quedaba pensando de qué manera el texto se relacionaba con su vida y también en las enseñanzas que podía extraer de él, ya fuera para ese momento o para el futuro. Algo que desde pequeña le había enseñado su abuela Cleide.

      Esa mañana de marzo de 2009, cuando desembaló las novedades, sintió que el corazón le daba un vuelco. Se estremeció, deslumbrada ante la tapa de la reimpresión de la primera edición de Cien años de soledad, de su autor predilecto. De inmediato, su recuerdo voló a aquella tarde de primavera, en la casa de veraneo de su abuela, con vista al inmenso Río de la Plata. Cuando no leía, la abuela Cleide, ya muy entrada en años, pasaba horas enteras mirando aquel inmenso lago salado –ese río que finalmente se transformaba en estuario–, como si esperara que él le trajese las respuestas a algo que la vida no le había revelado. Pensó en la abuela y en aquel momento que había quedado grabado para siempre en su memoria. Cerró los ojos y lo recordó con nostalgia.

      Cleide tenía un libro en el regazo, cuando llamó a su nieta. Raquel reparó en que las manos de la anciana acariciaban el volumen como si fuese algo precioso, casi una parte de sí misma.

      –Terminé de leer este libro. Me gustaría obsequiártelo, mi querida.

      La nieta percibió que los ojos de la abuela se esforzaban por evitar que la emoción se le transformara en lágrimas.

      –¿De qué se trata, abuela?

      –De la soledad, como dice el título. La soledad es una enfermedad, que, cuanto ataca, nos impide sentirnos completos y felices. Imaginate una familia entera condenada, generación tras generación, a sufrir de este mal –explicó la anciana con voz trémula.

      Raquel tomó el libro con delicadeza. Se trataba de la mítica primera edición. Lo abrió y se detuvo en la dedicatoria, escrita en una letra elegante y firme: “Para Cleide, con afecto, para que nunca sientas el dolor de la soledad ni oses vivir más de cien años”. En ese momento habría deseado hacerle la pregunta que le quemaba la garganta: si ella también sufría o alguna vez había sufrido la soledad, a pesar de que jamás la había visto sino rodeada de gente. La familia y los amigos, y eran muchos, pululaban todo el tiempo a su alrededor. Le habría gustado saber por qué Gabriel García Márquez le había escrito una dedicatoria tan extraña.

      Pero no se lo preguntó, y se arrepintió para toda la vida de no haberlo hecho. Desde su más temprana infancia, Raquel había sospechado que su abuela escondía un gran secreto, un misterio insondable, como el de los Buendía, los personajes que poblaban el libro que la anciana con tanta ternura le había dado aquel día y cuyo recuerdo jamás se le había borrado.

      –¡Abrilo al azar, hija mía! Vamos a ver qué sale…

      La sorpresa de Raquel en la oficina de la librería El Ateneo no pudo haber sido mayor. Olió el papel y acarició la tapa dura, cautivada por los lirios amarillos y el galeón azul, que navegaba contra un bosque espectral. Antes de abrirlo en una página al azar, cerró los ojos y recordó la breve charla de su autor, años antes, en la Feria del Libro de Buenos Aires. Jamás había olvidado las palabras eternas que se le habían grabado en el corazón durante la conferencia, cuando él afirmó que la vida no era como una persona la vivía, sino como la recordaba, o como la recordaba para poder contarla. Desde ese día, juró que jamás adheriría a los libros electrónicos, pues no podía concebir una exposición donde los volúmenes no se pudieran tomar entre las manos, ni aceptar que los libros no se pudiesen acariciar, hojear ni oler, o que no se los pudiera guardar en la mesa de luz o apilar en los rincones de la casa. Libros que se pudieran perder en el subte y uno quedarse con la esperanza de que llegasen al corazón de quienes los encontraran. Temía, incluso, que el fin de los libros de papel provocara la extinción de las ferias de libros y de los autógrafos de los autores, que guardaba como sus más preciadas reliquias.

      –¡No lo puedo creer, es la misma página! ¿Será el gitano Melquíades haciendo de las suyas? –murmuró para sí, antes de leer el mismo párrafo final que años antes le había tocado con la abuela.

      Se sentó junto a la ventana. Afuera, en la avenida Santa Fe, los automovilistas tocaban bocina, ansiosos por que la fila avanzara, con la urgencia de llegar a algún lugar. Sobre la mesa, su teléfono informaba que algunas cuadras más adelante, en el cruce con la avenida Pueyrredón, había un embotellamiento provocado por un accidente de moto, que demoraba en resolverse y del que había sido víctima uno de los apurados motociclistas. Apagó el aparato y leyó, sin prisa:

      Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.

      Aquel personaje le provocaba temor y fascinación a la vez. Mel­quía­des era el portador de la terrible