Alberto S. Santos

Amantes de Buenos Aires


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Aureliano Babilonia, de la sexta generación, descubrió la maldición: que dos personas de esa misma familia no podían tener hijos juntas, pues estos nacerían con alguna deformidad. Ahora bien, como los fundadores de la familia eran primos, la consanguinidad no podría repetirse jamás. Raquel recordaba, triste y a su vez asombrada ante la imaginación del creador del personaje de Aureliano Babilonia, que este había tenido un hijo con Meme sin saber que era su tía legítima. Habiéndose repetido la consanguinidad, se cumplió la predicción del gitano: el hijo de la séptima generación nació con cola de cerdo y murió devorado por las hormigas, terminando así para siempre con el árbol genealógico de la familia.

      Poco tiempo después de aquella conversación, la abuela murió, rebosante de una salud tardía, a pocos días de cumplir cien años, una mezcla de bendición y maldición. Recién después de la par­tida de la anciana, Raquel se acordó de su regalo. El título y la dedicatoria la desvelaban, y por eso, se apresuró, voraz, a leer la historia de los Buendía durante los días que siguieron al funeral. Nadie le podía quitar de la cabeza que la abuela no había querido vivir más de cien años para evitar una desconocida maldición. Y tampoco, que darle ese libro, con la dedicatoria del autor, con aquella precisión, no había sido algo en absoluto inocente.

      Con algunas lágrimas de melancolía, apoyó Cien años de soledad sobre su pecho y sintió cómo su corazón acelerado golpeteaba la tapa, al punto de confundirlo con los golpes que, de pronto, se dio cuenta de que provenían de la puerta de la oficina.

      –Raquel, ¿podemos hablar?

      La muchacha suspiró, apartó despacio el libro de su pecho y lo colocó con delicadeza en el centro de la mesa. Todavía algo

      perturbada por los recuerdos, miró a su jefa. La directora de la librería entró sin esperar respuesta y se detuvo a su lado. Era una mujer delgada, de rasgos finos y delicados, el cabello recogido en un rodete y ojos castaños, enormes y tristes. Por un momento, se quedó en silencio mirando el libro que la joven acababa de desembalar. Había sido ella la que había encargado cien ejemplares no bien se enteró de la reimpresión.

      –Perdón, Carmela. Estaba distraída.

      –No es nada. ¿Ya pensaste en el tema? –insistió la mujer, con la mirada vacía y el gesto afligido.

      –Ya… Quiero decir, todavía no. No pude hablar con Marcelo. Recién vuelve de Rosario mañana. Sabés que no puedo tomar una decisión sin consultarla con él.

      Carmela respiró hondo. Raquel la miró de costado, y se sintió en parte cómplice de su tristeza. Con algo más de sesenta años, Carmela era una mujer respetada en los círculos culturales de Buenos Aires, pero se veía obligada a abandonar su puesto de direc­tora de la librería El Ateneo para cuidar de su madre, que se hallaba postrada por una enfermedad neurológica, en un pueblo lejano de la Patagonia, y de quien era su única familia.

      La enfermedad de la madre de Carmela y su obligación de cuidarla se habían transformado en la oportunidad de Raquel. Todos le auguraban ese futuro y, en verdad, ella misma nunca había disimulado que le gustaría algún día ser la directora de la fantástica librería que The Guardian, insospechado de parcialidad, había elegido, el año anterior, como la segunda más hermosa del mundo. Aunque, para despejar toda duda, debería visitar la librería holandesa que el periódico había escogido como la más recomendada. Y quién sabe, también la portuguesa, que había quedado ubicada a continuación. Pero jamás había imaginado convertirse en alcanzar ese puesto tan pronto, con veintinueve años recién cumplidos.

      –Como sabés, me voy a fin de mes –continuó Carmela, tomando el ejemplar que estaba sobre la mesa y hojeándolo al azar–. Los dueños me dieron carta blanca para que elija a quien me va a reemplazar. Aparte de la indemnización, fue lo único que les pedí. Pensando en vos, claro.

      Carmela sonrió al recordar el día en que Raquel había aparecido solicitando empleo. Una joven sencilla, delgada, de pelo lacio, ojos tan soñadores como incisivos, estudiante de Letras y de Gestión, además de que trabajaba para costearse la carrera universitaria. En aquella ocasión, Carmela la observó, le hizo algunas preguntas y rápidamente se dio cuenta de que estaba ante una muchacha precozmente conocedora de los autores más importantes del mundo, en especial de América Latina. Y se asombró al advertir que siempre ilustraba cada libro con alguna cita de este, como si fuera un obvio resumen, la frase que disparaba y concentraba toda la trama. Sorprendida, Carmela no sabía que aquellas frases eran las que Raquel retenía de los libros abiertos al azar durante los juegos literarios de su infancia. La joven tenía esa deuda secreta con su abuela Cleide. De esta manera, Carmela se convenció de que no podía elegir una mejor empleada para su librería. El Ateneo abrió en 2001, después de que el grupo para el que trabajaba había recuperado un glamoroso edificio ubicado en Barrio Norte, proyectado por los arquitectos Peró y Torres Armengol, construido a principios del siglo anterior y que, durante décadas, había funcionado alternativamente como teatro y como cine, y que estaba a punto de ser demolido. A la directora le pareció extraña la vacilación de Raquel.

      –¿No me vas a hacer quedar mal, no?

      –No, claro que no. De verdad es lo que siempre soñé… Estoy muy agradecida de que me des esta oportunidad. Solo tengo que arreglar algunas cosas con Marcelo.

      La directora conocía al novio de Raquel, y no podía decir que le tuviese un gran aprecio. Le constaba que había sido un brillante estudiante de Programación Informática, de los mejores que cualquier universidad argentina había tenido. Pero no le perdonaba el hecho de que no hubiera leído ningún libro de Borges, o que desdeñara, sin haberlos siquiera hojeado, a Neruda, Hemingway o Galeano, autores que, según Marcelo, escribían sobre mundos irreales y sin interés alguno para sobrevivir o enriquecerse.

      –¡Mañana dame la respuesta, por favor! Quiero dejar todo resuelto lo más rápido posible.

      Antes de cerrar la puerta de la oficina del tercer piso, Carmela la miró fijo una última vez. Raquel entrevió en sus ojos una especie de súplica. Cuánto habría deseado responderle que sí de inmediato, darle un abrazo y agradecerle la oportunidad con la que siempre había soñado. Respiró profundo, le dio un vistazo al reloj de pared y decidió dar un paseo por la ciudad y visitar a la abuela, allí cerca. Era la hora del almuerzo, así que disponía de tiempo para ella.

      Salió del edificio ubicado en avenida Santa Fe 1860, tomó hacia la derecha y no demoró en llegar a Callao, una de las principales arterias de la ciudad. Caminó hacia la izquierda, hasta llegar a la frondosa calle Vicente López; más adelante, dobló a la derecha, hacia Junín. En la esquina, del muro formado por una infinidad de ladrillos macizos pendía un antiguo farol de calle, negro y doblado sobre sí mismo, como para recordarles a los vivos que debían inclinarse ante su efímera condición. Raquel no dejó de sonreír, rememorando que la abuela siempre le decía que la vida y la salud eran una condición transitoria en el camino hacia la Recoleta o la Chacarita, los dos cementerios de la ciudad, donde apenas quedaba el recuerdo de las glorias y las miserias de algunos, y el olvido de quienes no habían dejado casi huella en el mundo.

      Sobre la muralla, algunas cruces anunciaban la ciudad de los muertos, quienes la habitaban como si de una urbe medieval se tratara. Raquel suspiró y caminó hasta la entrada del cementerio, formada por un monumental conjunto de cuatro columnas, unidas por la frase que daba la bienvenida a los féretros que jamás saldrían de allí: Requiescant In Pace.

      Una horda de turistas asiáticos, capitaneada por una guía, estaba ingresando al cementerio. Por eso, decidió pasar previamente por la basílica de Nuestra Señora del Pilar, ubicada en la esquina de la necrópolis que, en un tiempo, había integrado el convento de los franciscanos recoletos, y de la que toda la familia de Raquel siempre había sido devota, igual que ella, que aspiraba a casarse allí algún día. Después de decir sus oraciones, salió del templo y dobló hasta la entrada del cementerio, que se había transfor­mado, más que en un lugar de descanso, en un ir y venir de toda clase de gente.

      Unos dos días antes de