Alberto S. Santos

Amantes de Buenos Aires


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saliva y a mostrarse apesadumbrado. Nuevamente se alisó el bigote y se aclaró la voz, mientras desviaba la vista a la derecha, hacia un punto imaginario en el techo.

      –Lo lamento, padre Víctor. En este momento es demasiado tarde. Hace poco partió para La Habana, en el vapor Alfonso XIII.

      Aunque el sacerdote notaba el nerviosismo del hombre, recordó haber leído algo sobre el asunto.

      –Lo sé, leí la noticia de la partida del navío en La Voz de Galicia… Varios de mis feligreses también emigraron. La vida aquí no está fácil, con las huelgas de los trabajadores por la suba de los precios de los alimentos más básicos.

      El año anterior, Víctor Cortiella había predicado desde el púlpito, con cierto grado de coraje, a favor de las peticiones de las asociaciones de tipógrafos, pintores, carpinteros, zapateros, albañiles y panaderos al Ayuntamiento para que se aboliera el impuesto a los productos de primera necesidad, cuya concesión terminaría al final de ese año.

      –Vi a muchos huyendo a las Antillas, hambrientos. Apenas comían pan, y no siempre blanco y bueno. El precio de la carne aumentó, igual que el pan, el petróleo, el aceite, las papas… En fin, esto va a terminar mal –se lamentó el párroco, que incluso había tenido algunos disgustos a raíz de sus palabras, que subrepticiamente habían llegado a oídos de las autoridades religiosas y políticas.

      Conocía muy bien la carestía y el hambre de los trabajadores, que se alimentaban con sopa, pan, o con el miserable compango, apenas un tentempié de pan con tocino, bacalao o sardina, si estaban baratos. En aquel momento, seguía alentando a los pobres trabajadores coruñeses que se agrupaban en el Sindica­to de Oficios Varios a través de su acólito, que hacía de discreto intermediario.

      Mario asintió con la cabeza, y se refirió a algunas de las mani­festaciones obreras y motines que había visto en la ruta.

      –Pero hablábamos de Elisa. ¿También se fue por la falta de trabajo?

      –No exactamente –respondió Mario, ruborizándose ante aquella pregunta que no tenía prevista–. Elisa es una excelente maestra de escuela primaria. Tenía trabajo aquí y lo tendrá en Cuba, mucho mejor remunerado, por cierto. El problema fue otro: su salud. Estaba sumamente delgada y débil. Se pensó que tenía tu­berculosis. Por cautela, los médicos le aconsejaron que cambiara de clima.

      –Mmmh… Entiendo –Cortiella se rascó la calva, contrariado por la falta de una prueba tan esencial para el candidato a bautizarse.

      Al verlo dubitativo, Mario continuó rápidamente:

      –Pero a ella le debo lo más importante de mi vida. A lo largo de estos años, la convivencia con mi hermana y con Marcela, otra maestra con quien ella vivía y que despertó en mí el amor, me hi­zo regresar a la recta religión. Deseo profundamente casarme con Marcela, padre Cortiella… ¡Muchísimo!

      –Comprendo. Y para eso precisas estar bautizado.

      –Exactamente. Nuestras leyes no dejan alternativa. Pero crea que lo hago como opción de vida, pues, en mi corazón, siempre

      me mantuve fiel a la doctrina de mi padre y de mis abuelos. ¿Me puede ayudar, padre?

      Víctor Cortiella se rascó nuevamente la coronilla. Le parecía extraño no haber oído jamás hablar de aquella historia, a pesar de que conocía de vista a parte de la familia, que frecuentaba otra iglesia de la ciudad. Y el cuento de Londres le parecía algo tirado de los pelos. Pero pensó que, como la sabiduría ancestral decía, Dios escribía derecho en renglones torcidos, por eso, más allá de algunas omisiones o distorsiones, si la Divina Providencia había guiado a aquella alma hasta él, algún designio tendría planeado.

      –Existen algunos obstáculos a superar. Solo es posible bautizarte a los treinta y un años, después de que los hechos que me contaste sean comprobados por el Arzobispado de Santiago de Compostela. Y tienes que aprender el catecismo.

      –Y desde luego que lo haré con mucho gusto. Como debe imaginar, en Londres, rodeado de protestantes y ateos, nada me hacía rememorar a nuestro Dios. Pero deseo aprender, beber en las fuentes del catolicismo, la verdadera religión de mi patria. Quiero que las aguas del bautismo laven mi vergüenza. Además, la proximidad de mi hermana y de Marcela ya me ha iluminado. ¿Y usted, padre Cortiella, conoce Londres?

      Mario entrevió un brillo en la mirada del sacerdote. Y mientras recordaba interiormente que Elisa y Marcela habían aprobado –la segunda con mejores notas que la primera– las materias de Doctrina Cristina e Historia Sagrada en la Escuela Normal, vio que el padre respondía afirmativamente, entusiasmado con el evocación de la visita que había hecho a la capital inglesa, después de terminar el curso de Teología y antes de ordenarse como presbítero. Había sido un obsequio de su padrino, también él un clérigo de mucha influencia en la diócesis, el que le había dado la posibilidad de conocer las ciudades europeas más importantes. Mario balbuceó algunas palabras en inglés y Cortiella respondió, divertido y orgulloso de sus conocimientos.

      –¿Dónde se hospedó en Londres?

      –En Picadilly.

      –¿Sí? ¿Cerca del Hotel Italiano?

      –Precisamente en ese hotel.

      –¡Qué coincidencia! ¡Muchas veces estuve allí con el hermano de mi padrastro!

      Desde la esquina del atrio de la iglesia de Santa Baia, en Dumbría, Marcela percibió el polvo que levantaban los caballos y la diligencia, que venían de la ciudad herculina con pasajeros, mercaderías y el correo.

      Detrás de ella, discretamente, apareció un hombre de unos cuarenta años, el hijo de un rico aristócrata y banquero de la región, que había pasado a dirigir, con notorio éxito, los negocios familiares relacionados con la banca, el transporte de pasajeros y la explotación agrícola. Dueño de una viril belleza, era sumamente apetecido por las jóvenes y las mujeres solteras de las buenas casas de la región, que lo deseaban como consorte desde que había quedado viudo, tres años antes, sin tener hijos.

      –¿Esperas otra carta de tu enamorado secreto?

      Marcela se estremeció del susto y se ruborizó. Para recomponerse, comenzó a abanicarse.

      –Buenas tarde tenga usted también, don Antonio. Sí, eso hago. ¿Y usted también espera correspondencia?

      –¿Qué sucedió, Marcela? ¿Por qué me rechazaste así, sin ninguna justificación? Y tutéame, por favor, como habíamos quedado.

      La maestra tragó saliva y dirigió la mirada al piso, sin responder.

      –Creo que merezco una explicación. Estoy sumamente triste y decepcionado, pero dispuesto a comprender y a perdonar, si me das una buena razón, ahora que esa mujer se ha ido.

      Marcela respiró profundamente, manteniéndose con la mirada baja y en silencio.

      –¿No respondes nada? ¡Sabes muy bien que esa mujer era una mala influencia para ti! ¡Dónde se ha visto tanta cercanía! Apuesto que fue ella la que hizo de prisa ese arreglo con su hermano inglés, solo para alejarte de mí.

      –Don Antonio, por favor…

      –Sabes bien que es verdad. Incluso el pueblo estaba harto de ella. ¡Parecía que no tenía vida propia! ¡Conseguirse un macho y hacer su vida es lo que debería haber hecho! Por eso, creo que merezco una explicación.

      –No hay nada que explicar, don Antonio. Lamento haberlo hecho ilusionar acerca de una futura relación, pero no debió olvidar que estaba de novia…

      –¡¿De novia?! ¡¿De novia con un extraño?! ¡¿Con alguien que nadie ha visto jamás?! ¿Del que nunca me hablaste, ni siquiera cuando te besaba?

      –¡Don Antonio, por favor! ¡Alguien puede oír! –lo interrumpió la maestra, ansiosa, mientras se protegía el vientre con la mano.

      –¡¿Que