Marcelo.
La Coruña, 1901
Mario cruzó la plaza de María Pita con tantas dudas como certezas. La certeza de que amaba a Marcela y de que haría todo lo necesario para cumplir la promesa que le había hecho días antes en Dumbría. No paraba de escribirle cartas en las que le juraba su apasionado amor. El amor que habría de unirlos para siempre. Era muy consciente de la necesidad de escribirlas. Finalmente, había llegado el momento que tanto había esperado.
Aspiró profundamente el habano que había comprado en la mejor tienda de tabaco importado de la ciudad y tosió varias veces por la aspereza del humo en la garganta; quien reparara más en detalle, habría percibido que no podía ocultar el nerviosismo que lo atormentaba. Prosiguió la marcha y miró de soslayo hacia la izquierda. Allá estaba la Escuela Normal. Sonrió levemente. Los recuerdos lo serenaron. Allí, nada menos que en el despacho de Joaquina Otaño Ermida, la enérgica directora a quien asistía en las tareas administrativas, le había dado el primer beso a la mujer que amaba. En ese momento, él tenía veintitrés años, y Marcela, dieciocho. Recordaba perfectamente el asombro y el estremecimiento con que ella había recibido aquel insólito beso, después de tantas charlas de fin de jornada y de los largos paseos a pie hasta la Torre de Hércules, que habían ido entretejiendo ambos corazones sin que ninguno de los dos lo percibiera. La súbita entrada de la directora en el despacho había cortado el arrebato de Mario y la perplejidad de la joven Marcela, que, asustada, pretendía explicaciones. Y él tenía tantas para dar. Sin embargo, en aquel momento, los pesados pasos en el piso crujiente que anunciaban la llegada de la directora no permitieron que se las diera. Pero al final del día fueron corriendo a la playa del Orzán y la revelación nació con el ocaso. A partir de entonces, del mundo que imaginaron y del pacto que celebraron, nunca más volvieron a ser los mismos.
El recuerdo le apaciguó el alma. Se detuvo en una tienda de espejos, donde se alisó el bigotito que le sombreaba el labio superior, se arregló el cabello, cortado recientemente, se acomodó el traje oscuro y echó un vistazo al reloj. Eran las once de la mañana, como se apresuraron a confirmar las campanadas de la iglesia de San Jorge. Pensó en el padre Berasaín, el jesuita que Marcela le había recomendado para aquella misión, y que había sido confesor de ella en la infancia. Y de las certezas regresó a las dudas. ¿El jesuita habría logrado convencer al padre Víctor Cortiella de sus propósitos?
La iglesia de San Jorge, a un lado de la plaza de María Pita, se apareció imponente, adelante, donde despuntaban varias construcciones a medio terminar, en el margen del rectángulo que formaba. El prelado ya estaba esperando, apoyado en el umbral, acompañado por un joven acólito. Era fácil reconocerlo: la larga sotana oscura y la calva que le cubría la mitad de la cabeza no dejaban lugar a dudas. El párroco, en cambio, era un hombre de su edad, tal vez algo mayor, de rostro redondo y con un aspecto aparentemente afable.
–Presumo que eres Mario Sánchez –se presentó el sacerdote, dando dos pasos al frente, con la mano derecha estirada para el saludo de cortesía.
–Mario Sánchez Loriga, a sus órdenes –respondió con un acento extraño, pero que no pareció sorprender al sacerdote, sino todo lo contrario, porque este se sonrió.
–¡¿Así que regresaste de tierras de Su Majestad?!
–Es verdad, padre Víctor. Y no imagina la nostalgia que sentía. ¡No hay nada como nuestra amada tierra!
–¡Ahora me cuentas todo! Berasaín me pidió que te recibiera. Tenemos una hora hasta la misa de mediodía. Tal vez un poco menos, pues todavía debo investirme y dar una ojeada a las lecturas del día.
Mario sonrió, diligente. El tiempo que tuviera para la charla era lo de menos, mientras consiguiese convencer al padre de sus objetivos.
–Vamos hasta la sacristía, allí estaremos más cómodos –indicó, concluyendo con una orden dirigida al acólito–: ¡Javier, ve a Oficios Varios a ver cómo andan las cosas!
El muchacho salió dando grandes zancadas, después de mirar a Mario de arriba abajo, con los ojos entrecerrados, como buscando algún recuerdo en su memoria. Mario arrojó el cigarro al piso y lo apagó vigorosamente con el zapato, no sin antes largar la última voluta de humo al aire primaveral, mientras pensaba que el rostro del acólito no le era del todo desconocido. En la esquina, lo vio desaparecer, se alisó el modesto bigote con el índice y el pulgar de la mano izquierda, para no impregnarlo de la nicotina que tenía en la derecha, y siguió al clérigo.
–¡Siéntate, por favor! Esa silla es vieja, pero bastante cómoda –lo animó Cortiella, indicando un asiento con un almohadón rojo.
Después, el clérigo se acomodó enfrente de Mario, en otra silla de apoyabrazos más grandes.
–Bien, ¡cuéntame tu historia!
–Una triste historia, padre. Nací el 8 de septiembre de 1869, en la calle Perillana, a las ocho de la mañana.
–¿Y no te bautizaron? –preguntó el cura, yendo directamente al grano, a sabiendas de que aquella era la principal preocupación de su visitante.
–Como le expliqué al padre Berasaín, ese sacramento no me fue concedido. Cuando nací, mi padre ya había fallecido. Nunca lo conocí.
Mario detuvo la explicación, mostrando un semblante apesadumbrado. Le entregó a su interlocutor un certificado de defunción y sacó un pañuelo del bolsillo, con el que se secó la parte inferior de los párpados. Víctor Cortiella analizó el documento en detalle antes de devolvérselo al recién llegado. Era una situación a la que nunca se había enfrentado con anterioridad; por eso, debía cumplir con todas las formalidades.
–¿Y tu madre no te bautizó?
–¡Así es! Poco después, mi madre se casó con un súbdito inglés, el profesor Dodds, que profesaba el protestantismo. ¡¿Lo ve, padre?! En verdad, se decía que durante la enfermedad de mi padre fue él quien le dio a mi madre apoyo y dinero para pagar los médicos y los medicamentos. Y no se lo recrimino. ¡Pobre mamá! Luego, comencé a darme cuenta de que ambos habían empezado a sentir un gran afecto mutuo, y que el señor Dodds hacía todo para agradar y complacer a nuestra familia. La religión fue el precio que hubo que pagar. Pero, en el fondo, siempre supe que mi madre era una verdadera católica. A veces, la veía visitar en secreto las iglesias católicas de Londres y refrenar los deseos de mi padrastro cuando este pretendía que yo me inclinase por el protestantismo.
Víctor Cortiella recordó que, hacía unos seis años, había advertido al Arzobispado de Santiago de Compostela acerca de las crecientes actividades de los evangélicos en la capilla que habían recuperado en la plaza Pontevedra. Aún no pasaban de cien, pero al párroco le preocupaba la seducción de la doctrina herética, que había contaminado las almas de varias alumnas de la Escuela Normal e incluso se acordaba de que una profesora del barrio de Monte Alto terminaba las clases con cánticos protestantes. Era un tema que seguía con atención y cuidado, y por eso debía cerciorarse de las buenas intenciones de ese nuevo candidato a la recta doctrina. No fuera él, por casualidad, un espía o incluso un mercenario.
–Solo viví en La Coruña hasta los ocho años, cuando mi padrastro se mudó a Londres con mi madre. No tuve otra alternativa. Allí trabajé en la fábrica de un hermano suyo. Siempre me trataron bien. De vez en cuando, volvía acá para visitar a mi familia, especialmente a mi tía Joaquina y a mi hermana Elisa.
–¿Y hace cuánto tiempo que regresaste definitivamente?
Mario tomó un pañuelo y se secó la transpiración del rostro y de las manos. Iba a responder, pero primero tuvo que tragar en seco porque le falló la voz. Finalmente, prosiguió:
–Hace cuatro años. Fui a vivir a casa de Elisa. Ella es mayor que yo y nunca abandonó la fe católica. Dio clases en varias escuelas gallegas, la última de ellas en Calo, en el municipio de Vimianzo. Además,