Clive Witham

El libro de medicina oriental (Bicolor)


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Street Hospital (el antiguo hospital infantil) de Londres, y mientras yo hacía crucigramas, leía cómics y escuchaba la radio con unos auriculares en forma de seta, la flor y nata de los pediatras británicos dedicaban gran parte de una semana a realizar una serie de test no concluyentes para averiguar qué le sucedía a mi cuerpo.

      A falta de una solución mejor (creo que necesitaban mi cama en el hospital para alguien que estaba realmente enfermo), decidieron que como había tomado una aspirina unos días antes de que me saliesen los moratones, probablemente se trataba de una reacción alérgica a ella. Como en la mayoría de las familias de aquella época, la aspirina siempre era el primer recurso cuando alguien daba señales de estar enfermo, y todos habíamos crecido con los conocidos envases de papel de aluminio y el sonido efervescente que hacía la pastilla blanca plana al disolverse en agua.

      Por ello nos sorprendió que uno de nosotros fuese alérgico a la aspirina. Pero cuando un médico con un montón de titulaciones en su tarjeta, vestido con bata blanca y con una carpeta en la mano en la que garabatea cifras te dice que eres alérgico a la aspirina… En fin, es que lo eres. Acto seguido, me dieron el alta de inmediato y me mandaron a casa.

      Los moratones fueron desapareciendo gradualmente, y cuando reemplacé los pantalones acampanados y los polos con cuello por tejanos de tipo pitillo y calentadores de piernas, dejaron de salirme. Crecí, y continuaba advirtiendo a toda enfermera con una jeringuilla que era alérgico a la aspirina. Salvo por esto, me olvidé del episodio de los moratones durante años.

      Es decir, hasta que empecé a estudiar acupuntura y un día, después de leer un capítulo sobre nutrición, caí en la cuenta. Comprendí que un simple dato podía habernos ahorrado mucho tiempo y preocupaciones.

      Esto es lo que ahora creo que sucedió.

      Yo pertenecía a la generación británica que tomaba leche en la escuela. Como mi cumpleaños coincidía con las vacaciones de verano, y yo era de los más canijos de mi curso, junto con los más jóvenes de la clase me obligaban a tomar una botella de leche al día, a pequeños sorbos con una paja que pinchaba en la tapa de aluminio. O la tomaba, o me quedaba sin recreo y perdía un cuarto de hora intentando jugar a fútbol con una pelota de tenis.

      Mi consumo de lácticos continuaba en casa con un vaso de leche fresca pasteurizada y un montón de galletas de jengibre, además de los Frosties con leche del desayuno y una taza de chocolate con leche más tarde, de modo que tomaba más leche que una ternera recién nacida. Si a ello añadimos los bocadillos de mantequilla diarios, y que me gustaban las patatas fritas, los plátanos, cacahuetes, grandes vasos de zumo de naranja fresco, el chocolate y todos los dulces, no es de extrañar que me convirtiese en un tonel de mofletudo.

      Lo que ahora sé y que mi madre (que como cualquier madre tenía las mejores intenciones) no sabía entonces es que no podía digerir todo lo que comía. Me estaba atascando, y mi cuerpo en crecimiento procesaba los alimentos muy despacio. Y eso en sentido literal, ya que padecía estreñimiento crónico y estaba sometido a la tortura de los supositorios, con lo cual la función de otros órganos digestivos (en realidad, el Bazo, pero lo explicaré más adelante) dejaba de realizarse correctamente.

      Según la medicina oriental, una de estas funciones consiste en mantener la sangre dentro de los vasos sanguíneos. Si la digestión se debilita, el Bazo no emite suficiente «energía de contención» para evitar que la sangre salga de venas y capilares –muchos de los cuales son tan pequeños que casi no se ven–, y aparezcan moratones.

      Esto es lo que me sucedía. Tenía cardenales por los brazos y piernas porque mi Bazo no podía enviar suficiente energía a todo el cuerpo para controlar la sangre. Según la medicina oriental, el Bazo afecta específicamente las cuatro extremidades. Por eso los moratones sólo me salieron en los brazos y las piernas, y no en el cuerpo.

      De haberlo sabido en el caluroso verano de 1977, la solución habría sido fácil: dejar de tomar leche. Y nada de zumo de naranja, plátanos, patatas fritas, cacahuetes y todos aquellos alimentos que entorpecían mi digestión hasta detenerla.

      De haber tenido este libro entonces, mi madre hubiese aplicado su pulgar en algunos puntos clave de mi cuerpo para reforzar mi Bazo, y yo habría podido hacer algunos estiramientos para ayudar a restituir el equilibrio de mis órganos. Podríamos haber pedido una cuchara para sopa del restaurante chino del barrio, extender Vapor-Up sobre mi espalda y raspar justo debajo de mis omóplatos para facilitar la digestión. También me habrían podido dar unos golpecitos en los músculos para liberar la tensión que generaba el desequilibrio de mi cuerpo. También me habrían obligado a dejar de jugar a la guerra con mis soldaditos y a salir a la calle a respirar aire fresco y hacer ejercicio.

      Pero desafortunadamente no teníamos este libro; lo que teníamos era pánico, nos sentíamos impotentes y confusos, y nos veíamos obligados a depender de una forma de medicina alopática que, a pesar de los escalpelos brillantes y los largos nombres en latín, al fin y al cabo tiene lagunas.

      Una parte demasiado importante de la medicina que vemos y experimentamos, en las consultas de los médicos y en camas de clínicas u hospitales, es todo lo contrario de lo que querríamos que fuese si nosotros la gestionásemos.

      Si yo diseñase un sistema de sanidad, no confiaría mi bienestar a un profesional saturado de trabajo que va con retraso y tiene una sala de espera llena de personas, y que dispone de apenas cinco minutos para anotar un medicamento impronunciable en un papel sellado y enviar al paciente a la farmacia.

      Sin duda, en un mundo ideal cualquiera encontraría una solución mejor que ésta. Yo no quiero pasar dos semanas tomando un antibiótico a ciegas «por si acaso», y luego tener que volver a buscar otro medicamento cuando resulta que lo que me pasa es algo completamente distinto. Quiero que alguien investigue, y que investigue con eficacia, que determine cuál es el problema y lo resuelva.

      Pero no vivimos en un mundo ideal, y muchos nos encontramos sumidos en un estado de confusión junto con nuestros hijos, parejas y las personas que más nos importan en el mundo. Tenemos que seguir un sistema no porque sea bueno, sino porque es el que hay, y no siempre es fácil encontrar alternativas.

      Una de las cosas curiosas e increíblemente frustrantes de la acupuntura es que muchas personas vienen para ser tratadas después de un largo periplo médico. Las ha visitado un médico general, un especialista, un cirujano, un fisioterapeuta y un quiropráctico. Se han hecho análisis de sangre y orina, rayos X, ultrasonidos, un TAC y una resonancia magnética. Han recorrido grandes distancias buscando una segunda opinión de otro médico u otro especialista, se han vuelto a hacer los rayos X, ultrasonidos, el TAC y la resonancia. Han probado todos los medicamentos que los doctores les han recetado: antibióticos, antiinflamatorios, analgésicos, pastillas para dormir e incluso Valium. Y entonces, y sólo entonces, entran por la puerta de mi clínica y me piden que les cure, ya que soy su última esperanza antes de someterse a una operación en que les extirparán una parte importante de su anatomía.

      Por lo general, yo los compadezco por sus historias angustiosas y murmuro sin que me oigan: «Vaya, ¿por qué no vino usted al principio?» No quiero decir que yo hubiese tenido la respuesta, pero el problema habría sido mucho más fácil de tratar.

      Esto me sucedía tanto cuando ejercía en Reino Unido como ahora, cuando ejerzo en el norte de África. La mayoría de las veces soy el último recurso; la gente dice: «A ver qué pasa, ya que las pastillas no me hacen nada», o «¿Por qué no? ¿Qué puedo perder?».

      Sería agradable ser el primero de la lista en cuanto al tratamiento, antes de que los síntomas empeorasen, pero este lugar está reservado a médicos, cirujanos y especialistas. Estas cosas requieren tiempo. Las ideas no cambian de un día para otro, ni resulta barato cambiarlas. Tienes que pagarlas con tiempo y esfuerzos. Tienes que alimentarlas como un valioso semillero, sobre todo cuando hay unas ideas tan arraigadas sobre la salud y la medicina. Y aquí me encuentro, en la costa del norte de África, regando este semillero e intentando hacer grandes cambios en un rincón de mundo maravillosamente peculiar.

      Debo reconocer que no es el primer lugar donde uno instalaría una clínica ni, por supuesto, el más fácil. Un capricho de la historia creó una ciudad española enclavada