Y Dora Baxter, hija de un famoso catedrático de universidad hasta su jubilación hacía diez años, había sido la elección perfecta para Charles.
Desgraciadamente, Charles había muerto en un accidente de tráfico hacía diez meses y con él todos los planes de Margaret. Y aunque a Griffin Sinclair le hubiera interesado la política, que no era el caso, no era de los que se dejaban moldear por las ambiciones de otra persona, y menos aún por las de su madre.
–Y además, estoy seguro de otra cosa –continuó diciendo Griffin–. Si en lugar de conducir él hubieras conducido tú y hubieras sido tú la muerta, él no te estaría guardando luto diez meses después. Pasado el tiempo de rigor habría empezado a buscarte una sustituta; y si no, lo habría hecho mi madre, para que Charles pudiera continuar con su carrera.
Dora sabía que en eso tampoco mentía y la crueldad de aquellas palabras acentuó la palidez natural de su rostro.
–¿Y tú, qué? –la provocó Griffin–. ¿Aún no te ha buscado tu padre un buen partido para poder moldearlo a su gusto?
Dora pensó en Sam, un médico con quien había salido varias veces durante aquellos últimos meses, y supo que no coincidía en absoluto con la descripción de Griffin. Sam estaba completamente dedicado a su trabajo; pero ocurría que Dora no sentía por él nada especial. Y sabía que a su padre, que tan solo lo había visto en una ocasión, no lo había impresionado demasiado.
–Sabes, estando tu padre y mi madre viudos los dos y siendo tan parecidos, no sé por qué no se casan; ambos son crueles, maquinadores…
–Mi padre murió la semana pasada, Griffin –Dora lo interrumpió en tono seco–. Por eso estoy de luto.
Por un instante se quedó perplejo y luego hizo una mueca irónica.
–¿Estás segura? ¿Lo comprobaste antes de que…?
–¡Griffin! –exclamó, sin poder dar crédito a la falta de consideración hacia su dolor.
Había pensado muchas cosas de Griffin, pero no que fuera una persona insensible…
–No entiendo por qué has odiado siempre a mi padre. ¿Qué te hizo, Griffin?
Que ella supiera, lo único que su padre había hecho era mostrarse contrario al estilo de vida del hermano de Charles.
Griffin representaba todo lo que su padre despreciaba en un hombre: no tenía un hogar fijo y trabajaba cuando le daba la gana. Y en cuanto a ese pelo… No, jamás le había gustado Griffin. Pero lo que no lograba entender era por qué este sentía lo mismo hacia su padre… Fuera lo que fuera, ambos hombres se habían odiado desde el día en que se conocieron.
–Griffin, al entrar has dicho que habías venido a hacer algo –le recordó con firmeza–. Quizás te decidas a decirme de qué se trata y así podré seguir trabajando –lo miró fijamente con sus ojos grises.
Él echó una significativa mirada a su alrededor, hacia las estanterías que almacenaban principalmente libros encuadernados en piel.
–La tienda no está que se diga llena de clientes –dijo en tono seco–. ¿Qué vas a hacer con ella ahora que tu padre no está? Venderla, me imagino –asintió como respuesta a su propia pregunta.
–No tengo la intención de vender esta tienda –Dora saltó indignada–. Yo… tengo mis propios planes; quiero hacer cambios –añadió con cautela.
Aún le parecía algo irrespetuoso el hecho de hablar de hacer cambios en la tienda que había sido de su padre durante diez años, dado que tan solo llevaba diez días muerto.
Su padre había sido un hombre bastante difícil. Desde la muerte de su madre hacía diez años, cuando Dora, que entonces tenía dieciséis, estaba haciendo los exámenes finales del bachillerato superior, habían vivido solos los dos. Tras superar los exámenes, Dora se había dedicado a llevar la casa y a ayudar a su padre en la tienda, aplazando sus propios planes para ir a la universidad.
Así, con veintiséis años, Dora era finalmente libre para poder continuar con sus antiguos planes. Sin embargo, después de tanto tiempo le daba la impresión de que ya era demasiado tarde. Tenía la casa, y aquella tienda, y la intención de disfrutar de la vida. ¡A pesar de las burlas de Griffin Sinclair!
Verdaderamente era un hombre increíble. No parecía seguir ninguna de las convenciones por las que se guiaban la mayoría de las personas. Su comentario acerca de la muerte de su padre, por ejemplo, había sido tremendo.
–¿Qué tipo de planes? –Griffin la observaba con los ojos entrecerrados–. ¿No me digas que estás pensando en convertir este lugar en un establecimiento del siglo XX?
Podía burlarse cuanto quisiera, pero sus planes eran solo asunto de ella y no pensaba discutirlos con él.
–Escucha Griffin, sé que esto te resulta difícil de creer –le dijo en tono provocador–, pero no toda la gente desea viajar por el mundo, sin un hogar, con una maleta de un lado a otro… Por cierto, ¿qué asunto tan importante te trae por aquí esta vez? –le preguntó.
Por la cara que puso, parecía que aquellas palabras lo habían molestado. Además, en realidad no estaba siendo demasiado justa con él. Lo último que había oído era que tenía un apartamento en Londres. Además, viajar era parte del trabajo de Griffin y siempre iba a hoteles de primera clase. Las guías de viaje que escribía tenían mucho éxito, y resultaban divertidas a la vez que informativas.
Claro que, en la tienda, no había ni un solo ejemplar de esos libros; su padre siempre había pensado que tales publicaciones estaban escritas en un estilo demasiado ligero y frívolo como para tomarlas en serio.
–Una crisis familiar –contestó con brusquedad–. Que por cierto me recuerda que… Oye –murmuró en voz baja al oír sonar la campanilla que había sobre la puerta–, me pondré a mirar los libros como si fuera otro cliente; así parecerá que tienes la tienda llena.
La señora que entró, de alrededor de sesenta años, miró a Griffin cuando este empezó a sacar un montón de libros de varios estantes.
La señora, que estaba hojeando unos volúmenes, empezó a mirar en dirección a Griffin cada vez con más curiosidad. Griffin no prestó ninguna atención a esas miradas, y siguió curioseando en una estantería donde había libros sobre animales prehistóricos.
Cuando le guiñó un ojo a Dora sin que la otra mujer lo viera, a ella casi le dio un síncope.
¡Qué hombre tan insoportable!, pensaba mientras lo miraba con cara de pocos amigos.
–Oiga, señorita –la señora se acercó a ella y le habló en susurros–. Ese joven que está ahí… –movió la cabeza en dirección a Griffin.
¡Joven! ¡Pero si ya tenía treinta y cuatro años!
–¿Sí? –Dora respondió atentamente.
–Se parece mucho a Griffin Sinclair –le dijo con emoción–. Ya sabe, el que hace esos programas de viajes en la tele –añadió al ver la expresión perdida de Dora–. ¿Cree que podría ser él? –añadió emocionada, y se ruborizó de la turbación que le producía el pensar que pudiera ser Griffin Sinclair.
Hasta ese momento, Dora no sabía que Griffin trabajara en un programa de televisión. Claro que no le sorprendía; en casa no tenía televisión. A su padre nunca le había parecido una buena manera de entretenerse y, de hacer algo, prefería escuchar la radio. Claro que ya…
–¿Por qué no va y se lo pregunta? –le sugirió Dora con naturalidad, mirando a Griffin con otros ojos.
En realidad tenía un físico y una presencia muy adecuados para aparecer en televisión. Y si la reacción de la señora era indicador de algo, seguramente tendría un montón de seguidoras.
–¿Cree que debería? –la mujer miró a Griffin con una mezcla de ansiedad y timidez.
–Pues claro que sí –le dijo