que haya algún hombre que pueda parecerse a él.
La mujer lo miró con adoración.
–Es único, ¿verdad? –suspiró con añoranza.
Único era una definición perfecta para Griffin; al menos Dora jamás había visto a nadie como él, ni parecido, ni en el físico ni en su manera de ser.
–Supongo que le pareceré tonta; eso es lo que me dice mi marido –reconoció la señora con pesar–. Pero la verdad es que adoro las novelas de piratas, aventureros y bribones, y Griffin Sinclair me parece como una versión actual de esos héroes.
–Venga –dijo Dora agarrando a la mujer del brazo–. Nos enfrentaremos juntas a este pirata tan especial.
Dora estaba segura de que Griffin se había dado cuenta que las dos mujeres se aproximaban a él, pero siguió fingiendo interés por los libros que tenía delante.
–¿Señor Sinclair? –Dora ladeó la cabeza–. Esta señora es una admiradora suya y le gustaría saludarlo.
Él se volvió con amabilidad para recibir el saludo de su seguidora y Dora los dejó charlando.
Griffin sabía perfectamente que en casa de los Baxter no había televisión por la aversión del padre de Dora y que a esta difícilmente le habría dado tiempo a comprar una desde la muerte del señor Baxter. Por eso era consciente de que, hasta que la mujer no se lo había comentado, ella no sabía nada de la aparición de Griffin en la televisión.
–… es tan amable por su parte, señor Sinclair –oyó decir a la mujer–. Lo guardaré siempre como oro en paño –añadió emocionada.
La señora se refería a un libro que Sinclair había insistido en comprarle; un par de minutos más tarde, cuando la mujer se disponía a salir, le abrió la puerta con galantería.
–Mira la cara que tienes, Izzy Baxter –le dijo Griffin mientras se sentaba sobre un extremo del mostrador–. Te conozco demasiado bien como para que puedas engañarme con esa calma aparente reflejada en tus ojos grises.
Dora bajó la vista inmediatamente.
–Lo cierto es, Griffin, que no me conoces en absoluto.
–Siento diferir contigo, Izzy –arqueó una ceja rubia significativamente–. Pero dejemos eso –dijo con ligereza mientras ella seguía mirándolo con frialdad–. Apuesto que es la primera biografía de Dickens que vendes con un autógrafo de Griffin Sinclair.
¿Eso era lo que había hecho? ¡Imposible!
–Dudo que eso haya aumentado su valor –le dijo en tono mordaz.
–¡Ay! –murmuró sin dejar de mirarla–. Al menos me alegro de que entre Charles y tu padre no consiguieran acallar del todo tu naturaleza divertida y resuelta –dijo con gravedad.
–Ni Charles ni mi padre me levantaron jamás la mano –se defendió indignada.
–No hizo falta –se burló Griffin–. Las continuas humillaciones pueden tener el mismo efecto que un golpe.
Dora lo miró perpleja durante varios segundos. Pero al ver que no tenía intención de disculparse por lo que acababa de decirle, se volvió y se puso de pie, ya que de repente sintió la necesidad de apartarse de aquel hombre.
–No haces más que decir tonterías –dijo con impaciencia–. Ahora me gustaría que me contaras a qué has venido y que te marcharas –como ocurría siempre que lo veía, Griffin la estaba sacando de sus casillas–. Y estoy seguro de que a tu madre no le haría mucha gracia si se enterara de que has venido a visitar a la prometida de tu difunto hermano.
Margaret siempre había estado en contra de la aparente familiaridad que Griffin había mostrado hacia Dora en el pasado y esta pensaba que la mujer seguiría pensando lo mismo al respecto, aun cuando Charles estuviera muerto.
Griffin se relajó.
–Sé de sobra que la opinión de mi madre no me interesa en absoluto.
Eso era algo que siempre le había llamado la atención en el pasado. Margaret Sinclair era una mujer alta y autocrática. Enviudó cuando sus hijos eran aún pequeños y adoptó el papel de cabeza de familia nada más morir su esposo.
Charles, el hijo mayor, había sido educado para seguir los pasos de su padre en la política y recuperar la antigua posición social de los Sinclair. Charlotte, como era la pequeña y la única hija, había sido educada para ser madre y esposa, aunque todavía no había hecho ninguna de las dos cosas, que Dora supiera. Griffin, el hijo mediano, era muy distinto a sus hermanos, tanto físicamente como en su forma de ser. Había sido el rebelde de la familia y no había encajado en ninguna de las carreras que a Margaret le hubieran gustado para él.
Y tras estar un tiempo tratando con la familia, Dora se había dado cuenta de que el de rebelde era un papel que Griffin adoraba.
–¿Y qué le ha parecido a tu madre lo de la televisión?
Él la miró de reojo, con sorna.
–¿A ti que te parece?
–Oh, no –Dora se echó a reír.
Se imaginaba perfectamente cuál habría sido la reacción de Margaret al ver a su hijo en un programa de televisión que, conociendo a Griffin, no sería demasiado serio. Pero, tal y como había hecho en el pasado, Dora tenía la intención de mantenerse al margen de la contienda que existía entre Griffin y su madre.
–Está horrorizada –le confirmó Griffin alegremente–. En realidad –siguió diciendo–, se enfadó tanto conmigo cuando se retransmitió el primer programa que se pasó un mes sin dirigirme la palabra. ¡Fue el mes más tranquilo de mi vida! –añadió con vehemencia.
Dora se echó a reír otra vez. La verdad era que hacía tiempo que no se reía…
–Y a pesar de eso, es a ti a quien recurre cuando hay una crisis familiar –eso último lo dijo a modo de pregunta. Margaret siempre había sido tan dueña de sí misma, tan capaz…
Griffin se encogió de hombros.
–Mamá no ha vuelto a ser la misma desde la muerte de Charles –frunció el ceño–. En realidad, fue eso lo que provocó la pelea entre Charlotte y ella.
–¿La muerte de Charles? –Dora lo miró con interés.
Los dos hermanos no siempre se habían llevado bien, siendo tan distintos en todos los sentidos, pero tanto Margaret como Charlotte siempre habían adorado a Charles; Dora no podía imaginar a las dos mujeres peleándose por él.
–Ha sido por culpa de una fecha –Griffin asintió sombríamente–. ¿Recuerdas a Stuart, el prometido de Charlotte? Pues bin, le han ofrecido un empleo en Estados Unidos y tiene que incorporarse dentro de un par de meses. Charlotte, naturalmente, desea marcharse con él.
–Y a tu madre no le hace gracia que los dos vivan juntos, ¿no? –Dora asintió, aunque no entendía aún qué tenía eso que ver con Charles.
Griffin soltó una carcajada.
–Desde luego que no le gustaría nada si ese fuera el caso –dijo con sorna–. Aunque creo que a sus veintiocho años Charlotte es lo suficientemente mayor para decidir lo que hacer su vida. Pero no, Charlotte y Stuart van a hacerlo como Dios manda y se van a casar. Fue la fecha que Charlotte puso para la ceremonia lo que provocó el problema. Dentro de cuatro semanas, contando a partir de este sábado –le explicó–. Así podrán marcharse de luna de miel antes de que Stuart se incorpore al nuevo trabajo.
–Deduzco que tu madre piensa que la fecha de la boda es una falta de respeto a la memoria de Charles –adivinó.
–No me digas que estás de acuerdo con ella… –dijo, mirándola otra vez de soslayo.
–No, por supuesto que no –contestó con impaciencia–. Tienes unas opiniones muy extrañas acerca de mí, Griffin –frunció