Кэрол Мортимер

Un compromiso anunciado


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preguntado Fiona Madison a Griffin si había encontrado una amiga para compartir su cama… ?

      –Hizo un trabajo estupendo –le dijo Dora a Fiona cortésmente.

      –Sí –comentó Fiona en un tono que no dejaba duda en cuanto a sus prioridades: hubiera preferido tener a su marido aún junto a ella antes que el visible encanto que le había devuelto a Dungelly Court–. Te acompaño a tu dormitorio –añadió Fiona mientras abandonaba el mostrador.

      –Hasta luego, Izzy –dijo Griffin Sinclair en tono burlón, como si hubiera adivinado los pensamientos de Dora acerca de él y Fiona Madison, y eso lo divirtiera.

      ¡Pues vaya! ¡Aquel hombre se reía de todo, sobre todo de ella!

      Y teniendo en cuenta que ella se tomaba la vida tan en serio, no permitiéndose jamás adoptar el aire de frivolidad que parecía poseer Griffin Sinclair, encontraba el hecho de lo más irritante, por no decir más.

      –¿Qué le parece si comemos juntos? –le preguntó en tono afable, cuando Dora estaba ya junto a la puerta.

      Se volvió pausadamente, sin saber si hablaba con ella o con Fiona Madison. Pero Griffin la miraba a ella con aquellos deslumbrantes ojos verdes.

      Dora aspiró profundamente.

      –Me temo que ya he quedado para comer –dijo sin mentir y, desde luego, aliviada.

      El hotel no estaba nada concurrido y se veía que Griffin estaba aburrido allí solo; pero Dora no pensaba entretenerlo.

      Su negativa lo dejó impertérrito.

      –Nos veremos más tarde entonces –dijo, quitándole importancia, pero no le quitó la vista de encima mientras salía de la habitación.

      Para desgracia de Dora, el perro lobo irlandés se levantó y las siguió.

      –Derry es totalmente inofensivo –le aseguró Fiona al ver que Dora lo miraba de soslayo–. No le haría daño a una mosca, ¿verdad, chico? –añadió, entonces se volvió hacia el perro y le acarició la enorme cabeza con afecto–. Debería verlo con los niños –Fiona sacudió la cabeza con pesar–. Se tumba de espaldas para que le hagan cosquillas en la barriga.

      –Qué tierno –murmuró débilmente.

      Subieron un corto tramo de escaleras y Fiona descorrió el cerrojo de una puerta, que seguidamente abrió de par en par para que Dora le echara un buen vistazo a la habitación.

      Aquel dormitorio no se parecía en nada a ninguno de los dormitorios de hotel que había visto en su vida. Las paredes estaban pintadas de amarillo, y el suelo cubierto por una gran alfombra roja, similar a la del vestíbulo; también había tapices por las paredes, y una chimenea donde habían colocado un enorme jarrón con flores secas. En la pared del fondo había una cama con dosel.

      Dora se puso colorada al recordar el comentario de Fiona sobre la cama de Griffin…

      –Solo tenemos diez habitaciones –le dijo Fiona en tono conversacional–. El restaurante, un asador, es nuestra principal atracción –añadió–. ¿Quiere que le reserve una mesa para la cena de esta noche? –le preguntó en tono afable.

      Dora seguía algo desorientada, y aquella habitación no hacía más que aumentar su confusión.

      –Desde luego –aceptó agradecida mientras observaba con atención el tapiz que colgaba sobre la chimenea apagada. Había representados un león y un unicornio… ¡Qué apropiado!

      –Yo colecciono libros y figuras de unicornios –le dijo a Fiona Madison con timidez, al ver que la mujer observaba su fascinación por el tapiz.

      Aquel era un tema en el que Dora y su padre jamás se ponían de acuerdo; el señor Baxter sostenía que la bestia era simplemente mítica, y por lo tanto ridícula. Así que los dos habían acordado no hablar de ese tema y Dora tenía su colección en su dormitorio, donde solo ella la veía.

      –Entonces esta es la habitación adecuada para usted –la mujer le dio una apretón en el brazo, como si la entendiera–. Póngase cómoda, está en su casa –añadió con simpatía–. Y si necesita algo, no dude en bajar a pedírmelo… Le prometo que habrá alguien en la recepción –añadió–. No hay teléfono en las habitaciones, me temo; alterarían la paz deseada por nuestros clientes.

      Dora se dejó caer sobre la cama cuando la mujer se marchó, pensando que no le importaba en absoluto el hecho de que no hubiera teléfono allí. El silencio de la habitación, tan solo turbado por el canto de los pájaros del jardín, no hacía sino contribuir a la aureola de misterio que rodeaba Dungelly Court.

      En realidad, la paz, la tranquilidad y la ausencia de formalidad por parte de la dueña del hotel le produjeron un extraño letargo, y se resistía a salir de nuevo al mundo real.

      Pero tenía una cita para comer con el vendedor. Estaba segura de que una vez se hubiera tomado el café que había pensado antes, se sentiría mejor. Una ducha y ropa limpia completarían la trasformación, y quizá después sería capaz de contemplar aquel lugar con la objetividad que se le antojaba necesaria.

      También debía mirar a Griffin Sinclair con objetividad, desde luego. Tendría unos treinta y pocos años y aquella melena por los hombros estaba de lo más pasada de moda, la verdad. Sin embargo, el aire confiado de aquel hombre parecía demostrar que la moda le importaba muy poco. Desde luego esa era la impresión que le había causado a Dora. Por poner un ejemplo, bastaba el hecho de que la hubiera invitado al poco de conocerla.

      Dora se puso colorada al recordar cómo la había mirado el señor Sinclair. Jamás se había hecho ilusiones en cuanto a su aspecto: un poco más del metro cincuenta, delgada, de piel blanca y pelirroja. Griffin Sinclair debía de estar o muy aburrido o tomándole el pelo; y ninguna de las dos posibles explicaciones le hizo demasiada gracia.

      «Olvídate de Griffin Sinclair», se dijo para sus adentros media hora después mientras iba conduciendo camino de su cita. Con un poco de suerte, quizá cuando volviera al hotel se habría marchado.

      Pero Griffin no había abandonado el hotel. ¡Todo lo contrario!

      Cuando Dora bajó esa noche, poco antes de las ocho, vio que el bar estaba lleno de gente; tanta que ni siquiera fue capaz de encontrar un asiento. La chimenea había calentado el ambiente de la habitación y Dora se alegró de haberse puesto una blusa de seda color crema y una falda negra por la pantorrilla.

      –Tenemos mesa reservada.

      Dora se volvió y vio a Griffin Sinclair detrás de ella, pero antes de que pudiera decir nada él la agarró del brazo con firmeza y la condujo a través de los comedores que parecían componer la planta baja: salas acogedoras con tan solo tres o cuatro mesas en cada una, pero en las que no faltaban las correspondientes chimeneas.

      –Como ve, esta noche hay mucha gente –Griffin se detuvo junto a una mesa, retirando una de las sillas para que Dora se sentase–. Le aseguré a Fiona que no nos importaría en absoluto compartir una mesa en lugar de ocupar dos.

      Dora lo miró con cara de pocos amigos. ¡Qué desparpajo tenía ese hombre!

      Pero lo cierto era que el restaurante estaba abarrotado; la mayoría de los que habían estado bebiendo en el bar, empezaban a ocupar sus asientos.

      –¿También vamos a compartir la factura? –preguntó Dora cuando finalmente se sentó.

      La habitación estaba iluminada por el fuego de la chimenea, además de una docena de velas. ¡Muy romántico!

      –Eso sería muy poco galante por mi parte –Griffin se sentó frente a ella y le sirvió una copa de vino de una botella que debía de haber pedido para su mesa–. Y aunque mi madre crea que fracasó conmigo –añadió con dureza–, sí que me educó para ser un caballero.

      Al hablar de su madre lo hizo con cierta aspereza, el mismo tono que había empleado antes al hablar del tío de su madre que se había llamado igual que él. Dora pensó en su propia madre. Llevaba