María Maratea

Mora. Confesión travestí


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era encerrarme en el dormitorio de mis padres y abrir el placard. Salía olor a piel, a cuero, a naftalina. De la puerta derecha colgaban las corbatas de papá, de la izquierda los cinturones y pañuelos de seda de mamá. Me sentaba en el borde. Acariciaba los tapados de zorro, de visón, de nutria.

      Vaciaba las cajas de zapatos de ella. Tenía de todos los colores pero siempre me probaba los clásicos negros. Me ponía la peluca corte carré rubio ceniza. Me miraba en el espejo.

      Abría el frasco de perfume Opium color terracota: olor a mamá.

      Después, ordenaba todo y esperaba a Fabio.

      Fabio es un muchacho grande y responsable, ya tiene dieciséis, decía mamá. Y Fabio, mi primo, con el propósito de cuidarme, comenzó a venir a casa todas las tardes.

      Estaba empecinado en enseñarme a escribir. Yo lo esperaba sentado a la mesa del comedor, con hojas y lápices de colores. Cuando llegaba, me levantaba a upa y me sentaba sobre sus rodillas. Colocaba el lápiz entre mis dedos y su mano, pálida y huesuda, iba guiando la mía. Yo tiraba los lápices al piso. Me quedaba juntándolos debajo de la mesa, esperando que él viniera a buscarme. Le pedía que me besara las manos. Él decía que, por lo chicas, parecían de mujer.

      Quería que pronunciara bien la doble erre:

      –A ver, decí: carro.

      –Caggo.

      –No, no, a ver ésta: pe-rro.

      –Pe-ggo.

      –El perro corre a la perra.

      –El peggo cogge a la pegga.

      –Muy bien: el perro coje a la perra; a ver, repetí.

      Esa tarde, estábamos solos como siempre y se cortó la luz. Me agarró de la mano. Fuimos al baño. Cerró la puerta con llave. Se bajó el pantalón, se sentó en el inodoro sobre el tapete de plush rojo y empujó mi cabeza. Cuando terminó, puso su mano abierta sobre mi boca. Clavándome los dedos. Dijo:

      –Ahora, tragatelá.

      Lo hicimos hasta que cumplí los trece. Siempre igual. Si no era en el baño de casa, era en las duchas de Gimnasia y Esgrima de donde los dos, éramos socios. Los fines de semana, mientras yo jugaba al básquet, oteaba la pista de atletismo que rodeaba la cancha por el piso superior. Veía correr sus piernas peludas, su short naranja.

      Esperaba la hora de encontrarnos en los vestuarios.

      En verano, el balneario de Punta Mogotes era ideal. Íbamos al baño con la excusa de ducharnos y lo hacíamos allí, en los cuadriláteros, entre la cortina de plástico y los azulejos espejados mientras, al lado, algún hombre se bañaba.

      También lo hicimos en el auto de papá camino a Mar del Plata. Mamá y papá adelante, él y yo atrás. Tapado con una manta por el frío de la noche apoyé mi cabeza sobre sus piernas.

      Después, que las compras, que ir a buscar el pan, que cargar nafta. Papá le prestaba el auto. Nos perdíamos en el bosque Peralta Ramos.

      Me quedaba todo el día con la cabeza al sol para insolarme y no salir a cenar con la familia. Inventaba cualquier cosa para que él me cuidara.

      El día que me enteré de que estaba saliendo con una amiga de mi hermana, me la jugué. Le dije que iba a contar todo. Fue en la playa de Punta Mogotes. Eran como las cinco de la tarde. Mamá, papá y mis hermanas ya se habían ido para la casa. Hizo un pozo en la arena y me enterró hasta el cuello. Agarró un puñado del suelo y me lo metió en la boca. Más tarde me arrastró al mar, hasta donde yo no podía hacer pie. Me tenía abrazado de espaldas a él, me bajó la malla, se frotaba contra mi cuerpo. Me pidió que se la apretara con la mano y la sacudiera: Si contás algo, te ahogo, decía, mientras empujaba mi cabeza debajo del agua.

      Algo había salido mal.

      Lloré de rabia. De celos.

      Fabio dejó de ir a casa. Ya no llamaba ni preguntaba por mí. Sólo nos veíamos en algunas reuniones familiares, pero él siempre estaba acompañado por una hembra. Fueron varias, todas bien formadas, esculturales.

      Cuando andaba cerca de los veinticinco anunció su casamiento y su partida hacia Norteamérica con Mara, una curvilínea unos años menor que él. Una chica sumisa, lo que se dice buena, con un parecido exacto a mi tía.

      El día del casamiento no fui. Me hice el enfermo y me quedé en casa haciendo fuerza para que no se casaran.

      Pero al día siguiente, a las cuatro de la tarde, la familia los despidió en el Aeropuerto de Ezeiza.

      Un día decidí que quería ser mujer. Fue a los veintiséis años, cuando todavía trabajaba en el Banco.

      Con mi amigo Martín Sanguinetti, empezamos a frecuentar La Jaula, un boliche under de la noche porteña. Allí vi, por primera vez, travestis de verdad. Me fascinaron. Eran amazonas. Seducían. Intimidaban.

      Nos hicimos habitués. Había un show de strippers y convencimos al dueño de que nosotros teníamos que ser los presentadores. Íbamos a estar a prueba un par de semanas.

      Cosimos unos vestidos con retazos de gasa. Fuimos a Once y en el revoltijo de una zapatería conseguimos en oferta tacos altos número cuarenta y tres. Compramos un par de pelucas, unas tangas y dos corpiños que rellenamos con lana. Nos afeitamos las piernas y las axilas. Los brazos los taparíamos con guantes largos. Decidimos llamarnos: “Las Kinder: dos sabores y una sorpresa”. Martín eligió llamarse Karen. Yo, Mora, mi apellido. Siempre me gustó. Nos divertíamos tanto arriba del escenario tratando de hacer un sketch cómico, que Martín se tentaba de risa y no podía parar. Quedé elegido yo. Me encantaba hacer eso. De a poco, ya no sólo presentaba a los strippers, sino que, además, monté mi propio show: bailaba salsa, cantaba boleros, hacía subir a la gente para que cantara conmigo.

      A Martín lo contrataron como encargado de relaciones públicas. Él era muy diplomático, muy seductor. Lo conocí una noche en un boliche gay. Aunque era dos años menor que yo, nos hicimos muy amigos. Una de las personas más sinceras que conocí. No dejaba de hablar de su primer novio, a los dieciséis, de quien todavía seguía enamorado. Hasta que el tipo, un abogado que rondaba los cuarenta, director de Minoridad y Familia, apareció un día por televisión diciendo que parejas de homosexuales y travestis no podían adoptar hijos. Martín no lo podía creer. Sintió tanto asco que no lo nombró más. Después, deprimido por tanta hipocresía se fue a vivir a España. Hace años que no sé nada de él.

      En el boliche trabajábamos de jueves a domingo. Yo ganaba cincuenta pesos por noche. Ya hacía cuatro años que vivía solo en el departamento que papá había comprado para mí. Mis hermanas también tenían uno cada una: María en Recoleta y Belén en Barrio Norte. A mí me tocó el de Las Cañitas, en Luis María Campos y Chenaut, a diez cuadras del de mis padres.

      Seguía en el Banco. Estaba fisurado.

      Caía al boliche alrededor de las nueve con la mochila llena de medias, bombachas, corpiños, vestidos, pelucas, maquillajes. Como siempre iba en taxi, una noche probé ir vestido, ya, desde casa. Elegí un solero minifalda rojo, bien ajustado, escote en v. Me puse la peluca platinada con flequillo, medias de lycra color piel y sandalias rosa con plataforma de acrílico. Un par de collares y unos anillos. Me maquillé: base clara, colorete, delineador negro, sombra bordó y mucho rimmel. Los labios carmín.

      Pero tenía que vencer el primer obstáculo: el portero. Él estaba acostumbrado a verme en traje o en jogging y con el pelo corto y negro.

      Ahora o nunca, me dije. Agarré la carterita roja, el bolso con los maquillajes y salí. En el ascensor, bajando los doce pisos, pedía por favor que Rogelio no estuviera. Hacía calor. La transpiración me chorreaba por debajo de la peluca. Todavía no tenía buenos maquillajes. Sentía que la cara se me iba derritiendo. Lo vi parado en la puerta con una escoba en la mano. Tomé envión con la frente alta. Se quedó duro. Me miraba las piernas. No me había reconocido.

      –Qué dice Rogelio, ¿cómo anda? –dije