María Maratea

Mora. Confesión travestí


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mujer con manija, puto del orto, sucio. Hasta hijo de puta me gritaban.

      Me fui a Brasil y Azopardo, más para el bajo todavía, cerca del bar de Pirulo, donde paran a comer y hacen noche muchos camioneros. Allí, ganaba casi lo mismo. El problema fue que estaba muy cerca de La Boca donde siempre hay partidos, bardos. Enfilé por Brasil hasta Costanera.

      De pronto me di cuenta de que el cuerpo no me ayudaba. Las dietas no surtían efecto. Con un metro ochenta y algunos kilos de más, pensé que lo mejor sería convertirme en una gorda sexy.

      Me armé un cuerpo de mujer.

      Averigüé precios con un montón de médicos, pero es una operación muy cara de la que sólo se dan el lujo las conchudas de plata. Tuve que recurrir al secreto de la calle: silicona industrial. Y a Rita Jeiguor, una vieja travesti amiga. Todo por ochocientos pesos y la condición de tomar penicilina durante la semana anterior.

      Me preparé. Guardé un buen canuto para esos días y le pedí a mi amigo Marito que viniera a cuidarme. Aunque decidí hacérmela en invierno para que se encapsulara más rápido, si no hacía reposo corría el riesgo de que la silicona empezara a escurrir.

      RJ me preparó los carriles con elástico ancho y grueso: una tira bien ajustada alrededor del torso por debajo de las tetillas. Dos laterales cosidos al primer elástico debajo de los brazos y anudados al cuello, para que la silicona no se corriera hacia las axilas. Y dos tiras centrales, desde el medio del primer elástico hacia los hombros, dividiendo cada pecho para que no se juntaran. Tan ajustados, tan apretados, que no podía respirar. Durante doce horas RJ fue inyectando silicona debajo de mi piel. La aguja era corta pero gruesa y a pesar de la xilocaína, sentía el fuego: un hierro candente.

      Con las tetas ya infladas, me puse un corpiño talle ciento diez para sostenerlas y darles forma. Me quedé quince días sentada en la cama, con los elásticos y el corpiño puesto, a esperar que la silicona se encapsulara. Muchas chicas, por la necesidad de trabajar o por la ansiedad de lucir sus nuevas “lolas”, se sacan los carriles antes de tiempo y la silicona se les deposita en la cintura como salvavidas, o se les juntan las dos tetas en un solo globo que tienen que dividir pasándose una cuchara o una botella calientes, con fuerza, a lo largo del pecho para marcar de nuevo la zanja. Es la única forma de volver a ubicarlas, aunque ya no puedan mostrar el escote todo quemado.

      Tan contenta de cómo me habían quedado, me entusiasmé.

      La de la cola duró diez horas y fueron otros quince días en cama, boca abajo. Si me sentaba me quedaba el culo hecho una pizza. Si me paraba, corría el riesgo de que mis piernas, al escurrirse la silicona, se convirtieran en patas de elefante.

      Me retoqué los abductores para que las piernas quedaran bien contorneadas; y apenas en la frente: ahora la tengo más bombé. En los labios no me hizo falta porque los tengo bien carnosos. Yo tuve mucho cuidado, RJ es una profesional. A la Milly, por hacérselo con una primeriza, le quedó la frente llena de lomas de burro y un pómulo más alto que otro. Tiene los labios que parecen dos “Paty”, no puede modular. Hay travestis viejas, que por no haber usado en su momento una buena silicona, hoy, en vez de tetas tienen colgajos.

      Algunas después de hacerse, se queman la pija con agua hirviendo para inutilizarla o se la atan con un pedazo de media de mujer: la tiran para atrás y se la esconden entre los cantos. Está quien se la quiere cortar. Pero yo nunca renegué de ella. Me gusta dar y recibir. Así también gano más plata.

      Todavía estaba haciendo reposo cuando vino a visitarme La Guarra, una amiga que la estaba pegando buena. Me contó que los de Prefectura las habían echado de la parada porque no querían chicas en la puerta del Casino de Buenos Aires. Y me pasó el dato: La posta está en Puerto Madero.

      Los dos primeros años, allí, hacía muchos hoteles, llegué a juntar doscientos cincuenta mangos en una noche. Hoy, hago sesenta, setenta.

      Siento que soy un ser mágico: tetas, caderas, buen culo, lindas piernas. Y una verga. A eso le agrego medias de seda, tacos de diez, un buen escote con las tetas al plato y los labios con rouge.

      Doy fe: no hay hombre que se resista.

      El tipo frena el auto. Yo le canto el precio y si acepta, subo. Pero no sé, todavía, que servicio va a tomar. Recién cuando detiene el auto en el oscuro y me paga, descubro lo que quiere. Si se hace el sota tomo la iniciativa:

      –¿Papi, te parece que arreglemos ahora, así nos olvidamos?

      El que tiene guita no pide precio. De una, abre la puerta. Y no hay que apurarlo, por ahí, después del pase viene una buena propina y se liga el doble.

      Lecop, patacones, dólares, hasta ticket canasta ofrecen. Los drogones transan merca por sexo. Muestran la piedra o el papel y siempre dicen lo mismo:

      –Jamón del medio, ¿subís?

      Otros, en cambio, quieren compartir el porro.

      Pero a mí, lo que más me calienta de todo esto, más que los tipos, es la plata.

      Están los camioneros que ofrecen mercadería: bolsas de harina, yerba, fideos, papel higiénico. Uno me quiso arreglar con un cajón de bananas:

      –Otras chicas tal vez agarren viaje –le dije.

      Y ahí van, las travestis pobres, en tacos altos y medias de red, cargando las bolsas al hombro.

      Con la policía hay un arreglo institucional: le damos un fijo por semana. Si estamos cortas de efectivo, arrimamos con un servicio. Si en una razzia nos pescan in fraganti, nos sacan la plata. Entonces arreglamos: cincuenta y cincuenta o un servicio. Algunas botonean a los chorros a cambio de que las dejen laburar. Yo nunca arrimé ni siquiera de onda con un cana. Conozco la ley, conozco la trampa.

      Están las que transan con los puesteros de choripanes y cambian sexo por el “sánguche” y la Coca. No es mi caso; yo quiero el billete. Con el único que llego a algún arreglo es con Adrián, el distribuidor de artículos de peluquería. Gracias a eso tengo veinte frascos de tintura y el secador. Ahora voy por la planchita. Si algún tachero me gusta le hago precio: el servicio de veinte se lo cobro quince y que después me lleve a casa. Si un camionero me pide un bucal y no tengo cambio de veinte, los otros diez quedan a cuenta. Yo nunca fío.

      Una vez uno paró, preguntó precio y haciéndose el distraído me dijo que no tenía efectivo:

      –Lo único que tengo para darte es el reloj de mi esposa.

      Era uno, de esos imitación, que venden en Retiro.

      –Pero esto es de plástico, no vale ni la mitad de lo que yo hago.

      –Te dejo mi documento, pero por favor, aunque sea unos besitos dale.

      ¿Qué se creía, que me iba a aparecer por la casa, con el documento, a pedirle que me pagara?

      –No, mi amor, acá es con pla-ta, entendés. Andá, juntá diez pesitos y volvé.

      Una amiga tuvo más suerte. Un tipo, no sabemos si por borracho o por calentón, le dejó un Piaget. Se alzó con mil doscientos por un bucal.

      A veces, si el día viene mal y ofrecen cinco pesos, les doy mi mano. Sólo mi mano.

      Están quienes se hacen los novios, vienen todas las noches y nos confiesan su amor para que lo hagamos gratis. Les tenemos que pedir que se vayan porque no nos dejan laburar. Otros paran el auto, abren la puerta y mostrandolá dicen: Mirá que linda ¿te gusta? Vení, subí un ratito. Y hay que explicarles que en esta profesión se cobra por eso, que si quieren hacerlo gratis se busquen un marica o una puta. Hay que decirles mil veces que para nosotras esto es un trabajo. Que no es lo mismo ser puta que prostituta.

      Unas compañeras han canjeado sus servicios por licuadoras, equipos de música, televisores, videos. Después los venden.

      El más desubicado me ofreció un lechón. Para sacármelo de encima le dije que, como no tenía freezer, pasara más cerca de Navidad:

      –No –me contestó –, el chancho está vivo.