María Maratea

Mora. Confesión travestí


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entendía nada. Y dijo otras cosas que yo tampoco entendí, si estaba más nervioso que él. Al final, desde ese día, me empezó a saludar más simpático que antes. Es como todo, uno siempre se termina acostumbrando a cualquier cosa. Lo más difícil es la primera vez; después, ya está.

      Un día tuve una discusión con mamá. Fue cuando la encontré en mi departamento descolgando las cortinas para lavarlas. Le dije que se fuera. No quería que se metiera en mi vida. No quería que ella revisara mi ropa. Por suerte se ofendió y no volvió a aparecer. Como no quería vivir cerca de ellos, le dije a papá que ese departamento era muy grande para mí. Pude convencerlo de que lo vendiera y que comprara éste donde vivo ahora, acá, en San Telmo.

      Al tiempo, en la sucursal, faltó plata de mi caja. Le dije al gerente que no había problema, que lo descontara de mi sueldo o de mi aguinaldo pero que no dudara de mí. Yo creía haberme ganado su confianza. Durante siete años me había desempeñado en forma eficiente en control de resúmenes de cuentas, emisión de plazos fijos, asistencia de legales. Pero era muy difícil hacerle entender que el raro no robaba. Renuncié.

      Seguí sólo con el boliche.

      Dejé de ir al gimnasio, me estaba poniendo muy patovica. Había echado un lomo impresionante. Empecé a hacer dieta. Me dejé crecer el pelo. Me entré a depilar las piernas y las axilas con cera y a pasarme crema depilatoria por los brazos. A darle forma a mis cejas y a afeitarme la cara dos veces por día. A cuidarme las manos y los pies. A comprar en la perfumería esmalte para uñas.

      Llegaba al boliche ya vestido de mujer. No perdía tiempo en el camarín. Me quedaba dando vueltas por ahí antes del show. Noté que se me acercaban los tipos que a mí me gustaban: chongos, no maricas. Ese era el “yeite”.

      Lo que más inquieta a estos hombres de estar con chicas como nosotras es que, tarde o temprano, nos van a meter la mano en la entrepierna. Saben que detrás de esa mujer hay un hombre, pero cautivados por la máscara es más fácil de enfrentar.

      Siento que soy una diosa cuando voy por la calle y se dan vuelta para mirarme. Me gritan: yegua, potra, divina. Y me río de los que se ríen porque sé que algo les pasa. Yo los vi, en mi cama. Tipos que al principio se reían: los escuché pidiéndome por favor.

      También se acercan hombres y mujeres buscando una falsa amistad para sentirse modernos y exóticos, sólo por decir yo tengo un amigo travesti, como si dijeran en casa tengo una pantera negra ¿querés venir a verla?

      El boliche empezó a decaer hasta que en el 97 cerró.

      Recorrí la noche de Buenos Aires pidiendo trabajo, pero nada. Me estaba quedando sin plata. En la alacena: un paquete de arroz, otro de polenta y media botella de aceite. Pensé: así no es vida.

      Me decidí.

      Esta vez fueron el vestido y los zapatos de leopardo. Y con mi pelo, que ya casi por los hombros, había pintado de rojo.

      Llegué a la esquina de Paseo Colón y Cochabamba. Las piernas me temblaban. Lo único que sabía era que había que cobrar antes.

      Paró un auto:

      –¿Cuánto cobrás?

      –Diez el bucal y veinte el completo– dije por primera vez.

      –Subí.

      Le mostré la palma de la mano: puso veinte pesos.

      Cuando terminé fui a la parrilla de la otra cuadra. Pedí un “sánguche” de lomito y una Coca Cola. Esa noche no seguí trabajando, me fui para casa. Me quería preparar para el día siguiente. Pensaba: si existe un trabajo es porque existe una demanda.

      El sexo demanda.

      El sexo manda.

      A los dos días de vida, mi mamá me dejó en el placard de un hotel. Una mucama me escuchó llorar. Me llevaron a un asilo.

      A los cinco años me adoptó un matrimonio. Mi nueva madre tenía cuarenta años y dos hijas mujeres. No podía tener más hijos y quería un varón. Le había pedido a su amiga, la tía Inés, que la ayudara. Ella se encargó del trámite. Fue en 1975.

      De pronto, aparecí en un departamento de trescientos metros cuadrados, en Santa Fe y Montevideo. Me mostraron mi habitación. En la cama, acostada, había una vieja: Esta es tu abuelita, dijo mi papá señalando a su madre, dale un beso. El ambiente estaba saturado de olor a pis, caca y colonia de lavanda. Daba a la parte posterior del colegio Champagnat. Tenía balcón francés, un placard enorme y una cómoda moderna. Las paredes empapeladas con violetas chiquititas, en el piso una alfombra azul.

      La abuela, paralítica, se pasaba el día acostada. Debajo de su cama había un catre de hierro que todas las noches yo tenía que armar. Me dormía tapándome la nariz y respirando por la boca. Me despertaba el frío del fierro en los pies, cuando no me los golpeaba.

      Belén y María, que ya eran adolescentes, me bañaban, me llevaban a la plaza, me cuidaban como si fuera un bebito “Yolly Bell”. Por las noches, venían a mi cuarto, me hacían arrodillar y rezar: Angel de la guarda, dulce compañía no me desampares ni de noche ni de día. Me acostaba y ellas apagaban la luz.

      Ya en la oscuridad, la abuela con su voz barbitúrica y una letanía: La vida es redonda. Antes o después lo que está al derecho estará al revés. La vida es redonda. Todos en la misma ronda. Yo me tapaba todo con las sábanas esperando que se quedara dormida. Me daba miedo escucharla. Me daba miedo estar en ese cuarto con su voz, sus ronquidos y su olor. Pero pensaba que el ángel de la guarda no me podía abandonar, y así, me iba entregando al sueño.

      El primer año fuimos una familia. Después me di cuenta de que había sido por la novedad. Papá, economista, era adicto al trabajo. Mamá, tesorera de un Ministerio, cargaba con muchas responsabilidades. Mis hermanas estaban siempre ocupadas en sus estudios. Sólo nos veíamos de ocho a nueve de la noche, la hora de la cena, donde juntos les agradecíamos a Dios por el pan de cada día. Después prendían la televisión y se ponían a ver programas de política: Neustadt y Grondona. Tato Bores.

      Un día se llevaron a la abuela al geriátrico y yo me quedé en ese mismo cuarto con mi hermana más chica, pero como María quería dormir sola, compraron un sofá cama, lo pusieron en el escritorio y me mandaron a dormir ahí. Era imposible dormirme con papá trabajando hasta tarde. Me hacía el dormido y espiaba a ver qué hacía. Lo veía sacar carpetas de los cajones, escribir, acariciarse las mejillas, tocarse el bigote, mirarse las uñas, tomarse la fiebre con un termómetro, leer. Yo esperaba que se metiera los dedos en la nariz. Pero era tan pulcro que ni estando solo lo hacía; o tal vez se daba cuenta de que yo lo estaba espiando. Cuando se iba le revisaba todo. Eran planillas con números, rosarios, tinteros, lapiceras fuentes, un librito para dar la misa, cajas de Lexotanil, un cuaderno que decía Vademécum y muchísimos papeles sueltos que hablaban de Dios. Pero lo que más me intrigaba era el cajón de abajo cerrado con llave. Una noche, en medio del pánico que le produjo un ataque de hipocondría salió corriendo y se olvidó de cerrarlo. Debajo de todo, adentro de una carpeta, encontré mi vida escrita en un papel: decía algo de un hotel en Flores, el nombre de la mucama, la dirección del asilo en Luján. Pero yo era muy chico y no pude retener tanta información. Le pregunté a María si sabía quiénes eran mis verdaderos padres: Mamá y papá, me contestó, quiénes van a ser.

      Cuando se casó Belén, María pasó a su dormitorio y el que había sido el cuarto de la abuela quedó para mí. Lo decoré con fotos de mi ídolo de entonces: Boy George, el líder de Culture Club.

      Ahí, empecé a armar mi propio mundo.

      Ya más grande, con capacidad de discernir, me puse a pensar en mi verdadera madre. Me la imaginaba muy rica. O desdentada, pidiendo limosna por la calle.

      Le pedí a mi papá que me mostrara aquel papel.

      Me dijo que se había perdido.

      En la esquina de Paseo Colón y Cochabamba, de ocho a doce de la noche, hacía