filipino es de barco. Llega caminando y me lleva a un hotel. Machista, dominante, agresivo, me arranca la ropa y me la pone de una, sin saliva. Agarra fuerte, pega palmadas, clava los dedos. Es tosco, apurado. Parece una maquinita de coser. Termina, se levanta, se viste y se va.
El francés, en cambio, se toma su tiempo. Quiere cumplir sus fantasías, me pide la ropa prestada. Está acostumbrado a las drag-queens, los chicos que se travisten con grandes producciones. No tiene ningún prejuicio. Besa, acaricia, abraza. Es ameno, relajado.
El brasilero para con el camión y me ofrece la cajita de vino. Siempre quiere pagar después. Dice que en Brasil primero se trabaja y después se paga. Pero acá, sin billete no hay arreglo. Lo tengo que mandar a lavar. Apenas subo al camión ya se siente la baranda. No quiero ni pensar si se baja el pantalón. Se cree que porque una trabaja de esto se tiene que tragar el “cogotito de cóndor”:
–No mi amor –le digo–, así no es.
Fastidiado, agarra el bidón con agua, el jabón y se lava por ahí. Es metódico, apenas se la empiezo a besar ya me pide que me dé vuelta.
El chileno, en cambio, es un placer. Huele a perfume. Educado, atento, pregunta cómo estoy, se interesa por mis cosas. Confiesa la falta de interés sexual con su pareja:
–Como vos trabajás de esto, calculo que debés tener la solución –dice.
No hay cosa menos encantadora que el boliviano en bolas. Es retacón y “pijicorto”, me ofrece dos pesos, a lo sumo tres. No transo.
Dicen que los árabes la tienen grande. No sé si será cierto, pero si Yamil es el exponente de esa raza, cumple con el mito. Un metro ochenta, ojos verdes, peludo, musculoso, buenas patas, buena cola. Me gusta y encima paga: bingo. Es fogoso. Un movimiento de cintura espectacular. Y buena concentración. Cuarenta y cinco minutos sin parar. Me deja partida al medio.
El japonés es callado, serio. Le falta gracia. Le hago señas para que ponga un poco de onda. No le puedo sacar ni una palabra en argentino. De vez en cuando se ríe. Se ve que le gusta, porque viene bastante seguido.
Los argentinos merecen un renglón aparte, por “pajeros”.
Me divierte verlos disimular: son encantadores. Dan vueltas, franelean, pelean precio, se hacen los “langas”. Una vez que pagan, reclinan el asiento y esperan que una haga todo, inclusive desabrocharles la bragueta. Me besan las tetas, la panza, y como quien no quiere la cosa, de pronto, los tengo entre las piernas. Me agarran la pija y mirandolá, dicen: que linda conchita que tenés.
Todos tienen la fantasía de ser penetrados. Algunos se animan.
Está el que viene sólo a masturbarse.
Hay dos cosas que prefieren: cojerme mientras me pajean y el bucal; les encanta levantarme el pelo y mirar cuando la tengo en la boca. Después, aclaran:
–Pero mirá que yo no soy puto, eh. Yo lo tengo sanito.
Y se van, cancheros, sin darse cuenta de su gran putez.
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