Nobel de la paz por desarrollar el Banco Grameen dedicado al microcrédito, llegó a afirmar que el acceso al crédito es “un derecho humano básico de todas y todos” (aunque es cierto que no hizo ningún esfuerzo por demostrar cuáles eran las fuentes normativas de ese nuevo derecho).
¿A qué se refieren realmente las condiciones de existencia que deben mejorar de manera continua? Este debate, que fue explícito en las negociaciones que desembocaron en la firma del Pacto en 1966, está reemergiendo en el mundo actual (Hohmann y Goldblatt, e/p). ¿Es sustentable crecer y consumir de manera infinita? ¿Ponen el extractivismo y la agroindustria en riesgo las condiciones epidemiológicas de subsistencia de los seres humanos? ¿Es el lucro, como ordenador abrumador de las relaciones sociales, una condición de existencia admisible desde una perspectiva de derechos humanos? Las políticas económicas ortodoxas, como la privatización, la consolidación fiscal y la desregulación laboral y financiera, ¿son legales desde una perspectiva de los derechos humanos? ¿Es la posibilidad ilimitada de “codificar” la protección de cualquier bien o servicio compatible con los derechos humanos? ¿Son tolerables, desde un punto de vista jurídico, las condiciones de existencia en un contexto de desigualdades radicales? ¿O las condiciones de existencia en realidad se refieren al contexto cultural, epistemológico y emocional en el que los derechos humanos pueden realizarse sin depredar a las y los demás ni a la Tierra, pudiendo así discutir si el neoliberalismo es el pasaporte a la felicidad? De algún modo, plantear estas preguntas en diálogo con el PIDESC interpela la supuesta complicidad de los derechos humanos con el neoliberalismo que ha venido denunciando Slavoj Žižek.
Es cierto que el derecho puede tener un efecto paradojal por cuanto puede servir tanto para oprimir, encubrir y suprimir como para liberar, igualar y descubrir. Y, en particular sobre los derechos humanos, no podemos ignorar la matriz ideológica sobre la que fueron originariamente construidos, asociados de algún modo al eurocentrismo, el racismo, la heterosexualidad y el patriarcado. Pero, al mismo tiempo, los derechos humanos han estado y están en proceso de reconstrucción continua y exhiben avances notables en diversos campos. Los derechos no se encuentran simplemente dictados y solo falta efectivizarlos, sino que es necesario completarlos y releerlos en función de las necesidades y los desafíos de las personas, una tarea que no termina nunca. Carlos Santiago Nino señalaba en 1984 que “es indudable que los derechos humanos son uno de los más grandes inventos de nuestra civilización […] El antídoto que han inventado los hombres para neutralizar esta fuente de desgracias [la instrumentación de las personas] es precisamente la idea de los derechos humanos”.
La gran desaceleración económica (que incluye la producción, el comercio, las finanzas y el consumo), que agrava los desafíos económicos que ya afrontaba la Argentina en febrero de 2020, ha llevado a un aumento de la pobreza con el correlativo retroceso en materia de derechos económicos y sociales. Pero esta causalidad no sucede en el vacío sino en un sistema económico y social en el que solo las elites disponen de capacidad de resiliencia frente a cambios macroeconómicos bruscos. Otra vez vemos que, más allá de las acciones urgentes que deben desplegarse para atender a la población más afectada por la crisis, una agenda transformadora necesita estar sobre la mesa de discusión.
Quisiera también destacar dos fenómenos, uno subjetivo y el otro político. Las condiciones del ASPO y la profunda recesión han llevado a la mayoría de la población a la implementación de estrategias personales (consumir lo esencial) más sustentables, financiera y medioambientalmente. Esto prueba que el deseo de las personas no está enteramente determinado por la maquinaria lingüístico-comunicacional y algorítmica del mercado globalizado. También quisiera destacar que asomarse –aun forzados por las circunstancias– de ese modo al balcón lacaniano de la crítica al discurso capitalista y comprobar que aun cuando tengamos y consumamos menos –siempre y cuando superemos un umbral básico de condiciones materiales– la vida sigue, o que incluso puede, en algún punto, ser más floreciente (Martha Nussbaum dixit) que la que hemos tenido hasta ahora, es un giro subjetivo con consecuencias sociales, económicas y políticas impredecibles.
Por otra parte, observamos la implementación de una serie de políticas estatales más inclusivas (impuestos más progresivos, ingreso básico universal, suspensión de desalojos, congelamiento de precios y tasas de interés, programas estatales de vivienda social, etc.), lo cual es revelador de algo que los dueños del mundo han intentado mantener en secreto: que, tal como nos recuerda Rita Segato (2020), “la llave de la economía es política, y las leyes del capital no son las leyes de la naturaleza”. Ello implica decir que las leyes de la economía “no son naturales”, y que su naturalización es una operación política de la mayor envergadura. Que las crisis económicas aumenten normalmente los niveles de desigualdad es una decisión política. El crash bancario de Islandia en 2008 y la subsecuente crisis financiera fueron capeados con una mayor progresividad de los impuestos a la riqueza y a las ganancias corporativas, lo que explica por qué la desigualdad se redujo (¡!) durante esos años tumultuosos en Islandia.
Los derechos humanos imponen asegurar el acceso universal y sin discriminación a bienes y servicios básicos. Si la escasez es el motor de la expansión capitalista, la realización de los derechos humanos sería en verdad antisistémica: revertir políticas económicas regresivas (como el recorte de la inversión pública y la mercantilización de bienes y servicios esenciales) incidiría sobre qué es escaso en la sociedad. Si los bienes y servicios más importantes para la reproducción social son más accesibles para todas y todos, sus precios bajarían (esto sucede, claramente, en el mercado inmobiliario) y con ello también la presión por producir y trabajar sin reparar en el costo ambiental, social y subjetivo. Esta es la relación fundamental que existe entre derechos humanos y decrecimiento inclusivo. A mi criterio esto también explica las razones más profundas de por qué los países desarrollados (acompañados por los gobiernos de Mauricio Macri y Jair Bolsonaro, apartándose del G77) no votaron favorablemente en 2019 los “Principios rectores relativos a las evaluaciones de los efectos de las reformas económicas en los derechos humanos” en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU (resolución A/HRC/40/48).
Las pautas de derechos humanos presentadas en este apartado podrían contribuir, por ejemplo, a la legalización de los debates públicos en torno a la medida en la cual es aceptable que las políticas sanitarias de aislamiento puedan afectar la actividad económica. Aceptar como costo marginal el aumento notable y previsible de contagios y fallecimientos como consecuencia de la salvaguarda absoluta de la libertad económica, solo para volver al estado pre-Covid-19, sería inadmisible desde una perspectiva de los derechos humanos. Del mismo modo, no implementar una agenda transformadora que revierta efectivamente los niveles de desigualdades y pobreza estructurales sería violatorio de las obligaciones internacionales en materia de derechos económicos y sociales: no puede llamarse libre a alguien que no cuente con los medios sociales necesarios para ejercer su propia autonomía (Honneth, 2014). No en vano la Convención Americana de Derechos Humanos establece que solo puede realizarse el ideal del ser humano libre, exento del temor y de la miseria, si se crean condiciones que permitan a cada persona gozar de sus derechos económicos, sociales y culturales, tanto como de sus derechos civiles y políticos (Preámbulo).
Estas deben comprenderse como parte de las condiciones necesarias de participación de todo ser humano en los procesos decisorios que llevan a la construcción de instituciones, adopción de políticas concretas y/o elección de autoridades, que permitirían suponer legitimidad democrática para ellas. Así, un funcionamiento más participativo de la democracia, que incluya a todas las instancias del Estado, es esencial a fin de promover la proliferación de múltiples entramados sociopolíticos capaces de potenciar transformaciones en línea con los mandatos de los derechos humanos. Del mismo modo, la reducción de las desigualdades y la plena realización de los derechos económicos y sociales resultan cruciales para que los grupos más favorecidos no colonicen los procesos políticos (Alston, 2015).
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