que le dieran algún trabajo extra, pero jamás habría supuesto que querían ponerla al volante de aquel vehículo.
Ni confiarle a uno de sus mejores clientes.
–Menos mal –dijo Sadie.
¡Al parecer, eso era lo que iba a tener que hacer!
Diana se tapó la boca con una mano, pero no con la suficiente rapidez como para acallar la palabra que escapó de sus labios.
Sadie suspiró.
–Por favor, Diana, no utilices ese tipo de lenguaje cuando conduzcas los autobuses de los colegios.
–¿Dónde crees que he aprendido una palabra así?
–¿Tan terribles son los niños de hoy en día?
–No, los niños son buenos –respondió Diana rápidamente–. Lo que pasa es que están en la edad de querer impresionar a los adultos. Lo mejor que se puede hacer es ignorarles, no darle importancia.
–Lo mejor que se puede hacer, Di, es no decir lo mismo que ellos.
–Yo no… –al darse cuenta de que eso era lo que había hecho, se dio por vencida–. Está bien.
Sadie adoptó una expresión pensativa.
–Estoy pensando en poner a Jack en ese trabajo durante una semana o dos cuando se recupere. Eso enseñará a los niños a tener cuidado con lo que dicen. Y también hará que Jack se lo piense dos veces antes de comerse un pastel de carne en ese café.
¿El conductor más antiguo de Capitol Cars castigado conducir un minibús cargado de niños para llevarlos al colegio?
Diana sonrió traviesamente.
–Daría cualquier cosa por verlo.
Intercambiaron una mirada. Dos madres solteras, una en lo más bajo y la otra en lo más alto de un negocio dominado por hombres, que habían oído toda clase de chistes machistas sobre las mujeres conductoras.
Sadie, con pesar, sacudió la cabeza.
–Desgraciadamente, presentaría su dimisión antes de hacer eso.
–Sí, un trabajo totalmente indigno para él –comentó Diana–. No obstante, estoy segura de que será castigo suficiente enterarse de que he conducido su precioso coche.
Sadie evitó sonreír maliciosamente y volvió a adoptar su actitud de «jefa».
–En fin, lo único que te pido es que recuerdes que esta clase de clientes prefieren que su conductor sea prácticamente invisible.
–Entonces… ¿no podré cantar?
–¿Cantar?
–He descubierto que cantar evita que los pasajeros digan palabrotas.
–¡Hablo en serio!
–Sí, señora.
–Bien. Bueno, entonces, vamos. Mientras te cambias, te explicaré el itinerario del jeque Zahir. Tienes que ponerte el uniforme completo. Y sí, antes de que lo preguntes, tienes que ir con gorra.
–¿Un jeque?
–El jeque Zahir al-Khatib es el nieto del emir de Ramal Hamrah, primo del embajador de ese país en Londres y un hombre de negocios multimillonario que él solito está consiguiendo transformar su país en el destino turístico de moda.
Diana, al instante, perdió las ganas de cantar.
–En ese caso, sí que es un auténtico VIP.
–Exacto. El Mercedes estará a su completa disposición, cada segundo del día, durante su estancia en Londres. Inevitablemente, el horario de trabajo es impredecible. Pero si puedes arreglártelas con él hoy, haré que te sustituya alguien mañana.
–No será necesario –dijo Diana con cierta vehemencia y con la esperanza de ocultar la impresión de irresponsabilidad que podía haber causado.
Quizá no fuera Jack Lumley, pero sus pasajeros siempre quedaban contentos con ella.
–No te preocupes, me las arreglaré –añadió Diana–. Al menos, hasta que Jack se recupere.
Aquella era la oportunidad que había estado esperando, la posibilidad de demostrar que era capaz de responsabilizarse de trabajos importantes, de cambiar de conducir autobuses pequeños cargados de chicos de camino al colegio a hacer trayectos al aeropuerto conduciendo limusinas y llevando a clientes importantes. Y no estaba dispuesta a dejar el Mercedes en manos del primer hombre que se recuperase de una gastroenteritis.
–Dame esta oportunidad, Sadie. Te prometo que no te pesará.
Sadie le tocó el hombro con gesto de comprenderla.
–Veamos qué tal te va esta tarde, ¿te parece?
Era su oportunidad de demostrar lo que podía hacer, era también asunto suyo sacarle provecho.
Diana respondió al reto quitándose los guantes de goma que utilizaba para limpiar el pequeño autobús. Después, se despojó del mono de trabajo y se puso unos pantalones de uniforme bien planchados, una camisa blanca limpia y, en vez de la camiseta con el logotipo de la empresa, se puso la chaqueta de color burdeos del uniforme.
Sadie, examinando el papel que tenía en las manos, dijo:
–El jeque Zahir llega al aeropuerto de la City de Londres en su avión privado a las diecisiete horas y quince minutos de la tarde. Espérale en el aparcamiento de estancias breves. La azafata de los VIPs tiene el número de teléfono del coche y te llamará en el momento en que el avión aterrice con el fin de que tú puedas acercarte y le esperes.
–Bien.
–Su primera parada va a ser en la embajada de su país, en Belgravia. Estará allí durante una hora; luego, le llevarás a su hotel, en Park Lane, antes de llevarle a una recepción en la galería Riverside, en South Bank, a las diecinueve horas y cuarenta y cinco minutos. A continuación, una cena en Mayfair. Tienes todas las direcciones en tu hoja de servicios.
–Belgravia, Mayfair… –Diana, incapaz de contenerse, sonrió mientras se abrochaba la chaqueta–. ¿Estoy soñando? No me lo puedo creer.
–Di, no te emociones. Y mantente en contacto conmigo, ¿de acuerdo? Si se presenta algún problema, quiero que me informes tú de él, no el cliente.
El jeque Zahir bin Ali al-Khatib aún estaba trabajando cuando el avión tomó tierra.
–Ya hemos llegado, Zahir –James Pierce recogió el ordenador portátil, se lo pasó a una secretaria y lo sustituyó por un paquete envuelto con papel de regalo.
Zahir frunció el ceño, tratando de recordar de qué se trataba. Cuando lo hizo, alzó la mirada.
–¿Has logrado encontrar lo que ella quería? –preguntó Zahir.
–Lo ha hecho una de las personas que trabajan para mí por Internet. Antiguo. Veneciano. Muy bonito. Estoy seguro de que le va a encantar a la princesa –respondió Pierce–. Su chófer de costumbre nos estará esperando, pero esta tarde tenemos un horario muy apretado. Si quiere llegar a la recepción a tiempo, tendrá que salir de la embajada a las siete menos cuarto.
Diana detuvo el coche en la zona de «Llegadas» del aeropuerto, se ajustó la gorra, se estiró la chaqueta del uniforme y se alisó los guantes de piel. Después, salió del vehículo y se quedó de pie junto a la puerta trasera de la limusina, lista para entrar en acción en el instante en que su pasajero apareciese.
El jeque Zahir al-Khatib, en contra de lo que el atuendo de su país y posición podían hacer imaginar, apareció envuelto en un traje occidental. No obstante, ella no tuvo ningún problema en reconocerle.
La sudadera gris, los pantalones vaqueros y los zapatos, que llevaba sin calcetines, eran deportivos, pero caros. El hombre, alto, desgarbado y de oscuros cabellos, parecía más una estrella de cine que