que llevaba en las manos solo lograba realzar su autoritaria presencia.
Tenía que admitir que el jeque Zahir al-Khatib era un hombre peligrosamente guapo.
Él se detuvo brevemente delante de la puerta para darle las gracias a su acompañante, concediéndole a Diana unos segundos para recuperar la compostura y mantener la boca cerrada en vez de decir lo habitual en un caso así: «¿Ha tenido un buen viaje?».
No debía hablar.
No se trataba de una familia regresando de un viaje a Disneylandia e impaciente por contar lo bien que se lo habían pasado mientras se acomodaban en un minibús.
Lo único que se requería era un «buenas tardes, señor…».
No le resultó fácil. Había dos cosas que se le daban bien: conducir y hablar. Hacía ambas cosas con naturalidad; con una de ellas se ganaba la vida, con la otra se divertía.
Ya que casi siempre le daban a ella los trabajos en los que había niños y fiestas, trabajos en los que la charla fácil era una ventaja, no le resultaba un problema ser habladora. Pero comprendía que Sadie le diera un trabajo como aquel solo porque estaba desesperada.
Pero le demostraría a Sadie que podía hacerlo bien. Se lo demostraría a todos, se prometió a sí misma, a sus padres y a los vecinos de sus padres.
Esbozó una sonrisa acorde con el reglamento de la empresa mientras abría la portezuela del coche.
–Buenas tardes…
No le dio tiempo a pronunciar «señor».
Un niño, escurriéndose entre las puertas de la Terminal al poco de que lo hiciera su pasajero, echó a correr, pasando entre la puerta del coche y el jeque Zahir, al encuentro de la mujer que acababa de aparcar el coche detrás del suyo. Antes de que Diana pudiera decir nada, el niño le pisó los limpios zapatos y se topó de bruces con el jeque Zahir, lanzando el paquete rosa por los aires.
El jeque reaccionó a la velocidad del rayo y agarró al niño por la chaqueta para evitar que cayera al suelo.
Diana, cuyos reflejos también eran buenos, fue a agarrar los lazos del paquete.
Logró agarrar un lazo.
–¡Sí! –exclamó Diana triunfalmente.
Pero demasiado pronto.
–¡Nooooo!
El paquete se estrelló contra el suelo y sonó a cristal roto.
En ese momento, no pudo evitar pronunciar la palabra que le había prometido a Sadie que jamás volvería a pronunciar delante de un cliente.
Quizá, con un poco de suerte, el inglés del jeque Zahir no era lo suficientemente bueno como para comprender su significado.
–¡Eh! ¿Dónde está el fuego? –preguntó el jeque al niño mientras le ayudaba a mantener el equilibrio y a enderezarse.
La esperanza de Diana se vio frustrada. Solo un ligero acento sugería que la lengua materna del jeque no era el inglés.
–No sabe cuánto lo siento… –dijo la abuela del niño, el objeto de aquel atropello–. Por favor, deje que le pague por los daños que mi nieto haya podido causarle.
–No tiene importancia –respondió el jeque, rechazando la preocupación de la mujer con un gesto con la mano y una leve inclinación de cabeza.
Era todo un caballero, tuvo que admitir Diana mientras recogía los restos de lo que hubiera en el paquete.
Entonces, cuando se levantó, él se volvió hacia ella y aquello fue la perdición de Diana. Entonces recibió el impacto de aquella piel aceitunada y unos viriles ojos negros. Era la clase de hombre que podía hacer con una mujer lo que quisiera con solo una sonrisa.
Sin embargo, el jeque Zahir no estaba sonriendo, sino mirándola con ojos impenetrables.
Fue entonces, al intentar hablar, cuando Diana se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración.
–Lo siento –logró decir ella por fin.
–¿Que lo siente?
El desliz de su lengua. El no lograr rescatar el paquete.
Decidiendo que lo último era lo mejor…
–Siento que se haya roto.
Entonces, cuando él le quitó el paquete de las manos, Diana añadió:
–Me temo que está goteando.
Él bajó la mirada, quizá para confirmar lo que Diana le había dicho; entonces, estirando los brazos para apartar el paquete de su cuerpo, miró a su alrededor como si estuviera esperando ver un contenedor de basura en el que tirar el paquete. Lo que a ella le concedió un momento para recuperar la respiración.
Así que ese era el jeque. Así que sus facciones tenían aire de chico malo. Así que era guapísimo.
¿Y qué?
¿Qué le importaba a ella?
Además, él no iba a mirarla dos veces aunque ella quisiera que lo hiciera. Y no quería.
En serio.
Un hombre así en la vida de una era más que suficiente.
Había llegado el momento de volverse a comportar como la profesional que le había prometido a Sadie que iba a ser.
No había ningún contenedor de basura a la vista y el jeque solucionó el problema devolviéndole el paquete a ella. Un comportamiento totalmente masculino… dejar que otro solucionara los problemas.
–Usted no es mi chófer habitual –dijo él.
–No, señor –respondió Diana mientras sacaba una bolsa de plástico de la guantera en la que metió el paquete–. No sé cómo me he delatado –añadió ella en un susurro.
–¿La barba? –sugirió él mientras Diana se volvía para mirarle.
Y tenía el oído muy agudo…
–No puede ser eso, señor –dijo ella arrepintiéndose del comentario–. No tengo barba. Pero podría ponerme una falsa.
A veces, cuando una se metía en apuros por hablar demasiado, lo mejor era seguir hablando. Sabía que, si conseguía hacerle reír, podría salir airosa.
«Sonríe, idiota, sonríe».
–Si usted lo desea, señor –añadió Diana cada vez más preocupada… porque él no sonrió.
–¿Cómo se llama? –preguntó el jeque.
–Ah, eso no tiene importancia –le aseguró ella en tono casual–. En la oficina sabrán quién soy.
Cuando él presentara su queja.
Ni siquiera iba a durar una tarde. Sadie iba a matarla. Sadie tenía todo el derecho…
–Puede que lo sepan los de su oficina, pero yo no.
Ese hombre no dejaba nada al azar.
–Metcalfe, señor.
–Metcalfe –él pareció a punto de añadir algo, pero pareció pensárselo mejor–. Está bien, Metcalfe, ¿nos vamos? No dispongo de mucho tiempo y ahora vamos a tener que parar en un sitio más con el fin de no desilusionar a la chica del cumpleaños.
–¿La chica del cumpleaños?
–La princesa Ameerah, la hija de mi primo, cumple diez años hoy. Lo que más quería en el mundo, al parecer, era una bola de cristal con nieve dentro. Le prometí que le traería una.
–Ah… –una niña. Y se le olvidó que no debía hablar a menos que le hicieran una pregunta–. Las bolas de cristal con nieve son preciosas. Yo todavía tengo la que me dieron cuando…
Diana se interrumpió. ¿Qué le importaba