lo correcto –Diana se encogió de hombros a modo de disculpa; luego, asintió en dirección a la galería de arte y se aclaró la garganta–. El señor Pierce le está esperando, señor.
–Zahir.
–¿Qué, señor?
–Todo el que trabaja para mí me llama Zahir. Según tengo entendido, es lo normal en los tiempos en los que vivimos. Inténtelo.
–Sí, señor.
Él asintió.
–Diviértase con su libro, Metcalfe.
Diana le vio alejarse. Nada de trajes exóticos, el típico uniforme varonil: traje oscuro, corbata de seda… Aunque tenía que admitir que ese atuendo, si lo llevaba el jeque Zahir, no tenía nada de típico.
Zahir.
Ese nombre le estaba llenando la cabeza. A solas, lo pronunció en voz alta para ver cómo sonaba.
–Zahir…
Exótico.
Diferente.
Peligroso…
Tembló al sentir la brisa procedente del río.
A pesar del frescor de la noche, se quitó los guantes y la gorra y los tiró en el asiento del coche. Luego, después de cerrarlo con llave, se acercó a la barandilla que había a lo largo del paseo del río, se apoyó en ella y contempló la vista que ofrecía aquel punto, dominada por la cúpula de la Catedral de San Pablo.
«Céntrate, Diana», se dijo a sí misma en silencio. «Ándate con pies de plomo. No es el momento de lanzarte a juegos peligrosos. Nada de tutear a ese guapo príncipe. Los cuentos de hadas son para los niños. Esta puede ser la oportunidad que estabas esperando para dar un paso más hacia la consecución de tu sueño. No lo estropees todo solo porque el príncipe tiene un par de ojos negros que te miran como si… ¡Olvídalo!».
No iba a volver a cometer la misma equivocación de rendirse a los pies de un hombre guapo.
Freddy, su hijo, era su mundo. El futuro del niño estaba en sus manos, su deber era protegerlo y anteponerlo a todo lo demás.
Zahir concluyó su breve presentación delante de los agentes de turismo y periodistas especializados e, inmediatamente, se vio abordado por el director de una de las principales empresas de turismo, que estaba examinando las fotografías y la maqueta del complejo turístico Nadira.
–Es una idea muy interesante, Zahir. Diferente. Es exactamente lo que los viajeros más exigentes y sofisticados están pidiendo a gritos. Supongo que será caro, ¿no?
–Sí, naturalmente –respondió Zahir, consciente de que era lo que ese hombre quería oír–. ¿Por qué no habla con James? Está organizando una visita a la zona donde queremos montar el complejo turístico y nos encantaría enseñarle lo que queremos ofrecer.
Zahir continuó su paseo por la galería estrechando manos, respondiendo a preguntas e invitando a los asistentes a ver la zona del complejo.
Entonces, la mujer con la que estaba hablando se echó a un lado para dejar paso a una camarera y él miró por una de las altas y estrechas ventanas de la galería. El coche seguía allí, pero Metcalfe no estaba a la vista.
Debía de estar tumbada en el asiento posterior leyendo su libro. Quizá tuviera la suerte de sorprenderla y verla ruborizada mientras intentaba enderezarse esa ridícula gorra.
Le encantaría que así fuera.
Pero a ella no.
Metcalfe.
Le había invitado a que le tuteara, diciéndole su nombre de pila con la esperanza de que ella hiciera lo mismo. Ella se había dado cuenta y, sabiamente, había rechazado la invitación de convertirse en algo más que su simple chófer. Plenamente consciente de que ese «algo más» que él le estaba ofreciendo no le interesaba. ¿Y cómo iba a decirle que estaba equivocada cuando ni él mismo sabía qué era ese «algo más»?
Quizá se estuviera engañando a sí mismo. Los dos lo sabían. Los dos habían respondido a esa extraña química…
James debía de tener razón. Lumley era aburrido, pero no le distraía. Nunca se habría preocupado por la forma en que pasaba el tiempo mientras le esperaba. Por supuesto, jamás le hubiera invitado a entrar en la galería de arte ni le contaría lo que se proponía hacer. No le habría hablado de sus planes…
–¿Es su objetivo realista, jeque Zahir? –le preguntó la mujer.
–Tenemos la suerte de que la energía solar es un recurso natural en Ramal Hamrah durante todo el año, Laura –respondió Zahir haciendo un esfuerzo por concentrarse en el trabajo. Se había tomado la molestia de memorizar los nombres y los rostros de la gente con la que iba a reunirse–. Espero que venga a cerciorarse por sí misma.
–Ese es el otro problema, ¿no le parece? ¿Cómo puede justificar la expansión de su industria turística en un momento en que los viajes en avión se consideran uno de los mayores causantes de las emisiones de anhídrido carbónico?
–¿Con un tipo diferente de líneas aéreas? –respondió él con una sonrisa. Entonces, con una mirada, indicó a James que se acercara–. James, esta es Laura Sommerville, la corresponsal de la sección de ciencias de The Courier…
–Laura… –dijo James acercándose a ella de tal forma que Zahir pudiera disculparse y alejarse.
Zahir hizo un esfuerzo por no mirar su reloj.
Estaba cansado de las relaciones públicas. Sus sueños eran más ambiciosos. Le gustaba más hacer planes para el futuro, pero en su despacho. Tenía que encontrar a alguien que diera la cara, que se encargara del aspecto público del negocio. Alguien capaz de despertar el interés de la gente en sus proyectos.
O quizá su interés estuviera en otra parte, pensó mientras hacía lo posible por no mirar de nuevo a la ventana. Sin conseguirlo.
Quizá tuviera más que ver con aquel inesperado interés por su joven y encantadora conductora.
Vio un movimiento a la orilla del río y se dio cuenta de que, en vez de estar acurrucada leyendo su libro, Metcalfe estaba apoyada en la barandilla del paseo. Sin la gorra, con los cabellos revueltos…
Una camarera se detuvo delante de él con una bandeja, obstaculizándole la vista.
–¿Un canapé, señor?
–¿Qué?
Entonces, dándose cuenta de lo que la camarera le había dicho, la miró. Miró a la bandeja.
–Gracias –dijo Zahir después de agarrar la bandeja, con la que se encaminó hacia la puerta.
* * *
–Vaya un perro guardián que está hecha, Metcalfe. Cualquiera podría haber agarrado su precioso coche y haberse ido con él.
Diana, que a pesar de sus esfuerzos había estado pensando en aquel hombre extraordinariamente guapo, se sobresaltó.
–Podrían haberlo intentado –respondió ella–. Pero conseguirlo…
–¿Por qué no ha entrado en la galería?
–Al señor Pierce no le habría gustado –dijo ella, manteniendo los ojos fijos en la parte norte del río–. Además, esta vista es más interesante que un montón de cuadros viejos.
–Y todo ese arte…
–Dígame, ¿cuántos ingleses cree que han leído un poema árabe? –Diana cambió de tema al instante–. ¿Ha acabado la fiesta ya?
–No, está en pleno apogeo.
–Ah –él había ido a verla. Miró la bandeja. Él le había llevado comida–. ¿Sabe el señor Pierce que usted se ha escapado?
–¿Escapado?