de estar se abrió y una niña delgada de piel aceitunada y oscuros cabellos la cruzó.
–¡Gracias! –exclamó la niña teatralmente–. Gracias por encontrarme la bola de nieve. ¡Me encanta!
Diana, sorprendida por la exuberancia de la niña, buscó con la mirada a un adulto.
Lo que vio fue al jeque Zahir en el umbral de la puerta.
–Me alegro de que le haya gustado, princesa Ame-erah. ¿Está disfrutando de su fiesta de cumpleaños?
–Hoy no hemos tenido la fiesta. Yo tenía que ir al colegio y mamá iba a salir. Vamos a celebrar mi cumpleaños el sábado y va a venir toda mi clase. Vamos a ir en barco por el canal hasta el zoo y allí vamos a tener una merienda. Le he pedido a Zahir que venga, pero me ha dicho que eso depende de usted.
–¿De mí?
–¡Usted es su chófer!
–Ah, entiendo.
Diana miró al hombre que estaba apoyado en el marco de la puerta. Su expresión era inescrutable; sin embargo, le dio la impresión de que le estaba diciendo algo con la mirada. ¿Quizá que no iba a hacerla volver al minibús?
Volviéndose de nuevo a la niña, Diana añadió:
–Te prometo que, sea quien sea el conductor de su coche, el jeque Zahir no tendrá excusa alguna para no ir a tu fiesta.
–¡Lo ves! –exclamó la princesa en tono triunfal mientras se volvía a Zahir–. Te había dicho que no iba a haber problemas.
–Sí, me lo habías dicho –él le acarició el rizado cabello–. En ese caso, hasta el sábado, torbellino.
La niña se marchó corriendo, pero Zahir se quedó.
–¿Sea quien sea el conductor? –repitió él.
–Jack Lumley volverá al trabajo antes del sábado.
–Pero usted es mucho más divertida.
¡Divertida!
–Por favor, pase lo que pase, no utilice esa palabra si habla con Sadie Redford. Esta es mi gran oportunidad y estoy haciendo lo posible por ser eficiente, por ser digna de llevar el coche de un VIP. Como debe de haber notado, me cuesta bastante trabajo, no me sale con naturalidad. Así que si usted dice que soy «divertida», será mi perdición.
–No diré ni una palabra, Metcalfe. Pero no es verdad lo que ha dicho, usted es la «naturalidad» personificada.
Diana contuvo un gruñido.
–Sé lo que no soy. No soy la primera conductora en la que se piensa cuando se quiere a alguien al volante de la limusina más moderna de la empresa Capitol.
–Lo está haciendo muy bien. Así que quiero que prometa que no me dejará en manos del aburrido y eficiente Jack Lumley; si me lo promete, yo a su vez le prometo que no le diré ni una palabra a Sadie Redford respecto a su «naturalidad».
Diana tragó saliva.
–¿Le parece que nos vayamos ya? –preguntó Zahir.
«Oh… jeque…».
–Un momento, voy a por el coche y lo llevaré a la puerta principal. Estaré ahí en cinco minutos.
–¿Por qué no vamos los dos juntos a por el coche? –respondió él, invitándola con un gesto a guiarle–. Nos ahorrará tiempo.
Capítulo 3
CUANDO el portero del hotel le avisó, Diana llevó el coche a la entrada y allí esperó a que el jeque Zahir saliera. Esa vez no estaba solo. Iba acompañado de un hombre más joven que él, de esculpidas facciones y prominentes pómulos.
Ya que cargaba con un ordenador portátil, debía de ser, al igual que ella, un miembro de las clases inferiores. Aunque, a juzgar por el traje que llevaba y el corte de pelo, su nivel social era más alto que el de ella.
En el momento en que sus pasajeros se acomodaron en el interior del vehículo, ella se adentró en el tráfico en dirección a South Bank, logrando, por primera vez en su vida, permanecer «educadamente anónima».
Apenas acababa de felicitarse a sí misma por tan raro logro cuando el jeque Zahir dijo:
–Metcalfe, este es James Pierce. Este hombre es mi mano derecha. Alguna vez que otra tendrá que llevarle a algún sitio.
–Sí, señor –respondió ella con profesionalidad.
Lo estaba haciendo muy bien hasta que, mientras esperaba a que la luz del semáforo se pusiera en verde para los coches, cometió el error de mirar por el retrovisor y… directamente a los ojos de él. Su expresión sugería que no le había engañado con su tono formal. Para colmo, su traicionera boca le sonrió.
Una equivocación.
James Pierce, notando por primera vez que ella no era Jack Lumley, dijo:
–Esto es inexcusable –y la estaba mirando a ella mientras hablaba–. Cuando hice la reserva con Capitol Cars, dejé muy claro que quería…
–Jack Lumley está enfermo –dijo el jeque Zahir, interrumpiendo a su mano derecha.
–Llamaré a Sadie inmediatamente. Debe de tener algún otro chófer disponible.
Diana no podía ver a James Pierce por el espejo retrovisor; pero, desde el momento en que abrió la boca, le resultó antipático. Y él no estaba haciendo nada por hacerla cambiar de opinión.
Su traje hacía juego con su actitud.
–¿Por qué otro conductor? –intervino el jeque Zahir–. Metcalfe es…
«Por favor, no diga que tengo naturalidad», rogó ella en silencio al tiempo que el semáforo se ponía en rojo.
–Metcalfe es muy competente –concluyó el jeque.
Un profundo calor la invadió. Un calor que empezó en su abdomen y se extendió por todo su cuerpo.
–James, no me digas que eres un antediluviano que se siente amenazado en su virilidad si una mujer conduce el coche en el que va –dijo el jeque Zahir con cierto humor.
–No… –respondió Pierce sin convicción–. No, claro que no.
–Me alegra oírtelo decir. Como abogado que eres, a pesar de que tu especialidad es el derecho mercantil, sé que no te gustaría darle a Metcalfe una excusa para denunciarte por discriminación sexual.
–Yo solo pensaba…
–Sé lo que pensabas, James; pero como bien sabes, no es ningún problema.
El jeque Zahir no esperó a que le respondiera. Al instante, centró su atención en asuntos de negocios e hizo una difícil pregunta referente a un arrendamiento.
Ella también se centró en su trabajo. Coquetear con el cliente por el espejo retrovisor no era profesional, sino todo lo contrario.
A la entrada de la galería Riverside, Diana salió del coche y abrió la puerta a sus pasajeros.
James Pierce salió del coche sin dirigirle la palabra y sin mirarla. El jeque Zahir se detuvo junto a ella.
–¿Qué va a hacer hasta que llegue la hora de recogernos, Metcalfe?
–Tengo un libro –respondió ella rápidamente.
El mensaje era: «los conductores competentes están acostumbrados a esperar a sus clientes el tiempo que haga falta».
–No hay razón por la que no pueda entrar en la galería. Coma algo. Puede ver los cuadros si se aburre con la presentación.
Abandonando su firme resolución de no mirarle a los ojos, Diana alzó los ojos a los de él. Tragó saliva. El jeque estaba sonriendo. Sintió un extraño cosquilleo