a la integridad de la naturaleza humana de Cristo. Ahora bien, la afirmación de las dos naturalezas en una persona suscita a su vez cuestiones profundas de tipo ontológico: ¿cuál es la relación entre las propiedades esenciales de la naturaleza humana y la personalidad individual?, ¿cómo debemos entender (lógica y ontológicamente) la relación entre las propiedades individuales de un sujeto personal (Pedro, Pablo, Jesús) y la naturaleza que es común a todos ellos?, ¿en qué consiste esta última? Nos encontramos aquí con temas especulativos que están en el corazón de la cristología neotestamentaria y que solo pueden ser abordados desde una abierta reflexión metafísica sobre las Escrituras.
Ahora bien, este tema no solo es importante por razones especulativas. La reflexión cristológica sobre el contenido normativo de la naturaleza humana está completamente relacionada con la reflexión del Nuevo Testamento sobre la forma práctica de la redención humana. En efecto, una de las premisas básicas del cristianismo primitivo era que normalmente los humanos yerran en la comprensión adecuada de lo que son. Están incapacitados, por la condición de su naturaleza caída, para descubrir el sentido último de su existencia y, por lo mismo, imposibilitados para orientar sus vidas hacia Dios como a su verdadero fin (cf. Rm 1,18-32)45. Por ello, solo Cristo puede revelar plenamente a la persona humana qué es y para qué está hecha radicalmente, a la luz del misterio de la adopción filial por la gracia46. Ahora bien, esto significa que la revelación de Cristo también debe corregir los múltiples errores del entendimiento humano, tanto prácticos como especulativos, que tienden a corromper el pensamiento humano caído con respecto a lo que significa ser hombre. Si esto es así, entonces la salvación de la persona humana depende en gran medida de una recapitulación cristológica y teocéntrica de la propia comprensión de la naturaleza humana. El estudio de la naturaleza humana de Cristo es algo ontológico, pero también posee una finalidad eminentemente práctica, pues se ordena a una recta comprensión del sentido de la existencia humana.
Por último, un estudio cristológico del sentido de la naturaleza humana también debe atender al tipo de vida que llevó Cristo: sus acciones y sufrimientos. Estas acciones proceden del amor de Cristo, de su obediencia y de la humildad de su corazón. A su vez, estas acciones dependen de una forma única de conocimiento profético que caracteriza el conocimiento de Jesús. Cristo ve el bien y lo busca libremente de una manera única y perfecta. Sus pensamientos y sus actos humanos, por tanto, son luminosos en la medida que nos revelan una naturaleza humana radiante de perfección espiritual y moral, «llena de gracia y verdad» (Jn 1,14)47. Esta revelación de la perfección humana alcanza su culmen en el misterio pascual. Aquí Jesús aparece sujeto a un sufrimiento y a una muerte insoportables, pero también transformado en una nueva vida de gloria en el misterio de la resurrección. En palabras del Concilio Vaticano II, «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor […]. El que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre»48. ¿Cómo debemos pensar, por tanto, en el cuerpo físico y en el alma espiritual de Cristo en su pasión, muerte y resurrección? ¿En qué sentido nos invitan estos eventos a comprender nuestra propia naturaleza humana de un modo cristológico? La cristología conduce inevitablemente a la escatología, pero al mismo tiempo, nos invita a formular las preguntas fundamentales sobre la estructura natural de la persona humana y de su destino final.
La comunicación de idiomas
La comunicación de idiomas empieza en el Nuevo Testamento. «Enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este mundo la ha conocido, pues, si la hubiesen conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria» (1Cor 2,7-8). Pablo expresa que el Señor fue crucificado y así afirma implícitamente que todos los atributos humanos y los sufrimientos de Cristo deben ser atribuidos al Señor como a su sujeto. Siguiendo la misma lógica, los atributos divinos que pertenecen a Cristo en cuanto Dios, deben también ser atribuidos al mismo sujeto, ya que Cristo es una única persona, Dios y hombre a la vez. Así lo vemos en el «himno cristológico» citado también más arriba:
El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre (Flp 2,6-11).
El pasaje comienza con el sujeto preexistente, el Hijo de Dios, que tomó la condición de esclavo (naturaleza humana) y que en sus acciones humanas se humilló a sí mismo y fue obediente. Esta misma persona es el sujeto pasivo de la crucifixión, muerte y exaltación, pero también quien recibe una manifestación pública de su identidad como Señor. Es el mismo sujeto, nuestro Señor Jesucristo, quien vino al mundo, que fue obediente, que murió crucificado y que es exaltado en su resurrección.
Mi lectura de este pasaje puede ser controvertida, aunque expresa la posición mayoritaria de los exégetas, tanto antiguos como modernos, respecto al tema central del texto. Para nuestro propósito, sin embargo, el punto clave se refiere al problema del sujeto. Sea como sea que entendamos aquí la secuencia relativa a una posible preexistencia de Jesús y a un eventual reconocimiento de su identidad divina, lo que está inequívocamente claro es que solo hay un sujeto al cual se le atribuye todo esto. Cristo es de condición divina y también de esclavo. Él es el sujeto tanto de la muerte como de la exaltación y es él quien recibe el nombre sobre todo nombre, el nombre del Dios de Israel. Consecuentemente, es claro que tanto las propiedades divinas como humanas se atribuyen a su única persona.
Deberíamos poner en tela de juicio, por tanto, la idea de que este desarrollo de la tradición con respecto a la comunicación de idiomas (la atribución de propiedades divinas y humanas a la única persona de Jesús) es una proyección externa y extraña de la «teología patrística griega» sobre el Nuevo Testamento. El Concilio de Éfeso, por ejemplo, insistió en que no había dos sujetos en Cristo, uno humano y otro divino49. Por ello es correcto decir que la Virgen María es la «Madre de Dios» o Theotokos, porque ella dio a luz verdaderamente a un hombre que es la persona del Verbo hecho carne. De manera semejante, podemos y debemos hablar de Jesús de Nazaret como «Dios crucificado», porque el hombre que fue crucificado en tiempo de Poncio Pilato es de hecho el Hijo de Dios50. Cristo fue crucificado en su cuerpo humano y sufrió física y espiritualmente en virtud de su naturaleza humana. Pero es el mismo Verbo, Jesucristo, quien es verdadero sujeto de estos sufrimientos. ¿Acaso estas afirmaciones son extrañas a la Biblia? Claramente no. El evangelio de Mateo presenta a los «magos» venidos de oriente que encuentran al niño Jesús «con María, su madre» y añade que «cayendo de rodillas lo adoraron» (Mt 2,11). El sujeto que recibe la adoración es Dios y María es la madre humana de esa persona. Lo mismo Isabel en el evangelio de Lucas: «¿quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (Lc 1,43). María de Nazaret es presentada aquí como la madre del Señor. Lo mismo para la crucifixión de Dios, lo cual es evidente a partir de la cita de san Pablo con la que comenzamos esta sección: Jesús crucificado es el «Señor de la gloria» (1Cor 2,8). El evangelio de Juan presenta una teología similar. Jesús dice a sus interlocutores escépticos «cuando levantéis en alto al Hijo del Hombre, sabréis que Yo soy» (Jn 8,28). La designación de sí mismo que hace Jesús como «Yo soy» (ego eimi) nos remite implícitamente al nombre divino del Señor tal como aparece en el Antiguo Testamento51. Es el Señor quien es levantado en la cruz. Es Dios quien es crucificado.
Todos estos pasajes apuntan a un misterio ontológico más profundo. ¿Cómo puede Dios Hijo (el Verbo) subsistir como un ser humano, tener una naturaleza humana, incluso cuando conserva las prerrogativas de su identidad y de su naturaleza divinas? Cristo es capaz de curar enfermos, resucitar muertos y perdonar pecados. Cristo también es sujeto de sufrimientos, de la muerte y de la resurrección de entre los muertos. El sujeto que actúa es uno, pero actúa como Dios y como hombre, capaz de hacer simultáneamente lo que solo Dios puede hacer y de sufrir lo que solo un hombre puede sufrir. Aproximarse