Thomas Joseph White

El Señor encarnado


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a la integridad de la naturaleza humana de Cristo. Ahora bien, la afirmación de las dos naturalezas en una persona suscita a su vez cuestiones profundas de tipo ontológico: ¿cuál es la relación entre las propiedades esenciales de la naturaleza humana y la personalidad individual?, ¿cómo debemos entender (lógica y ontológicamente) la relación entre las propiedades individuales de un sujeto personal (Pedro, Pablo, Jesús) y la naturaleza que es común a todos ellos?, ¿en qué consiste esta última? Nos encontramos aquí con temas especulativos que están en el corazón de la cristología neotestamentaria y que solo pueden ser abordados desde una abierta reflexión metafísica sobre las Escrituras.

      La comunicación de idiomas

      La comunicación de idiomas empieza en el Nuevo Testamento. «Enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este mundo la ha conocido, pues, si la hubiesen conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria» (1Cor 2,7-8). Pablo expresa que el Señor fue crucificado y así afirma implícitamente que todos los atributos humanos y los sufrimientos de Cristo deben ser atribuidos al Señor como a su sujeto. Siguiendo la misma lógica, los atributos divinos que pertenecen a Cristo en cuanto Dios, deben también ser atribuidos al mismo sujeto, ya que Cristo es una única persona, Dios y hombre a la vez. Así lo vemos en el «himno cristológico» citado también más arriba:

      El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre (Flp 2,6-11).

      El pasaje comienza con el sujeto preexistente, el Hijo de Dios, que tomó la condición de esclavo (naturaleza humana) y que en sus acciones humanas se humilló a sí mismo y fue obediente. Esta misma persona es el sujeto pasivo de la crucifixión, muerte y exaltación, pero también quien recibe una manifestación pública de su identidad como Señor. Es el mismo sujeto, nuestro Señor Jesucristo, quien vino al mundo, que fue obediente, que murió crucificado y que es exaltado en su resurrección.

      Mi lectura de este pasaje puede ser controvertida, aunque expresa la posición mayoritaria de los exégetas, tanto antiguos como modernos, respecto al tema central del texto. Para nuestro propósito, sin embargo, el punto clave se refiere al problema del sujeto. Sea como sea que entendamos aquí la secuencia relativa a una posible preexistencia de Jesús y a un eventual reconocimiento de su identidad divina, lo que está inequívocamente claro es que solo hay un sujeto al cual se le atribuye todo esto. Cristo es de condición divina y también de esclavo. Él es el sujeto tanto de la muerte como de la exaltación y es él quien recibe el nombre sobre todo nombre, el nombre del Dios de Israel. Consecuentemente, es claro que tanto las propiedades divinas como humanas se atribuyen a su única persona.

      Todos estos pasajes apuntan a un misterio ontológico más profundo. ¿Cómo puede Dios Hijo (el Verbo) subsistir como un ser humano, tener una naturaleza humana, incluso cuando conserva las prerrogativas de su identidad y de su naturaleza divinas? Cristo es capaz de curar enfermos, resucitar muertos y perdonar pecados. Cristo también es sujeto de sufrimientos, de la muerte y de la resurrección de entre los muertos. El sujeto que actúa es uno, pero actúa como Dios y como hombre, capaz de hacer simultáneamente lo que solo Dios puede hacer y de sufrir lo que solo un hombre puede sufrir. Aproximarse