de la causalidad creativa está implicada cuando se predica de él la idea de sabiduría divina. El Hijo como sabiduría por quien Dios crea no puede venir a la existencia como una criatura del Creador, puesto que él es la causa del llegar a ser de las criaturas. «Todo fue creado por él y para él» (Col 1,16). Positivamente, esto significa que el Hijo existe de un modo más elevado y diverso que las criaturas; el Hijo existe como existe Dios o como existe el Padre, porque por él todas las cosas fueron hechas. El Hijo existe, sin embargo, no como la persona del Padre, sino como distinto personalmente de Padre y como siendo uno con el Padre. El Hijo es por quien todas las cosas fueron hechas.
Decir todo esto sugiere que una vez que comenzamos a pensar seriamente en la idea de la preexistencia de Jesús, lo mismo que en su distinción respecto del Padre, ya estamos en camino para pensar a Dios como Trinidad. El Hijo es eternamente distinto del Padre y del Espíritu Santo, pero es también verdaderamente Dios, uno eternamente con el Padre y el Espíritu Santo. Tal como señalamos más arriba, sin embargo, la preexistencia del Hijo es una idea fundamental para comprender el Nuevo Testamento. Consecuentemente, la creencia en la Santísima Trinidad está exigida dentro de una lectura correcta del Nuevo Testamento. Una reflexión sobre la identidad ontológica de Jesús es fundamental para hacer una lectura correcta de los testimonios apostólicos y es también un elemento necesario para cualquier interpretación correcta del texto de la Sagrada Escritura.
La soberanía de Cristo
El concepto bíblico de Cristo como principio preexistente de la creación nos invita a pensar en la soberanía de Cristo en términos de «causalidad eficiente». Todas las cosas llegan a ser en y por el Verbo que es la Sabiduría de Dios. Ahora bien, podemos también pensar en la identidad de Cristo dirigiéndonos directamente a su soberanía encarnada. Aquí la Biblia nos invita a considerar la identidad personal de Jesús de Nazaret. La pregunta «¿quién dicen los hombres que soy yo?» (Mc 8,27) se responde a lo largo de todo el Nuevo Testamento recurriendo al título Kyrios propio de la Septuaginta, un término que frecuentemente denota de modo explícito la divinidad. Jesús es «Señor» en el mismo sentido en que el Dios de Israel es el Señor34. Pero ahora él es ese Señor encarnado.
Podemos percibir este tema teológico, por ejemplo, en la parábola del juicio final (Mt 25,31-46), donde el Hijo del Hombre separa las ovejas de los cabritos basándose en la respuesta que dieron a las necesidades del pobre, del enfermo y del encarcelado. Las ovejas y los cabritos, por su parte, preguntan al Hijo del Hombre: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento o forastero o desnudo o enfermo o en la cárcel?» (Mt 25,44). La autoridad en el juicio escatológico que Israel normalmente reserva exclusivamente a Dios se reconoce ahora como presente en el Hijo del Hombre, en Jesús que es «el Señor»35. Tal como lo narran los evangelistas, probablemente con este espíritu deberíamos entender la percepción imperfecta, aunque real, de la autoridad de Jesús que tienen aquellos que se encuentran con él en su vida pública: «Señor, si quieres, puedes limpiarme» (Mt 8,2), «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano» (Mt 8,8). Cristo lleva en sí mismo un poder y una autoridad análoga a la de Dios. Puede realizar acciones que están normalmente reservadas a Dios. Lo vemos casi en el primer capítulo de Marcos cuando Jesús perdona los pecados por su propia autoridad, ante lo cual los judíos murmuran: «¿quién puede perdonar pecados, sino solo Dios?» (Mc 2,7-10). Marcos también da a entender que Jesús mismo posee el poder, propio del Dios de Israel, de perdonar los pecados36.
El cristianismo primitivo, por tanto, no dudó en atribuirle a Cristo resucitado el título de Señor. Aún más, hay bastante evidencia en el Nuevo Testamento de que adoraban a Cristo, una práctica reservada durante el judaísmo del Segundo Templo exclusivamente a Dios bajo pena de pecado grave37. Vemos en los Hechos de los Apóstoles, por ejemplo, que cuando Esteban es lapidado, reza directamente a Jesús como Señor y le dice: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Hch 7,59). Pocos capítulos después, cuando Cristo se dirige a Saulo en su camino a Damasco, él le responde: «¿quién eres, Señor?» y recibe esta respuesta: «yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9,5). Se dice de aquel que vivió entre nosotros como un hombre mortal y que también murió, que ahora está vivo por la resurrección. Pero también se da a entender que siempre ha sido el Señor, incluso en su vida humana, en su muerte y en su resurrección38. Consecuentemente, san Pablo puede decir: «en cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gal 6,14).
Conforme a la presentación que Lucas hace de la conversión de san Pablo, descubrimos también la idea de que el discípulo de Cristo de algún modo está en el Señor39. Aquellos que persiguen a la Iglesia persiguen a Cristo. Este tema neotestamentario sobre la incorporación al Señor manifiesta claramente la idea de su divinidad. Por gracia podemos ser incorporados a Cristo y, en consecuencia, a la vida de Dios. «La gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con tu espíritu» (Fil 4,23); «mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el Señor» (Col 3,18); «considera el ministerio que recibiste en el Señor, para que lo cumplas» (Col 4,17); «ahora sí que vivimos, pues permanecéis firmes en el Señor» (1Ts 3,8). Hay una identidad colectiva de Cristo a la que otros se pueden incorporar, porque Cristo es el «Señor» en quien el discípulo reside por el don de la gracia40. Podemos morir «en Cristo» (cf. 1Co 15,18-20). El Apocalipsis se refiere a Dios Padre y también al Cordero como «Señor» en quien los bienaventurados han puesto su morada. «Pero no vi Santuario alguno en ella; porque el Señor, el Dios Todopoderoso, y el Cordero, es su Santuario» (Ap 21,22). Viéndolo todo por la luz del Cordero, los bienaventurados «no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos» (Ap 22,5)41.
Lo que aparece inevitablemente en todos estos pasajes es la pregunta: ¿qué queremos significar cuando afirmamos que Jesús de Nazaret es el Señor, el Dios de Israel? Y podemos también reformular esta pregunta de modo que hagamos referencia explícita al sujeto personal que es Cristo: ¿qué significa para Dios, nuestro Señor, ser personalmente un hombre? Nótese que ya no estamos hablando aquí del Hijo como causa de la creación, sino del Hijo encarnado. ¿Cómo Cristo es a la vez Dios y hombre? Hacer esta pregunta es entrar en un misterio central del Nuevo Testamento, el misterio que posteriormente la teología designará como «unión hipostática». En el cristianismo primitivo, el título de «Señor» aplicado a Cristo como sujeto personal contiene las semillas de este desarrollo teológico. Nos empuja a pensar la unidad personal de Cristo como aquel que es Dios y hombre, como Señor que es uno con el Padre y también como Señor crucificado. Solo una cristología que atienda directamente al problema ontológico es capaz de una reflexión así y, sin embargo, si yerra en esta reflexión, el Nuevo Testamento permanece radicalmente ininteligible.
La naturaleza humana
El Nuevo Testamento se ocupa no solo de la divinidad de Cristo, sino también de la integridad de su naturaleza humana, su desarrollo y sus operaciones. Los evangelios y las cartas toman en serio la realidad y la estructura de la naturaleza humana de Cristo. La carta a los filipenses, por ejemplo, dice que «siendo de condición divina» tomó «la condición de esclavo» (cf. Flp 2,6-7), significando así la naturaleza humana que Cristo comparte con Adán. Mientras Adán en el pecado original rechazó servir a Dios, Cristo ha venido en la forma del siervo doliente (cf. Is 53,11-12) para reparar o restaurar la naturaleza humana, revirtiendo así la desobediencia de Adán que había dejado a los hombres en un estado de naturaleza caída42. El presupuesto narrativo, por tanto, es que Cristo comparte de algún modo lo que es común a Adán y a todos los seres humanos, la naturaleza o esencia que cada uno posee. El Concilio de Calcedonia no dudó en leer el pasaje citado más arriba de este modo:
[Este concilio] resiste a los que piensan en una mescolanza o confusión de las dos naturalezas de Cristo; expulsa a los que tienen la necedad de considerar celestial, o de cualquier otra substancia, aquella forma humana de siervo que asumió de nosotros; y excomunica, finalmente, a los que cuentan fábulas de dos naturalezas del Señor antes de la unión y de una sola después de la unión43.
Las teorías tanto de Apolinar como de Eutiques son aquí rechazadas, pues