Mónica Cano Abadía

Judith Butler


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los análisis han de ser cada vez más severos, cada vez más detallados, creando una gran cantidad de saber en torno a la sexualidad. La medicina, la psiquiatría, la pedagogía, la justicia penal observan detenidamente la sexualidad de hombres, mujeres, niños, sanos, enfermos, personas con enfermedades mentales, etcétera.

      Esta observación detenida lleva al desarrollo de lo que Foucault llama «disciplinas»: métodos que permiten el control minucioso de los cuerpos y todos sus movimientos, garantizando así su sujeción al poder. Las disciplinas tratan de maximizar la utilidad y la docilidad de los cuerpos. Para ilustrarlo, Foucault estudia cómo estos son domesticados en las escuelas, en las fábricas y, también, en los actos sexuales (monitorizados por la medicina y, también, por la religión). Las disciplinas desplegaron todo un aparato de vigilancia sobre la sexualidad para conformarla, como, por ejemplo, los controles de la masturbación infantil en la escuela y dentro del seno familiar. Pero a la vez, la sexualidad es objeto de una biopolítica de la población, por sus consecuencias procreadoras. La sexualidad y el sexo se encuentran, por tanto, en la encrucijada entre el individuo y la población. El sexo se sitúa de pleno en el juego político, y es acorralado, analizado, amaestrado, clasificado, tanto desde las disciplinas como desde las políticas de la población.

      En el primer tomo de su Historia de la sexualidad (1976), Foucault rechaza la idea de sexo natural en tanto que dato primario y lo considera un elemento imaginario. Bajo la palabra «sexo» se acogen cuestiones bastante dispares las unas de las otras que tienen que ver con el aspecto físico, con la biología, con la sexualidad, con el deseo y con el comportamiento. Todos estos elementos diferentes se encierran en la categoría binaria de sexo. Foucault viene a decirnos que, en el sexo, categoría que ha sido siempre considerada como entidad natural, se entretejen cuestiones culturales. El poder, para Foucault, es muy hábil e invisibiliza sus propias estrategias: oculta los procesos de creación de conceptos tras la idea de naturalidad. Al presentar las producciones culturales como naturales, estas se tornan indiscutibles, inamovibles.

      La concepción foucaultiana de un poder que se distribuye en relaciones de poder y que no es solamente coercitivo permite pensar las relaciones sociales más allá del binarismo opresor/oprimido, amo/esclavo. De esta manera, podemos subvertir jerarquías de pensamiento bien establecidas en el pensamiento moderno occidental. Además, para Foucault, el poder lo inunda todo, lo cual significa que no hay nada fuera de las relaciones de poder. No hay una realidad prediscursiva, prepoder, que no esté contaminada de relaciones de poder y a la que tengamos que acceder para liberarnos de sus cadenas opresoras. Dado que el poder se distribuye y se concentra en ciertos núcleos (autoridades, instituciones, etcétera), la multiplicación de focos de poder puede ser una estrategia para que las relaciones de poder sean más móviles y laxas. De esta idea partirá Judith Butler para su propuesta de multiplicación de géneros, que tratará de conseguir que las normas de género sean menos rígidas y no binarias.

      Para Butler, como veremos, el binarismo de género es una estructura coercitiva y demasiado rígida que fomenta que las personas solo podamos vivir nuestra vida generizada identificándonos con unos estereotipos demasiado estrechos y marcados que corresponden a la masculinidad, por un lado, y a la feminidad, por otro. Butler no considera que haya que eliminar la masculinidad ni la feminidad, no hay nada de malo en estos géneros per se. No obstante, sí que considera que habría que tratar de fomentar que las posibilidades que tenemos para identificarnos con un género sean más amplias y, también, más flexibles y no definitivas. La masculinidad y la feminidad no tienen por qué ser tan rígidas y, además, existen otras formas de estar en el mundo que no encajan ni con la feminidad ni con la masculinidad, o que oscilan entre ambas.

      La obra de Simone de Beauvoir resulta imprescindible para la teoría feminista contemporánea. Esta filósofa francesa escribió en 1949 El segundo sexo. Dicho texto es una referencia indiscutible para la Segunda Ola feminista que comenzó alrededor de los años 1960-1970. Lo cierto es que Beauvoir comenzó a escribirlo siendo una filósofa existencialista que no tenía conciencia feminista, lo cual era normal en su época: la Primera Ola feminista sufragista había perdido su fuerza por aquel entonces, mientras que la Segunda estaba aún por llegar. De este modo, la autora completó las más de mil páginas de El segundo sexo entre estas dos olas, sin pertenecer a ninguna de ellas. Por entonces, ni siquiera había adquirido consciencia del sexismo y pensaba que no había sido discriminada por ser mujer. Esa realidad cambió cuando fue recopilando información para escribir su obra, en la que quería plasmar qué significaba ser mujer y en qué le había marcado o condicionado este hecho, pues comenzó a percibir la discriminación y la opresión que vivimos las mujeres. El segundo sexo fue traducido casi inmediatamente a decenas de idiomas. La lectura de este libro convirtió en feministas a miles de mujeres que adoptaron una actitud crítica sobre su experiencia vivida, y la primera de estas mujeres concienciadas fue la propia autora.

      El segundo sexo es una obra fundamental para entender la opresión padecida por las mujeres, que Beauvoir considera provocada por el sistema patriarcal occidental. Todas las instituciones y la organización social forman modos de estar en la sociedad que son opresores para las mujeres. Es un problema muy complejo, ya que es todo el contexto social el que opera lenta pero contundentemente sobre ellas desde su nacimiento y, así, es muy difícil tomar conciencia de ello y luchar en contra de la opresión patriarcal.

      Simone de Beauvoir se preguntó si la situación en la que vivían las mujeres les permitía desarrollarse humanamente, convertirse en sujetos. Al examinar esta cuestión, constató el falso universalismo del sujeto, ya que se ha constituido únicamente con el sujeto masculino como modelo, y es este el que se ha universalizado. Para la filósofa, la humanidad es masculina y la mujer no se ha definido por sí misma, sino en relación con el hombre: la mujer no tiene el estatus de sujeto autónomo, sino que es considerada un sujeto dependiente del universal masculino.

      Beauvoir utilizó la metáfora de los polos eléctricos (positivo y negativo) para reflexionar sobre la relación entre hombres y mujeres. Al contemplar la historia de la filosofía (desde los pitagóricos a sus contemporáneos, pasando por Aristóteles y Santo Tomás de Aquino), se dio cuenta de cómo se había establecido un binarismo que alineaba lo masculino con lo positivo y lo femenino con lo negativo. No obstante, lo masculino no solo se asociaba a lo positivo, sino también a lo neutro: el sujeto universal se ha construido a partir de los rasgos que se han asociado a lo masculino. Esto es así hasta el punto de que se dice «el hombre» para designar a la humanidad en su conjunto, pues el singular de la palabra vir se ha asimilado al sentido general de la palabra homo.

      Para Beauvoir la neutralidad no es neutra, sino masculina. El sujeto abstracto no ha sido nunca neutro, sino siempre generizado en masculino. Esta es una perspectiva crítica fundamental de la teoría feminista contemporánea que se aplica a múltiples disciplinas de pensamiento como la teoría legal, la filosofía de la ciencia, la ética, o la psicología y que se ve inaugurada en El segundo sexo. Si bien el sujeto universal adopta los rasgos que usualmente se alinean con lo masculino, ¿qué ocurre entonces con la feminidad? ¿Qué lugar ocupa? Beauvoir observa que lo femenino aparece como lo negativo, la falta, lo indeseable, lo débil, lo incompleto.

      Siguiendo esta idea, para ella el problema de la filosofía occidental es que ha pensado a la mujer como lo Otro. Según explica Butler en El género en disputa, Beauvoir constata, al analizar los mecanismos de funcionamiento de la misoginia, cómo el sujeto universal siempre es masculino. Este sujeto se distingue de un Otro femenino que no participa del modelo universal de lo humano, sino que supone su reverso. El hombre es el representante del pensamiento, la razón, la verdad, la autonomía; todo aquello que ha sido considerado como bueno por la cultura occidental. Lo que es el reverso de toda esta perspectiva es lo Otro: lo intuitivo, lo pasional, lo engañoso, lo dependiente. El hombre ha rechazado esas características que no quería atribuirse a sí mismo, y las ha adjudicado a lo Otro, esto es, en el caso del análisis de Beauvoir, a la mujer.

      Este es un proceso necesario para establecer identidades en un sistema de oposiciones binarias, sistema fundamental en la forma de pensamiento occidental. Beauvoir afirma que, en