como lo Otro, siempre en relación de dependencia con la categoría masculina de lo universal.
Para Butler, Beauvoir afirmó algo muy interesante cuando escribió su famosa frase: «No se nace mujer, se llega a serlo». Esta frase inauguró la reflexión butleriana sobre el género y supuso en un principio el núcleo de su pensamiento feminista. Con esta frase, la autora de El segundo sexo sugiere que la experiencia vivida de las mujeres no está relacionada con lo biológico o con lo anatómico (con el sexo) sino con toda una serie de construcciones culturales e históricas (el género). Ser mujer no depende de la biología, pues no somos mujeres porque nazcamos mujeres. El ser mujer es fruto de un devenir, de un proceso que tiene que ver con el contexto cultural y no con la biología. A este respecto, Butler va más allá y afirma que en realidad nadie llega a ser de manera completamente definitiva un hombre o una mujer. Nadie puede llegar a decir en un momento de su vida: «¡Ya soy una mujer completa!». En opinión de nuestra autora, nos encontramos en un perpetuo proceso de devenir mujer o de devenir hombre, sin una meta final.
Además, Beauvoir realiza en su formulación una distinción que será crucial como herramienta feminista para afirmar que la anatomía no es el destino: la distinción entre sexo y género, según la cual el sexo es invariable y anatómicamente distinguible, mientras que el género es la forma y el significado cultural que adquiere el cuerpo. Como nos recuerda Butler en su texto «Sexo y género en El segundo sexo de Simone de Beauvoir» (1986, traducido al español en 1998), ningún género es natural.
Butler indaga sobre las consecuencias de esta desconexión conceptual en Beauvoir. Si se distinguen género y sexo, ¿hay conexión entre ellos? ¿Se tiene que ser un género determinado según el sexo? El género, pues, se construye, es un devenir cultural. ¿Se trata de una construcción voluntaria, fruto de la decisión de un sujeto libre? ¿Es el género elegido? ¿En qué sentido nos construimos a nosotras mismas y, en ese proceso, devenimos nuestros géneros?
En las palabras de Beauvoir encontró Butler la inspiración para su formulación de que el género es una acción repetitiva, pues el género ha de sostenerse continuamente mediante actos generizados repetitivos y miméticos. Ya en sus primeros trabajos sobre la pensadora francesa, Butler comenzó a perfilar lo que sería su teoría de la performatividad del género.
Monique Wittig: contrato heterosexual y sexo imaginario
Wittig, junto a Foucault, le proporciona a la teoría feminista occidental, y a Judith Butler en particular, importantes herramientas conceptuales para realizar una crítica a la naturalización del sexo. Como hemos visto anteriormente, para Foucault, el proceso de naturalización de ciertos procesos socioculturales es problemático pues permite presentar ciertos aspectos de nuestras identidades (la sexualidad, por ejemplo) como naturales, es decir, como algo en lo que no se puede intervenir y que no se puede cambiar. El sexo es un elemento imaginario para Foucault, así como para Monique Wittig será una formación imaginaria.
El más célebre de los ensayos de Wittig, «No se nace mujer», toma claramente la formulación de Beauvoir en El segundo sexo y lo lleva hasta sus últimas consecuencias. Mientras que Beauvoir solamente problematiza el género, proponiendo que no es algo fijo y dado, sino un proceso cultural, Wittig lleva este planteamiento al sexo: cuestiona, explícitamente, la naturalidad del sexo. En opinión de esta, si el cuerpo natural es una ficción, también lo es el sexo natural. El sexo, como el género, es una norma que hay que cumplir y encarnar; «hombres» y «mujeres» son categorías políticas, no naturales.
Judith Butler expone en El género en disputa una afirmación de Wittig que parte de Beauvoir y que, al mismo tiempo, trasciende a la autora de El segundo sexo. Wittig asevera que la categoría de sexo no es ni invariable ni natural, sino una categoría política que tiene que ver con la división binaria de la humanidad con fines reproductivos. Hombre y mujer son categorías políticas que han sido naturalizadas para servir a las necesidades del contrato heterosexual. El sexo es una categoría con género, esto es, cultural, que forma parte de un esquema binario y jerárquico. Para Wittig, «hombre» y «mujer» son categorías tan políticas como pueden serlo «burgués» y «proletario». El sexo es, como la clase social, una categoría política.
A partir de esta idea, considera que el paradigma de relación de oposición con un hombre es la relación heterosexual. La jerarquización de la sociedad es estructural y afecta a todos los niveles de la vida, de forma simbólica, económica, lingüística y política. Lo diferente se domina en todas las situaciones. De esta forma, la estructura heterosexual exige que existan colectivos dominados. El pensamiento heterosexual oprime y se desempeña a través de ejercicios de dominación, por lo tanto, también se cristaliza en un contrato social implícito que impone lo que Adrienne Rich llamó «la heterosexualidad obligatoria». Wittig pone a esta obligatoriedad el nombre de «contrato heterosexual», y Butler el de «matriz heterosexual».
Wittig considera que la heterosexualidad es la condición clave para sostener la diferencia sexual, para mantener a la humanidad dividida en dos y solo dos conjuntos humanos que se oponen y se complementan: mujeres, por un lado, y hombres, por otro. Los cuerpos tienen anatomía, configuración hormonal y cromosómica, etcétera, pero se pretende que todo el destino de las personas derive de lo biológico. ¿Qué justifica que en la cultura moderna se fije la verdad del individuo en los genitales reproductores, imponiéndole todo un destino a la persona e impidiéndole que asuma otro? ¿Por qué los genitales, cuando los cuerpos tienen muchas otras partes? Esta selección es cultural y no natural. Lo biológico existe, pero se utiliza de forma cultural, se pretende inmovilizar, petrificar, cuando lo biológico es móvil, cambiante, variado. Lo físico se interpreta ya desde el entramado del pensamiento heterosexual. Así pues, el sexo no es una percepción directa, sino una construcción sofisticada producto de una percepción condicionada culturalmente.
Por lo que existe un mandato social y cultural, que es el contrato heterosexual, que rige nuestras estructuras afectivas. Ser mujer no es solamente actuar de cierta manera femenina, sino también sentirse sexual y afectivamente atraída por los hombres. Wittig considera que se hace necesaria una revolución afectiva para romper con la obligatoriedad del contrato heterosexual. Esta revolución afectiva es creativa y pasa por la generación de nuevas comunidades de afectos que no caben en la actual organización afectiva, que no tienen nombre y que serían incluso impensables desde el marco del contrato heterosexual. Así, nos anima a explorar diferentes formas de concebir los afectos y la convivencia social.
La figura clave de esta revolución afectiva es la lesbiana, pues para Wittig las lesbianas no son mujeres. Reflexiona sobre la frase de Beauvoir que afirma que no se nace mujer, sino que llegamos a serlo, y concluye que «mujer» es una categoría política y coercitiva que viene dada por un rígido entramado social que regula la feminidad incluso en los niveles más íntimos: la sexualidad de las mujeres se impone como una sexualidad heterosexual binaria que supone sentirse solo atraída por la otra categoría sexual, esto es, por los hombres.
Ser mujer y ser hombre es siempre ser heterosexual. La heterosexualidad se presupone y forma parte de los mandatos de la feminidad y la masculinidad. ¿Qué ocurre, pues, cuando ese mandato no se cumple? No solo falla el mandato heterosexual, sino el propio proceso de devenir hombre o mujer. No se es una mujer completa si no se desea sexoafectivamente a los hombres. Por tanto, Wittig afirma que las lesbianas no son mujeres. Por supuesto, esto supuso un gran escándalo en la teoría y el activismo feministas y lesbianos de la época, y aún hoy se debate sobre esta cuestión. Teóricamente, se trata de una afirmación muy interesante y que tiene todo el sentido dentro del marco de pensamiento wittigiano.
En este marco teórico, el hecho de que las lesbianas no sean mujeres, lejos de ser motivo de pena o angustia, resulta liberador y revolucionario. La figura de la lesbiana tiene el poder de situarse fuera del contrato heterosexual y de los mandatos de la feminidad. En este sentido, Wittig afirma, recogiendo a Beauvoir, que no se nace mujer y que no hay por qué llegar a serlo. Las lesbianas no lo hacen; incumplen el mandato y, así, son libres.
Butler reconoce el valor de estas reflexiones, pero las somete a examen crítico. Para nuestra autora, postular la existencia