Marc Levy

Una chica como ella


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una bronca de cojones —dijo con una risita maligna.

      —Qué elegancia la tuya, no sé para qué te gastas una fortuna en ropa de marca si luego eres así de fino.

      —La elegancia la llevo dentro —contestó Gerald indignado.

      —Tan dentro que no hay quien la vea.

      Gerald se iba a atragantar de rabia, pero a Sam le traían sin cuidado los sentimientos del secretario de su jefe. Llevaba demasiado tiempo encajando los golpes sin decir nada, iba a trabajar todas las mañanas con un peso en el corazón y volvía por las tardes con un nudo en el estómago. Esta vez era demasiado.

      Recordó un refrán indio que Sanji solía repetirle cuando estaban en Oxford: «Hay una cantidad increíble de gotas de agua que no colman el vaso».

      —Me pregunto si era de verdad un refrán u otra de las citas que sacaba de sus lecturas —murmuró delante de Gerald, que no entendió palabra.

      El vaso ya estaba lleno, y decidió jugarse el todo por el todo, no por diversión, de hecho, sino por orgullo. Apartó bruscamente a Gerald, que le cerraba el paso, y volvió al despacho del señor Ward.

      —Una preguntita nada más: cuando su amigo invierte su dinero en una empresa de armamento, o al día siguiente de las elecciones coloca una buena suma en un consorcio químico que ostenta la fama de ser uno de los mayores contaminadores del planeta, ¿el valor moral de sus actos no le supone un problema? No se moleste en pedirme que me siente.

      Sam se dejó caer en un sillón frente a su jefe, que lo miraba anonadado.

      —¿Conoce el yin y el yang, el cara o cruz de una moneda lanzada al aire? Ahora entenderá adónde quiero llegar. ¿Sabía usted que los dos payasos que inventaron el móvil que tiene en la mano empezaron sus investigaciones en un garaje, recogiendo componentes defectuosos de los cubos de basura de Lockheed? Y bien, ¿eran traperos o genios? Deje que le cuente dos o tres cosas de ese al que ha llamado «muerto de hambre» y, ojo, que conozco a unos cuantos muy simpáticos. Sanji proviene de una familia más rica que esta agencia de bolsa, tan rica que en la India vivía en una casa que más parecía un palacio. Su padre murió cuando tenía doce años. Sus tíos asumieron su tutela. Cuando cumplió dieciocho años, lo mandaron a Oxford, donde nos conocimos. Al volver a la India, Sanji hizo dos descubrimientos. El primero, en el testamento de su padre. Por oscuras historias de familia, no podía disponer de su herencia hasta cumplir los treinta. La herencia en cuestión es un complejo hotelero en pleno centro de Bombay. La otra cosa que Sanji descubrió, o más bien comprendió, fue que la dureza, por no decir la violencia de sus tíos durante su adolescencia solo tenía un fin: mantenerlo alejado de la gestión de ese palacio del que se habían apoderado. Y estaban decididos a prolongar su tutela más allá de su mayoría de edad. Para ser más precisos, se las habían agenciado para dirigir su vida a su antojo. Al volver de Oxford, Sanji podría haberse mostrado dócil unos años más y esperar a poder disfrutar de su fortuna, pero les dio con la puerta en las narices. Contado así, podría parecer que se trata de un acto de valentía sin grandes consecuencias, pero cuando te ves sin blanca, en la calle, y encima una calle de Bombay, es harina de otro costal. No estaba del todo equivocado cuando lo ha tildado de muerto de hambre, porque pasó muchas noches durmiendo al raso, sin un techo bajo el que cobijarse. Pero mi amigo es un luchador, orgulloso y digno. Encontró trabajo aquí y allá, consiguió una casa decente y nunca perdió su increíble sed de conocimiento. Todo le suscita curiosidad, ninguna vicisitud parece darle miedo. Es lo que más admiro de él. En un bar en el que trabajaba de camarero se encontró con un viejo amigo del colegio. Este amigo tenía una idea descabellada, Sanji la desarrolló, y su proyecto pasó a convertirse en una empresa, una gran empresa. De modo que la pregunta que cabe plantearse ahora es muy sencilla. ¿Cuántos tipos como su cliente importante pasaron delante de ese famoso garaje donde dos jóvenes con pinta jipi trituraban componentes defectuosos, y cuántos soñarían hoy con no haber pasado de largo? Sanji ha recuperado sus acciones del Bombay Palace Hotel, le bastaría con venderlas para poder prescindir de nuestros servicios, pero no quiere hacer nada que pueda contrariar a sus tíos. Yo, si hubiera sufrido la mitad de la mitad de lo que le hicieron a él, no habría pensado en nada más que en perjudicarles. Él no; parece ser que en India el respeto a los mayores está por encima de todo. No puedo evitar pensar que ese código de honor es fruto de un grave masoquismo. Aunque, bueno, es un poco similar a mi relación con usted en todos estos años. Así es que pongamos las cartas sobre la mesa: ¿quiere entrar en este garaje o no? Si la respuesta es no, puede disponer de mi despacho desde esta misma tarde.

      El señor Ward consideró a Sam con mucha atención y curiosidad. Volvió la silla hacia la cristalera, dándole la espalda.

      —Tráigame ese proyecto, lo estudiaré de nuevo.

      —No hace falta, para eso ya me tiene a mí.

      —¿Cree en ello hasta el punto de arriesgar su carrera? Sabe que si le sale mal la jugada será su fin, y no solo en esta empresa.

      —Y si me sale bien y le abro las puertas del mercado indio, ¿sabe que no me contentaré con una medalla?

      Ward se volvió y miró a Sam fijamente a los ojos.

      —Largo de aquí antes de que cambie de opinión.

      *

      Sam le contó a Sanji la prometedora conversación que había tenido con su jefe, cuidándose mucho de revelarle los detalles. Cuando alguien tan influyente como el señor Ward se decidía por un proyecto, era un paso adelante que había que celebrar.

      —¿Podrías llegar puntual por una vez y vestido como es debido? —le suplicó Sam.

      —Diez minutos no es lo que se dice llegar tarde.

      —¡Ayer fueron dos horas!

      —Ah, sí, pero ayer fue por una buena razón, tuve que dar un rodeo para llevar a una mujer a una cita muy importante.

      —Ah, ¿qué pasa, que la nuestra no era importante? ¿Quién es esa mujer, la conozco?

      —No. Ni yo tampoco, de hecho.

      Sam lo miró pasmado.

      —Confirmado: ¡estás como una cabra!

      —Si la hubieras visto no dirías eso —contestó Sanji.

      —¿Cómo era? —exclamó Sam.

      Sanji se alejó sin contestarle.

      Al pasar por el edificio donde trabajaba su tío, levantó la cabeza hacia las ventanas de la octava planta y se preguntó si su pasajera habría conseguido el papel. Ojalá, pensó, y siguió andando. En Union Square, en medio de un concierto de bocinas ensordecedor, renunció a tomar un taxi y se adentró en el metro.

      Salió en Spanish Harlem. Allí no había edificios de piedra sillar, ni marquesinas en las aceras y mucho menos porteros con librea. Simples casas de ladrillo rojas y blancas compartían el espacio con grandes torres de viviendas de protección oficial. Los efluvios, los colores, las fachadas agrietadas, el asfalto agujereado, la basura que cubría las aceras y la mezcla de lenguas formaban un paisaje abigarrado mucho más parecido a las calles de su juventud.

      De vuelta en el apartamento, Sanji encontró a Lali sentada en el sofá del salón, inclinada sobre una labor de bordado. Entre muecas se esforzaba por retener sus gafas, que se le resbalaban sobre la nariz, mientras Deepak ponía los cubiertos en la mesa de la cocina.

      —¿Cenas con nosotros? —le preguntó a modo de saludo.

      —¿Y qué tal si os invito a cenar fuera?

      —Hoy no es jueves, que yo sepa —contestó Deepak.

      —Qué buena idea —terció Lali—. ¿Dónde podríamos ir para variar un poco? —añadió, mirando a su marido.

      —Me gustaría probar la cocina americana —sugirió Sanji.

      Deepak soltó un largo suspiro y guardó los cubiertos en el aparador. Descolgó su gabardina del perchero de la entrada y esperó. Lali dejó