Marc Levy

Una chica como ella


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es la India.

      —¿Quieres que me ponga un turbante y que hable con acento para parecer exótico?

      —Sería más elegante que esos vaqueros y esa camisa arrugada. En este país sobran programadores, lo que cautivará a los inversores son los cientos de miles de usuarios de tu red social solo en la región de Bombay.

      —¿Y por qué no haces tú la presentación? Pareces saber mejor que yo lo que hay que decir y lo que no.

      Sam observó a su amigo. Sanji venía de un linaje indio acomodado. Los padres de Sam eran simples comerciantes de Wisconsin y habían tardado diez años en devolver el préstamo que había financiado sus estudios.

      Si tenía éxito en ese tema, le demostraría a su jefe que era digno de proyectos de gran envergadura, y este quizá le ofreciera un puesto de socio, la ocasión de cambiar de vida.

      Pragmático, Sam no envidiaba a Sanji en nada, al contrario, lo admiraba. Pero contaba con servirse de la reputación de su familia para atraer a sus clientes, aunque por motivos encomiables Sanji no quisiera valerse de ella de ninguna manera.

      —Bueno, por qué no, después de todo —contestó— en la facultad se me daba mucho mejor que a ti hablar en público.

      —Si las clases hubieran sido en hindi, las cosas habrían sido distintas.

      —Eso habría que verlo. Vete a dar un paseo; cuando vuelvas, te haré una presentación de tu proyecto, ¡y ya me dirás si no resulto más convincente que tú!

      —¿Y dentro de cuánto tiempo tengo que volver para admirar tu talento?

      —Una hora, ¡no necesito más! —contestó Sam.

      Al salir del edificio, Sanji fue a parar delante de la verja del parque, el trompetista se había marchado y, con él, la melodía de Petite Fleur. Entonces se le ocurrió llamar a su tía para invitarla a almorzar.

      *

      Lali se reunió con él media hora más tarde delante de la fuente de Washington Square Park.

      —Me apetece alta cocina, te dejo elegir el mejor restaurante del barrio, e invito yo, por supuesto —dijo Sanji al recibir a su tía.

      —No hace falta malgastar el dinero, he traído una cesta llena de cosas ricas.

      Mientras su tía extendía un mantel de papel sobre el césped y disponía platos de cartón y cubiertos de plástico, Sanji se preguntó si el destino se estaba ensañando con él.

      —Tiene gracia que nos veamos en este parque —comentó Lali.

      —¿Por qué? La oficina de mi socio está al lado.

      —Mi marido también trabaja muy cerca de aquí.

      —¿Cómo era mi padre cuando erais niños?

      —Era reservado, siempre observando a los demás. Un poco como tú. No digas que no, anoche no apartabas la mirada de Deepak. Pero no debiste de ver gran cosa, porque detrás de ese rostro malhumorado se oculta un hombre lleno de sorpresas. De hecho, nunca ha dejado de asombrarme.

      —¿A qué se dedica?

      —¡Menudo interrogatorio, pero tú a mí no me cuentas nada! Conduce.

      —¿Un taxi?

      —Un ascensor —contestó Lali divertida—. Se ha pasado la vida en una cabina aún más vieja que él.

      —¿Cómo os conocisteis?

      —En el parque de Shivaji. Me encantaba ver los partidos de críquet. Iba todos los domingos. Era mi rato de libertad. Si mi padre llega a enterarse de que iba a ver a los chicos jugar, me habría caído una buena reprimenda. Deepak era un bateador increíble. Acabó por fijarse en la chica sentada sola en las gradas. Yo era bonita de joven. Un día, en un partido bastante reñido, Deepak miró hacia mí y falló, lo cual sorprendió a todo el mundo, pues era brillante eliminando a los lanzadores del equipo contrario. Sorprendió a todo el mundo menos a mí. Una vez terminado el partido, vino a sentarse dos filas por debajo de la mía, pues nadie debía vernos hablar. Me dijo que le había costado una buena humillación y que, para compensarlo, tenía que aceptar volver a verlo. Cosa que hice el domingo siguiente, pero esa vez salimos del parque y fuimos a pasear por la bahía de Mahim. Nos sentamos al pie de un templo que da al espigón. Empezamos a hablar, y desde entonces no hemos parado. Pronto cumpliremos cuarenta años de vida en común, y cuando se va a trabajar por las mañanas, lo echo de menos; tanto que a veces vengo a pasear a este parque: él trabaja al principio de la Quinta Avenida, en el número 12 —precisó, señalando con el dedo el arco de Washington Square Park—. Pero odia que vaya a molestarlo. Esa dichosa casa es su reino.

      Lali calló y observó a su sobrino.

      —Te pareces a mí, no a mi hermano. Lo veo en tu mirada.

      —¿Qué es lo que ves? —preguntó Sanji en tono burlón.

      —Veo orgullo y sueños.

      —Tengo que irme a trabajar.

      —¿Te vuelves a tu high-tech?

      —No es un lugar, sino mi propio reino. Esta noche tengo un compromiso, no me esperéis para cenar, no haré ruido cuando vuelva.

      —Aun así te oiré. Pásalo bien, y mañana u otro día iremos a visitar algunos de mis lugares favoritos.

      Sanji acompañó a su tía hasta el metro; camino de la oficina de Sam dirigió la mirada hacia la marquesina del número 12 de la Quinta Avenida.

      *

      Los vestíbulos son testigos de la historia de un edificio y de la de sus ocupantes, de esa extraña comunidad de personas que apenas se conocen. Los grandes momentos de sus vidas recorren el hueco de la escalera: nacimientos, matrimonios, divorcios, fallecimientos…, pero las gruesas paredes de las viviendas burguesas no dejan que se filtre nada de su intimidad.

      El vestíbulo en el que acababa de adentrarse Sanji estaba revestido de madera de haya. Una gran araña y apliques de cristal iluminaban un lujo preciado, espejeando sobre el suelo de mármol, con su rosetón central en forma de estrella cuyas puntas señalaban los puntos cardinales. No se había descuidado ni un detalle para preservar el estilo original. Sobre el mostrador de la recepción había un teléfono de baquelita de otra época; antaño se utilizaba para llamar al conserje, pero hacía tiempo que ya no tiritaba. Abierto de par en par había también un cuaderno negro cuyas páginas se llenaban perezosamente con los nombres de los visitantes. Detrás de ese mostrador dormitaba Deepak. El chasquido de la puerta no lo despertó.

      Sanji carraspeó y Deepak se sobresaltó.

      —¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó cortésmente, ajustándose las gafas.

      Cuando enfocó mejor, hizo una mueca.

      —¿Qué haces tú aquí?

      —He venido a ver este lugar del que tan bien me ha hablado mi tía.

      —¿Nunca has entrado en un edificio? ¿Vives en el barrio de chabolas de Dharavi?

      —Quería descubrir el famoso ascensor…

      —Del que también te ha hablado Lali, supongo.

      —Al parecer es magnífico y hay que ser un experto para manejarlo.

      —Así es —contestó Deepak cediendo al halago.

      Se volvió para asegurarse de que estaban solos. Cogió la gorra y se la puso. Sanji reconoció que, con ese bonito uniforme, su tío político parecía un comandante.

      —Bueno —masculló—, a estas horas no llama nadie, así que sígueme, vamos a dar una vuelta, pero con discreción, ¿entendido?

      Sanji asintió. Se sentía como si le hubieran dado permiso para visitar un museo fuera del horario de apertura. Deepak abrió la reja y le pidió a su sobrino que entrara en la cabina. Con