en llamarlo. La viuda se empeña en cerrar la puerta de su casa con tres vueltas de llave, como si alguien pudiera entrar en el edificio sin que él lo vea. Pero las manías de los vecinos del número 12 de la Quinta Avenida forman parte de su vida diaria; más aún, la constituyen.
Después de ayudar a la señora Collins a sacar la llave de la cerradura, la acompaña hasta la planta baja antes de subir rápidamente a la primera. La señorita Chloé lo espera delante de la reja y lo saluda sonriendo, debe de haber nacido con una sonrisa en los labios. Al entrar en el ascensor le pregunta cómo ha ido el día, a lo que él responde:
—Con sus altibajos, señorita.
Dejar la cabina exactamente al mismo nivel que los rellanos es todo un arte. Deepak lo hace con los ojos cerrados, pero cuando acompaña a la señorita Chloé desde su despacho en la primera planta hasta el apartamento que ocupa en la octava, pone una atención especial.
—¿La señorita saldrá esta noche? —le pregunta.
Una pregunta en nada indiscreta, solo se trata de advertir a su compañero del turno de noche por si la señorita Chloé necesitara sus servicios.
—No, ahora un baño caliente y me voy directa a la cama. ¿Está mi padre?
—Lo sabrá cuando entre en casa —le contesta.
Deepak tiene dos religiones, el hinduismo y la discreción. En los treinta y nueve años que lleva de ascensorista en este edificio elegante de la Quinta Avenida no ha revelado jamás el más mínimo dato sobre las idas y venidas de sus empleadores, y menos aún a los allegados de estos.
*
El número 12 de la Quinta Avenida es un edificio de piedra sillar de ocho plantas, con un apartamento por planta, salvo la primera, que alberga dos despachos. A razón de una media de cinco trayectos de ida y vuelta por planta y por día, a lo que hay que añadir la distancia que separa los rellanos, Deepak recorre 594 kilómetros al año. Desde el principio de su carrera, el total asciende a 22 572. Deepak guarda como oro en paño una libretita en el bolsillo interior de la levita, donde lleva cuenta de sus viajes verticales, como hacen los aviadores con las horas de vuelo.
Dentro de un año, cinco meses y tres semanas, habrá recorrido 23 448 kilómetros, el equivalente exacto de tres mil veces la altura del Nanda Devi. Una hazaña y el sueño de toda una vida. Como todo el mundo sabe, la Diosa de la Alegría es la montaña más alta contenida por entero en territorio indio.
Completamente manual, el ascensor de Deepak es una antigüedad, de hecho, no quedan más que cincuenta y tres en toda Nueva York que se accionen mediante una palanca, pero para los vecinos de este edificio es el vestigio de todo un arte de vivir.
Deepak es depositario de un conocimiento en vías de extinción, y no sabe si eso lo entristece o lo enorgullece.
Todas las mañanas, a las 6:15, Deepak entra en el número 12 de la Quinta Avenida por la puerta de servicio. Baja la escalera que lleva al sótano y se dirige a su taquilla en el trastero. Cuelga sus pantalones demasiado grandes y sus jerséis descoloridos y se pone una camisa blanca, un pantalón de franela y una levita cuyo plastrón bordado en oro luce con orgullo la dirección de su lugar de trabajo. Se alisa el fino cabello hacia atrás, se cubre la cabeza con una gorra y, tras una ojeada final al espejito que cuelga de la pared del cuarto, sube a tomar el relevo del señor Rivera.
Durante la media hora siguiente, saca brillo a la cabina, primero a la madera barnizada, con cera y una suave gamuza, y después a la palanca de cobre. Subir a bordo de su ascensor es hacer un breve viaje en un vagón del Orient Express, o, si se alzan los ojos para admirar el fresco de estilo renacentista que adorna el techo, subir al cielo en el féretro de un rey.
Un ascensor moderno les resultaría más económico a los propietarios. Pero ¿cómo cuantificar el valor de un «buenos días», de una escucha atenta? ¿Cómo valorar la paciencia de aquel que media con delicadeza en los conflictos de los vecinos, la importancia de aquel que ilumina sus mañanas con una palabra amable, les informa sobre el tiempo, les regala sus buenos deseos el día de su cumpleaños, vela por sus apartamentos cuando están de viaje, los tranquiliza con su presencia cuando vuelven solos para afrontar la noche? Ser ascensorista es mucho más que un oficio, es un sacerdocio.
Desde hace treinta y nueve años, las jornadas de Deepak son muy similares. Entre la hora punta de la mañana y el final de la tarde, se instala detrás de su mostrador de recepción, situado en el vestíbulo. Cuando se presenta algún visitante, cierra la puerta del edificio y lo conduce a bordo de su ascensor. Recoge también los paquetes, limpia dos veces al día el gran espejo de la entrada y las lunas de la puerta de hierro forjado. A las 18:15, cuando llega el señor Rivera para relevarlo, Deepak le confía su reino. Vuelve a bajar al sótano, cuelga la camisa blanca, el pantalón de franela y la levita, deja la gorra sobre el estante, vuelve a ponerse la ropa de calle, se alisa el cabello hacia atrás, echa una última ojeada al espejo y se arrastra hasta el metro.
Washington Square es una estación poco frecuentada, Deepak encuentra siempre un asiento, que le cede a la primera pasajera que entra en el vagón cuando el tren se llena en la calle 34. Cuando se vacía en la calle 42, Deepak vuelve a sentarse, abre el periódico y lee las noticias del mundo hasta la calle 116. Después recorre a pie los setecientos metros que lo separan de su casa. Hace ese trayecto mañana y noche, tanto bajo el sol del verano como bajo la lluvia otoñal o las tormentas de nieve que azotan el cielo en invierno.
A las 19:30 se reúne con su esposa y cena con ella. Lali y Deepak solo se han saltado esta norma una vez en treinta y nueve años. Lali tenía entonces veintiséis, y Deepak, muy nervioso, le sostenía la mano en la ambulancia, mientras las contracciones se sucedían. El que debería haber sido el día más hermoso de sus vidas marcó un drama del que jamás volvieron a hablar.
Los jueves alternos, Lali y Deepak salen a cenar a un restaurantito de Spanish Harlem.
Deepak aprecia su vida rutinaria tanto como ama a su esposa. Pero esa noche, al sentarse a la mesa, esa rutina estaba a punto de llegar a su fin.
*
2
El vuelo de Air India concluía sobre el asfalto del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy. Sanji se levantó para coger su bolsa del compartimento de equipajes, se precipitó hacia la pasarela, encantado de ser el primero en salir del avión, y recorrió deprisa los pasillos. Llegó jadeante a la gran sala donde se alineaban las garitas del control de inmigración. Un agente poco afable le preguntó por los motivos de su visita a Nueva York. Sanji contestó que venía en viaje de estudios, y presentó la carta de invitación de su tía, que se declaraba garante de su solvencia. El agente no se tomó la molestia de leerla, pero levantó la cabeza para examinar a Sanji. Momento de incertidumbre en el que, por un simple delito de facciones, todo visitante extranjero puede ser conducido a una sala de interrogatorio antes de ser devuelto a su país de origen. El agente acabó por sellarle el pasaporte, garabateó la fecha de expiración de su derecho de estancia en territorio estadounidense y le ordenó que circulara.
Sanji recogió su maleta de la cinta, franqueó el control de aduanas y caminó hacia el punto de encuentro donde esperaban los conductores de limusina. Vio su nombre en el cartel que uno de ellos sostenía en la mano. Este tomó su maleta y lo llevó hasta el coche.
La Crown negra rodaba por la 495, escabulléndose entre el tráfico fluido del anochecer, el asiento era mullido, y Sanji, agotado por un largo viaje, sintió ganas de dormitar. Su conductor se lo impidió entablando conversación mientras las torres de Manhattan se dibujaban en el horizonte.
—¿Negocios o placer? —le preguntó.
—No son incompatibles —contestó Sanji.
—¿Túnel o puente?
El conductor le recordó que Manhattan es una isla, por lo que había que elegir por dónde llegar hasta ella, antes de asegurarle