Marc Levy

Una chica como ella


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convertirla en un pequeño escritorio auxiliar sobre el que había colocado un jarrón de barro lleno de flores de papel.

      —Espero que te guste la decoración, es una alegría para mí recibirte en nuestra casa.

      Se acercó a correr las cortinas y le dio las buenas noches.

      Sanji miró su reloj, eran las 19:15. Le aterraba la idea de sacrificar una junior suite en el Plaza, con vistas a Central Park, por una habitación de seis metros cuadrados en Spanish Harlem, y buscó alguna estratagema para salir airoso del atolladero sin ofender a su tía. Cautivo de las buenas formas, llamó al conductor, con un nudo en la garganta, para avisarle de que ya no necesitaba sus servicios. Y, oyendo crujir el colchón bajo su peso, se puso a soñar con la cama king size en la que debería haber dormido esa noche.

      *

      En el número 12 de la Quinta Avenida, Chloé abría la puerta de su piso de doscientos cincuenta metros cuadrados. Dejó las llaves en el velador de la entrada y recorrió el pasillo. Con sus fotos en las paredes, ese pasillo era una auténtica galería de su vida. Le gustaban algunas, como la de su padre a los treinta años, con su abundante cabellera y su cara de Indiana Jones, que volvía locas a sus amigas del instituto; odiaba otras, como aquella de una entrega de medallas tras una carrera en San Francisco, en la que su madre posaba con cara de funeral la víspera del día en que había hecho las maletas, y sentía cierta nostalgia ante la del perro que había sido parte de la familia cuando sus padres y ella aún formaban una.

      De la biblioteca se escapaba un rayo de luz. Entró en silencio y observó a su padre. Su cabellera seguía igual de abundante, pero ya no pelirroja sino cenicienta. Inclinado sobre su escritorio, el profesor Bronstein corregía evaluaciones.

      —¿Has tenido un buen día? —le preguntó Chloé.

      —Enseñar el keynesianismo a un grupo de alumnos granujientos es más satisfactorio de lo que parece. ¿Y qué tal tu audición? —preguntó sin levantar la mirada—, ¿concluyente?

      —Lo sabré dentro de unos días, si me llaman para una segunda entrevista, a menos que reciba la sempiterna carta explicándome por qué no han considerado mi solicitud.

      —¿Hoy no cenas con Schopenhauer?

      Chloé miró a su padre y retrocedió hacia la puerta.

      —¿Te tienta una cenita a solas con tu hija? Estaré lista en media hora —añadió antes de retirarse.

      —¡Veinte minutos! —le gritó su padre.

      —Eso es lo que se tarda en llenar la bañera. ¡El día que arregles las cañerías, podré cumplir con tus plazos! —Oyó su padre a lo lejos.

      El profesor Bronstein abrió un cajón, rebuscó entre sus papeles en busca de un viejo presupuesto y contempló afligido el importe exigido. Lo dejó en su sitio y volvió a enfrascarse en sus correcciones hasta que Chloé llamó a su puerta… mucho más tarde.

      —He llamado al señor Rivera, date prisa.

      El señor Bronstein se puso la chaqueta y se reunió con su hija en el rellano. La reja del ascensor ya estaba abierta, Chloé entró la primera en la cabina, seguida de su padre.

      —Deepak me había dado a entender que no saldrían esta noche —se disculpó casi el ascensorista del turno de noche.

      —Cambio de planes —contestó Chloé alegremente.

      Rivera accionó la palanca y la cabina empezó a moverse.

      Llegados a la planta baja, abrió la reja y se apartó para dejar pasar a Chloé.

      Fuera, el cielo estaba azul noche y la temperatura era suave.

      —Vamos enfrente, a Chez Claudette —sugirió el profesor.

      —No podemos abusar indefinidamente de su generosidad, algún día tendremos que saldar nuestra cuenta.

      —Indefinidamente no, pero un tiempo más sí, y te vas a alegrar, hoy he pagado al de la tienda de alimentación.

      —Mejor vamos a Mimi, invito yo.

      —¿Has ido a pedirle dinero a tu madre? —le preguntó su padre, preocupado.

      —No exactamente, he ido a verla, se suponía que íbamos a pasar un rato juntas, pero estaba ocupada haciendo el equipaje. Su gigoló se la lleva a México, bueno, más bien ella se lo lleva a él. Entonces, para acallar su conciencia, se ha sacado unos billetes del bolso, sugiriéndome encarecidamente que fuera a comprarme ropa.

      —Igual deberías haberle hecho caso.

      —Lleve lo que lleve, nunca es de su gusto, mientras que tú y yo compartimos el de la cocina francesa —dijo ella, bajando por la avenida.

      —¡No tan rápido, que yo no voy rodando! —protestó el señor Bronstein—. Y deja de llamar así a Rodrigo. Llevan viviendo juntos quince años.

      —Ella le saca veinte y lo mantiene.

      Bordearon Washington Square Park y bajaron por Sullivan Street. El señor Bronstein entró en Mimi, donde los recibió una camarera anunciando en voz alta que su mesa estaba lista. Sin embargo, en el bar esperaba un buen puñado de clientes… Los habituales disfrutaban de cierto trato de favor. El profesor se instaló en el banco corrido y, mientras un camarero quitaba la silla de enfrente para dejar sitio a la silla de ruedas de Chloé, esta se acercó a una pareja que no dejaba de mirarlos.

      —Es un modelo Karman S115, edición limitada. Se lo recomiendo, es muy cómodo y se pliega fácilmente —precisó antes de reunirse con su padre.

      —Voy a pedir los ñoquis a la parisina, ¿y tú? —le preguntó él con aire crispado.

      Chloé prefirió una sopa de cebolla y pidió dos copas de Pomerol.

      —¿Quién le ha dado plantón a quién? —la interrogó el señor Bronstein.

      —¿De qué estás hablando?

      —Esta mañana me has dicho que volverías tarde, y te he oído rebuscar en el armario durante un buen rato.

      —Iba a quedar con mis amigas, pero después de la audición estaba tan cansada que…

      —¡Chloé, por favor!

      —Julius está desbordado, así que me he adelantado.

      —¡Llamarse Schopenhauer siendo profesor de filosofía exige el máximo rigor, supongo! —ironizó su padre.

      —Papá, por favor, ¿te importa cambiar de tema?

      —¿Qué es de esa señora de la que te ocupabas? Si mal no recuerdo, su pareja la trataba como a un jarrón chino. No hace mucho me explicabas que la conducta de ese hombre era la causa de su desgracia y, paradójicamente, la fuente de su felicidad.

      —No fue eso lo que te dije, al menos no así. Sufre un tipo de síndrome de Estocolmo, se considera tan insignificante que se siente deudora de su amor.

      —¿Le has sugerido que deje a ese hombre por uno más amable?

      —Mi papel se limita a escuchar a mis pacientes y ayudarlos a tomar conciencia de lo que expresan.

      —¿Al menos has encontrado la manera de resolver su problema?

      —Sí, estoy trabajando en ello, enseñándole a ser más exigente, ha progresado mucho, pero si estás tratando de decirme algo, sé más directo.

      —Simplemente que no debes ser menos exigente que cualquier otra mujer.

      —¿Esa es tu manera de cambiar de tema? Tú sufres el síndrome del padre celoso.

      —Igual tienes razón, si hubiera podido consultarte antes de que me dejara tu madre…, pero solo tenías trece años —suspiró el profesor—. ¿Por qué te empeñas en ir de un proceso de selección a otro cuando eres brillante en lo que haces?

      —Porque estoy