de las páginas que albergan estos testimonios y a quienes con entrega y compromiso decidieron hacer posible que esta idea sea hoy tan real como la textura de sus páginas y tan preciosa y única como las mujeres que nos confían lo más preciado que tienen: la maravilla de ser ellas mismas.
1. Celina del Villar; 2. Hilda Téllez Lino; 3. Vivian Silberstein; 4. Alejandra Groff; 5. Ligia Urroz; 6. Alexandra Diez; 7. Nicole Aloi; 8. Georgina Ferrer; 9. Mónica Garza; 10. Ana Rosa Beltrán del Río; 11. Natalia Gil Torner; 12. Zaida Marcos; 13. Ana Paula Domínguez; 14. Rosenda Ruiz; 15. Paulina Vieitez; 16. Sofía Sánchez Navarro; 17. Erika Alonso
© Uriel Santana
© Carlos Bracho
8 Nacida en Italia, después de una exitosa carrera como arquitecta, dejó su profesión y comenzó a escribir. Desde entonces, ha publicado seis libros.
Si tuvieras que definir un parteaguas en tu vida, ¿cuál sería?
MI LLEGADA A MÉXICO, sin duda. Fue incluso traumática. Se divorciaron mis papás cuando yo tenía nueve años y estuve internada un tiempo, luego me mandaron a vivir con los abuelos, a quinientos kilómetros de distancia de mi casa en Italia. Hubo muchos puntos de quiebre en ese periodo, pero el más fuerte fue cuando mi mamá decidió poner un océano de por medio y llevarme a vivir a México. Yo no hablaba español y no sabía nada de ese país exótico que no podía ni pronunciar. Recuerdo mis primeras impresiones a mi llegada, mientras aprendía el idioma: la venganza de Moctezuma por ejemplo, hasta tenía que lavarme los dientes con agua hervida para no enfermar, o cuando entré a la escuela de monjas y escandalicé a todos al decir que estaba a favor del aborto. Venía de una cultura mucho más liberal y a menudo hacía corto circuito con mi entorno.
Tenía entonces trece años, pero siempre fui precoz. Como era hija única y muy inquieta, para entretenerme mi mamá me enseñó a leer y escribir antes de entrar al kínder. Me acuerdo de que me moría de ganas de ir a la escuela y estudiar. Siempre fui matadísima y, ya en México, aun sin hablar el idioma, me las arreglaba para sacar las mejores calificaciones. Me adapté rápidamente a mi nuevo país y ésa fue una etapa muy alegre, por descubrir un mundo diferente al que yo había vivido en Italia y por integrarme, por pertenecer a una sociedad que me acogió muy hospitalariamente. Un cambio radical que a la larga fue muy positivo. Construí en este país una nueva y mejor vida, a pesar del trauma inicial.
Y anhelabas la otra tierra. ¿Tenías oportunidad de viajar?
Sí, iba bastante a Italia, porque al principio mantuve relación con mi papá y con mis abuelos. Recuerdo que desde ese entonces me sentía muy orgullosa de México y lo defendía frente a cualquier crítica: para mí era el paraíso. Estamos hablando de hace más de treinta años, y la Ciudad de México era ya una metrópolis de veinte millones de habitantes, pero no tenía problemas de seguridad, no había violencia o, por lo menos, no inmediata. Así que gozaba yo de la bondad de dos mundos, una situación muy enriquecedora y privilegiada. Hoy soy el producto de esa dualidad, que se manifiesta en lo que escribo.
¿Cómo fue haciéndose tu relación con tu mamá? ¿Ella también se reconformó en México? ¿Cómo transcurría su vida juntas?
Inicialmente, íbamos a estar en México sólo dos años, pero a ambas nos encantó y nos quedamos. Lo único que siento es que mi mamá nunca “rehízo su vida”, como dice esa frase tan lapidaria. Quizá tuvo amores, pero no volvió a hacer una familia, y creo que eso me pesó a mí también, en el sentido de que me hubiera encantado tener hermanos, aunque fueran postizos, o una figura masculina en casa, que me quitara la presión de tener a mi mamá a cargo. Además, con ella tuve una relación dificilísima: éramos dos mujeres demasiado fuertes, una frente a otra…
Yo sé que tú, y muchas otras, son muy entusiastas del tema de la solidaridad femenina, pero yo creo que las relaciones entre mujeres son difíciles… entre una madre y una hija ni se diga. No por nada los griegos escribieron las grandes tragedias familiares con las dinámicas entre padres e hijos. Hay una competencia arquetípica entre madre e hija, y la proyección de los sueños y traumas de una en la otra. Mi madre quería que yo viviera lo que ella no había podido, así que nuestra relación se volvió un continuo choque. Fue una mujer que hasta determinado momento admiré mucho, era muy adelantada a su tiempo, pero luego comenzó a comprometer sus ideales, a renunciar a sus sueños. Supongo que sucede con la edad…
¿Se quedó siempre en México?
Sí, salvo un periodo en el que regresó a Italia. Cuando volvió, tratamos de ir a terapia, pero fue un desastre. Hubo mucho distanciamiento. Sé que muchas mujeres han basado su fuerza en su familia, en sus hijos o en sus parejas. Yo no he sido esa persona. Obviamente, te define tu familia en muchos sentidos, pero siempre he mantenido mis distancias con todo y con todos; tal vez es un ardid de los supervivientes, que no quieren tener nada que puedan perder.
Nada emocional tan fuerte que los haga vulnerables.
Exacto. Nunca he permitido que nadie sea suficientemente cercano para que su pérdida destroce mi vida: ni madre, ni padre, ni pareja alguna y tal vez por eso no he tenido hijos.
Veo que tu mamá también tomó esa decisión: no quiso tener más hijos, no quiso tener una pareja formal. Han sido determinantemente mujeres en soledad, enriqueciendo su vida a través de esta voluntad de estar solas y gestionar consigo mismas.
Creo que mi mamá sufrió mucho en ese sentido porque sí quiso, pero no pudo. Tal vez yo también estoy en las mismas, pero asumo la responsabilidad de mis decisiones y eso simplifica todo. Lo he analizado mucho, pues siempre estoy en alguna terapia. Creo que hay muchas maneras de mejorar como personas y todas son válidas, pero sin caer en extremos.
Mientras tenga sentido para ti y creas honestamente en que lo que estás haciendo te mejora, sea lo que sea, todo sirve. La conclusión a la que llegué en el rubro de no tener una familia es que me fui acomodando mejor en la vida sola. Para mí, estar en pareja, o en familia, no es lo natural. No puedo evitar sentir que me quita más de lo que me da.
¿Cómo te ha ido socialmente como mujer sola? Estamos hablando de un cambio de una generación a otra, en la que todo mundo quería empujarte a una vida en pareja.
Cuando estás en pareja no es fácil aceptar a quien no lo está. Dices: “A ver, ¿dónde y con quién va a encajar esta mujer sola? ¿Dónde la vamos a sentar?”. O: “No vaya a insinuársele a mi marido”.
Se vuelve algo peligroso para la gente.
Yo misma a veces he pensado: “Vamos a ser puras parejas y tal amiga o amigo no se va a sentir a gusto”, sobre todo en México, que tenemos estructuras convencionales. Sin embargo, tengo amigas con extraordinarios matrimonios, que admiro y respeto, que me incluyen muy generosamente en sus vidas, tal vez porque he sabido comportarme a la altura de su confianza o tal vez porque les aporto algo que ellas no tienen y viceversa. Por ejemplo, gozo a sus hijos. Me encanta ser parte de estos engranajes familiares en los que me aceptan y me quieren, pero no tengo obligaciones ni compromisos. Claro, todo es relativo porque en la vejez, o incluso a partir de la menopausia, no es tan agradable la soledad. Pero siempre me pareció egoísta tener pareja o hijos para no estar solo, o para que alguien te cuide.
Nunca quise cobijarme ahí. O sea, he tratado siempre de organizarme de modo independiente. Creo que cada quien tiene que vivir como más le acomode. El problema es cuando no nos acomodamos; tengo amigas que no se divorcian sólo porque le resulta más cómodo seguir siendo parte de su clan. Ése no es mi pensamiento. Siempre he sido el bicho raro entre mis amistades, una outsider. Es una pulsión innata en mí: prefiero no ser demasiado parte de nada.
¿Dónde encuentras tu fuerza interior? ¿Cómo cultivas tu ser? Porque parece que estamos muy determinados por la fuerza que nos dan nuestras relaciones. Si nada de eso te influye, ¿de dónde sacas ese