Paulina Vieitez

Fabulosas


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y punto. Trabajo mucho mi ser.

      ¿Eres muy consciente de dónde estás parada, de qué es lo que quieres y hacia dónde vas?

      No tanto lo que quiero ni adónde voy, sino consciente de quién soy. Soy una enamorada del ser humano y de la fuerza que tenemos, individualmente, pero también como especie. ¿De dónde viene? Del alma, pero quizá también de los libros. Ahí se concentra la sabiduría humana, el conocimiento que nos hace ser parte de nuestra civilización y nos acompaña siempre. No siento la necesidad de tener al lado a otra persona porque hay un mundo que nos cobija y del cual me siento orgullosamente parte. Siempre de lejitos. Lo necesito ver de lejos porque cuando estás demasiado integrado a una familia o a un grupo, tu mirada es menos imparcial. Mi fuerza radica también en mi capacidad de cuestionamiento. Lo hago a través de la escritura especialmente: ésa es mi manera de meditar, de ordenar las ideas, de conocerme mejor, de sentir e incluso de gozar.

      El otro día me preguntaba uno de mis seguidores en Facebook: “¿Cómo ves los momentos tan difíciles que vivimos?”. La gente no se da cuenta de que siempre los hemos vivido, y aun así la humanidad ha mejorado bastante. A mí esa perspectiva me ha funcionado porque te da la oportunidad de abrir la mente, de ver lo pequeño que es un problema frente a la grandeza de la humanidad, pero también hay otros ardides, como el humor por ejemplo. Siempre logro ver las cosas con humor. A los que se quieren suicidar les llego con energía vital, la que me hace ignorar —y a veces hasta apreciar— las desgracias.

      Has sido una arquitecta que ha ejercido su profesión, que tiene esa formación estética y funcional, y que ha abierto una nueva ventana hacia su vida interior a través de la literatura. ¿Qué es para ti construir y crear?

      Los interpreto casi como sinónimos. Construir un edificio o crear un libro es para mí muy similar, entra en lo que me gusta hacer, lo que sé hacer, lo que creo que constituye tener una vida plena. Son dos verbos clave para eso. Cuando hablo de mi más reciente novela Donde termina el mar, un tributo a la vejez y a la capacidad humana de no darse por vencido, me gusta contar la anécdota de mi maestra de filosofía, una mujer agnóstica que admiro profundamente. En su festejo número cien, dio las gracias a los presentes por acudir a su cumpleaños ochenta. Todos pensamos: “Ya desvarió”, pero luego rio y dijo: “¡Perdón! Es que me siento de ochenta”, y continuó con la confesión de la palabra más importante para ella: crear. “Por eso sigue viva”, pensé. La creación es la esencia más intrínseca del ser humano.

      Volviendo al tema familiar: hace unos momentos hablabas de la experiencia con tu mamá, pero también tienes una historia con tu padre.

      Dejé de ver a mi papá muy joven, pero cuando reapareció tomé la decisión consciente de reconciliarme con él, de conocerlo. Tenía una serie de ideas preconcebidas sobre él.

      Lo mirabas a través de los ojos de otros, de las circunstancias.

      Lo curioso fue que una vez que lo tuve enfrente me divertí muchísimo con él, me pareció un ser excepcional, que inspiró, con su personalidad y su filosofía de vida, al personaje de la novela que recién te mencioné.

      La vida de mi protagonista no refleja exactamente la de mi padre, porque tengo un componente imaginativo muy activo. Siempre reconstruyo la realidad. Y para mí es más importante esa construcción —creación— que la realidad en sí. Entonces, con mi padre acabé haciendo eso. Pero lo interesante es que su personalidad es rescatada por completo en el libro, que me sirvió para aceptarlo. Porque uno tiene el papá que tiene, no lo escoges, lo único que puedes hacer es aceptarlo o no.

      Churchill decía que no puedes cambiar las circunstancias, lo único que puedes cambiar es cómo te sientes frente a ellas. Y eso es lo que yo cambié, mi actitud hacia él. Dije: “Es divertido tener a este señor cascarrabias, jugador, mujeriego, aventurero e irresponsable por padre”. A la mejor yo también cambié de edad. A los quince años no podía con él, a los cincuenta es aceptable.

      Fue muy sano, tanto con mi padre como con mi madre, haberlos cuidado al final de sus vidas. Creo que los de nuestra edad tenemos el gran compromiso de cerrar el ciclo con los padres, porque nos encontramos en el momento en el que normalmente nos toca verlos morir. Y es un periodo difícil, porque uno está lidiando con su propio descenso y al mismo tiempo tienes que afrontar la vejez irreversible de tus padres. Es una dicotomía llena de emociones contrastantes.

      Como dices, cuando tenemos que cuidar tanto de los hijos como de los padres, estamos contemplando algo muy importante: saber cerrar los ciclos. Admiro a la gente que ha podido cuidar de sus padres, que se ha reconciliado con la idea de que es necesario que los cuiden.

      Pues no es forzoso. Yo hubiera podido decir: “Mi padre no me cuidó, no lo voy a cuidar yo a él”, pero creo que hay que valerse de la propia ética personal para conseguir la paz con uno mismo.

      ¿Eres la misma de tus veinticinco años?

      Dios me libre, no… Eso sí, a los veinticinco estaba más guapa, más joven, pero más inmadura. No alcanzaba a ver mis incoherencias y frivolidades, mi ego y mis apegos. También tenía cosas buenas, que se perdieron: momentos en los que me sentía invencible, con la certeza de que podía hacerlo todo… Extraño esa capacidad de aventarme con el arrojo propio de la juventud. Pero es que llegas a una edad en la que ya escribiste en tu cuaderno, ya la página no está en blanco. El pasado pesa, tienes que lidiar con las decisiones que ya tomaste.

      ¿Cómo cuidas tu salud? ¿Tienes algunos remedios, una procuración metódica de tu estabilidad física?

      Soy muy ordenada y sana, aunque achacosa. Dice mi quiropráctico que me veo bonita por fuera y que nadie imagina lo jodida que estoy por dentro. Tengo escoliosis, osteopenia, hernia hiatal, reflujo, etcétera, pero nunca enfermedades graves. No fumo, no tomo café y poco alcohol, como bien, sin frituras ni irritantes. Parece aburrido, pero es porque así me gusta. Sí hago ejercicio, pero no soy esa mujer que pasa horas en el gimnasio. Me aburre el tema, por lo que en la caminadora o en la bicicleta estática, leo. Hago pilates dos veces a la semana y todos los días mis ejercicios de fisioterapia para la espalda, porque si no, me duele. No tengo ningún afán de tener cuadritos en la panza, pues me gustan los cuerpos “contentos”. Soy flaca de nacimiento y con un metabolismo privilegiado, por lo que me permito ser golosa y si sobrepaso mi peso normal, dejo de cenar un par de noches y ya está. Nunca he hecho ningún deporte en particular, utilizo la bici como medio de transporte porque es ecológico, y me gusta esquiar porque disfruto estar en medio de las montañas. Creo que mis dioses son los árboles, porque sentir sus ramas encima de mi cabeza me hace sentir protegida, me comprueba que hay algo por encima de nosotros.

      Y no me importa cómo se llame, creo que todos los nombres con que llamamos a Dios son válidos, pero los árboles me gustan mucho. Bajo su sombra, me siento como en una catedral de la naturaleza. Las iglesias son construidas por los hombres y confirman la fuerza del ser humano, no la de Dios. En cambio, los árboles, la naturaleza, nos hablan de la presencia de un ser superior. Más allá de mis creencias personales, creo que en materia religiosa o espiritual todo se vale, así como en el amor y en la guerra, todo es aceptable y respetable, y cada quien debe conformar su código personal de valores y lo que le da sentido…

      Ése sería el cultivo de tu ser espiritual, esta parte de conexión con lo natural, de comprender un poco que hay algo más allá.

      Conexión más bien con uno mismo y con todo lo que no es uno mismo, con lo que nos rodea. Los que vivimos en una jungla de cemento, por ejemplo, tenemos que saber conectar con eso. Escribí un texto, que se convirtió en un libro sin que lo hubiera concebido así, sobre mi viaje a la India. Estuve un mes meditando, haciendo yoga, comiendo de acuerdo con mi dosha. Todas esas cosas que son una manera común de conectar con el espíritu. De regreso a México, entendí que hubiera podido hacer lo mismo en mi cama. Es un descubrimiento obvio tal vez, pero a veces uno necesita vivirlo en carne propia para entender sus procesos. Por mi parte, siempre estoy en esa búsqueda espiritual, en las diferentes terapias, religiones, procedimientos mentales. Digamos más simplemente que creo un poco en todo, pero no demasiado en nada. Nada me clava ni me define… Tiendo a ser libre también en materia espiritual.

      Pero ¿qué haces concretamente?