contigo –respondió Amy, con la mirada puesta en el teclado del ordenador.
–Sí, ayudé a Caitlyn. Todo el mundo sabía que era un chica inteligente que podía llegar muy lejos. Le hablé de ella a mi padre y por un vez me escuchó. Le ofreció un empleo durante las vacaciones, pero demostró ser tan buena en su trabajo que mi padre no dejó ya que se fuera.
–¿Te molestó que tu padre se convirtiera en su mentor? ¿Que ella ocupara tu puesto como enóloga jefe?
–En absoluto, fui yo quien se lo propuso a mi padre.
–Por lo que dices, siguió tu consejo
–Habría sido un estúpido si no lo hubiera hecho.
Amy alzó la vista para mirarlo a la cara.
–Sí. Siempre la has tenido en mucha estima. Tal vez por eso llegué a pensar que acabarías casándote con ella.
Heath se encogió de hombros en un gesto de indiferencia.
Amy siempre había creído que Caitlyn bebía lo vientos por Heath, pero luego había llegado Rafaelo y se había enamorado del español.
–Bien. Espero que Caitlyn y Rafaelo sean muy felices. ¿Han fijado ya la fecha de la boda?
–El año que viene, creo.
Amy se mordió el labio inferior y volvió a bajar los ojos al teclado.
–¿Amy?
Una lágrima fugaz salpicó la barra espaciadora.
–¡Amy!
Ella inclinó un poco más la cabeza. No quería que Heath la viera llorando.
Demasiado tarde. Él ya había dado la vuelta a la mesa y se había colocado a su lado.
Ella podía escuchar su propia respiración. Estaba temblando. Parecía como si todo el dolor y la emoción que había estado conteniendo estuvieran a punto de estallar. Heath le puso las manos en los hombros. Ella se puso aún más rígida y tragó saliva tratando deshacer el nudo que tenía en la garganta.
Él la agarró de los hombros haciendo girar la silla en redondo. Amy alzó la vista, vio su expresión atormentada y se apresuró a cerrar los ojos con toda la fuerza de que fue capaz. Pero no pudo evitar que las lágrimas corrieran por sus mejillas.
Escuchó un frufrú de tela como si él se estuviera inclinando hacia ella, pero no se atrevió a abrir los ojos. Luego sintió las manos de Heath levantándola de la silla. Se quedó sin aliento al sentir el contacto. De repente, se vio sentada en sus muslos. Él estaba arrodillado a su lado. La falda se le había subido varios centímetros por encima de las rodillas.
Trató de estirarla, pero la tela no daba de sí en la posición en la que estaba.
Heath la estrechó en sus brazos, atrayéndola con fuerza contra su pecho cálido y masculino. Olía a esencia de limón. Ella emitió un gemido y hundió la cara en la pechera de su camisa.
–Sé que lo amaste durante mucho tiempo. Debes sentir ahora un gran vacío.
Ella miró a Heath entre sollozos. Deseaba pedirle que la soltara, pero le faltaban las fuerzas. Las lágrimas seguían corriendo por sus mejillas.
–Llora todo lo que quieras, Amy. Te hará bien.
Ella no podía soportar que la viera así. Él siempre estaba tan seguro de sí mismo… Ya no era el chico impulsivo y pendenciero de antaño. Había madurado. Ella, en cambio, había sufrido el proceso inverso. Había pasado de ser la chica buena que hacía siempre todo lo correcto a una mujer que parecía haber perdido el norte y el control de su vida.
Heath permanecía callado, inmóvil, abrazado a ella.
Amy, haciendo un esfuerzo de voluntad, se apartó de él.
Vio entonces avergonzada una mancha en la camiseta negra de Heath, en el lugar sobre el que ella había estado lloriqueando como un bebé.
Tomó un pañuelo de un cajón de la mesa para limpiársela. Pero luego lo pensó mejor. No se sentía con fuerzas para… tocarlo.
Se apartó de él unos centímetros.
–Lo siento mucho. No sé que me pasa, pero no consigo dejar de llorar.
Él alargó la mano hacia ella.
–Has tenido un mal día y yo tampoco he hecho mucho para…
Ella se incorporó, pero tropezó con la silla. El techo y las paredes parecieron comenzar a dar vueltas a su alrededor, como si se estuviera produciendo un terremoto.
–Heath, no me siento bien.
Le flaqueaban las piernas y la vista se le nublaba. Vio a Heath de forma borrosa acercándose a ella. Luego todo se volvió oscuro.
Capítulo Dos
Heath llamó a un médico y luego la llevó a su casa en su flamante Lamborghini.
Subió las escaleras con ella en brazos, ante la cara de sorpresa del ama de llaves, y se dirigió a la habitación de invitados.
Era la casa donde había nacido y se había criado. Amy contempló la habitación con nostalgia. La última vez que había estado allí tenía las paredes de un color azul pálido desvaído. Heath debía haberlo renovado todo. Ahora tenía un papel de rayas muy elegante de color marfil y azul.
Heath dejó a Amy suavemente sobre la cama, descorrió las cortinas y abrió las ventanas de par en par para que entrara el aire fresco del campo.
–Ya estoy bien –dijo ella cuando él se volvió–. No necesito ningún médico.
–Llamé al doctor Shortt cuando te desmayaste. No creo que tarde ya mucho en llegar.
–¿El doctor Shortt? Hace años que no me ve. Creo que la última vez fue cuando tuve la varicela.
Eso había sido a los diez años de la muerte de su madre. Recordaba que su padre se había puesto muy nervioso. Ella tenía entonces quince años. Demasiado mayor para contraer la varicela.
–¿Quién es tu médico ahora? Lo llamaré si quieres. Aunque el doctor Shortt lo ha dejado todo para venir a verte.
Estaban en esas, cuando el doctor Shortt entró en la habitación con un maletín de cuero negro. Amy lo encontró igual que la última vez. Solo tenía algunos kilos de más y unas cuantas canas en las sienes.
–Amy, pequeña, ¿qué tal estamos? –dijo el doctor Shortt a modo de saludo como si ella fuera aún una niña, y luego añadió, dirigiéndose a Heath–: Siento no haber podido estar el mes pasado en el funeral de tu hermano. Tuve una urgencia.
Heath asintió con la cabeza y el doctor Shortt volvió a fijar la atención en Amy.
–Debe haber resultado muy duro para ti, querida.
–Sí –respondió ella, sin poder reprimir las lágrimas.
–Bien, vamos a ver qué te pasa –dijo el doctor Shortt, mirando de reojo hacia la ventana donde estaba Heath–. Bajaremos en seguida.
–Heath, puedes volver a tu trabajo –replicó Amy con voz temblorosa.
–No, prefiero quedarme.
–No, aquí no.
Ella no deseaba que él estuviera presente mientras el médico la examinaba.
–Está bien, esperaré fuera.
Cuando salió por la puerta, Amy se dejó caer sobre la almohada con un suspiro de alivio.
El doctor Shortt la miró fijamente con ojos escrutadores.
–Y ahora dime, ¿cómo estás?
–Desolada –respondió ella con una leve sonrisa–. Era lo esperable